MÉXICO, D.F. (apro).- En la cancha, la selección de Brasil
tiene la encomienda histórica del espectáculo, de generar la jugada
mágica que atrapa la mirada y que llega a producir escenarios
surrealistas donde todo es alegría. Pero en la calle, la contagiante
festividad del futbol compite con la protesta de una sociedad que padece
una realidad manchada de corrupción, desvío de recursos, alza de
precios, represión, drogas, y déficit en sectores tan prioritarios como
el de salud, educación y transporte, lacras, todas ellas, que parecían
haber sido mitigadas durante el gobierno de Luis Inacio “Lula” da Silva.
Ahora Brasil, inmerso en esa dualidad, atraviesa por la crisis más
profunda de los últimos años por una decisión que pareció de trámite
para las autoridades: el aumento de 20 centavos de real en el
transporte, en la ciudad de Sao Paulo.
Las jugadas mágicas de Neymar, el nuevo ídolo del país más futbolero
del mundo, no han sido suficientes para calmar las aguas bravas de las
marejadas sociales que se han manifestado en las principales ciudades
del país exigiendo más presupuesto social y menos dinero dedicado al
negocio deportivo.
De hecho, el propio jugador comprado por el Barcelona en millones de
euros apoyó las protestas sociales diciendo: “Estoy triste por todo lo
que está pasando en Brasil. Siempre tuve fe en que no sería necesario
llegar al punto de tomar las calles para exigir mejores condiciones de
transporte, salud, educación y seguridad, esto es todo OBLIGACIÓN del
gobierno. ¡Quiero un Brasil más justo, más seguro, más sano y más
honesto!”.
Pero fuera de la cancha, en la que se juegan millones de dólares
entre los equipos y sus jugadores estrellas cotizados por los clubes más
ricos del mundo, los brasileños de a pie no están de acuerdo con la
estrafalaria inversión oficial que hay en el deporte hecho negocio tanto
para la Copa Confederaciones, el Mundial de Futbol de 2014 y Los Juegos
Olímpicos de 2016.
“Brasil, hay que recordar que un profesor vale más que Neymar”,
gritaron cientos de jóvenes afuera del estadio Casteloa, previo al
enfrentamiento entre Brasil y México, este miércoles.
De acuerdo con la información del propio gobierno brasileño para la
Copa Confederaciones y el Mundial de Futbol se invirtieron 15 mil
millones de dólares. Las partidas a las que se destinará la mayor parte
del gasto son: Estadios, 3 mil 500 millones de dólares; Movilidad
urbana, 4 mil 300 millones de dólares; Aeropuertos, 3 mil 400 millones
de dólares; Seguridad 950 millones de dólares; Puertos, 350 millones de
dólares; y Telecomunicaciones, con 200 millones de dólares. Se
reconstruirán 12 estadios, se edificarán 21 nuevas terminales
aeroportuarias, siete pistas de aterrizaje y cinco terminales
portuarias.
Mientras que los desembolsos previstos para la organización de los
Juegos Olímpicos serían de otros 15 mil millones de dólares, resultando
en un gasto total de 30 mil millones de dólares para los tres eventos
deportivos.
Las estimaciones del gobierno brasileño son optimistas y aseguran que
el impacto económico bruto será de 120 mil millones de dólares, la
creación de 120 mil trabajos por año y una derrama turística de miles de
visitantes a las principales ciudades.
Montada en ese optimismo oficial, la presidenta Dilma Rousseff, quien
fue abucheada durante la inauguración de la Copa Confederaciones,
anunció el compromiso de invertir 66 mil millones de dólares a proyectos
de infraestructura de largo plazo, en un plazo de 15 años, sin relación
con los preparativos para los grandes eventos deportivos.
Pero si todo iba tan bien con las jugadas anunciadas por el gobierno,
sus socios de la FIFA y las trasnacionales involucradas en el negocio,
¿por qué empezaron a protestar miles de brasileños que no se ven en las
trasmisiones de televisión?, ¿por qué crecieron tan rápido las
expresiones de descontento en 42 ciudades? ¿No ha sido suficiente darles
futbol y circo mediático, combinados con las operaciones de limpieza en
los barrios más pobres de Río de Janeiro y Sao Paulo?
El 6 de junio en esta última ciudad comenzaron las protestas con
apenas unos cuantos cientos de inconformes por el aumento al precio del
trasporte. La ola de inconformidad creció conforme se difundió en las
redes sociales la intención de continuar las manifestaciones. En diez
días se estima que en las marchas, muchas de las cuales han terminado en
las cercanías de los férreamente vigilados inmuebles deportivos, han
participado 250 mil brasileños, la mayoría de ellos jóvenes.
A la protesta por el incremento del precio del pasaje urbano se
sumaron las exigencias por mayor y mejor servicio de salud y educación,
así como el grito de “Ya basta” de corrupción entre las autoridades de
gobierno.
La respuesta de las autoridades ha sido la misma que aplicaron en las
manifestaciones masivas de otros años: la represión por parte de la
policía militar y civil en cada una de las ciudades donde se está
desarrollando el torneo internacional de futbol.
Más allá del balón de futbol, Brasil tiene otra realidad y es la que
no se ve en la cancha de los estadios. Se trata de miles de jóvenes que
no están de acuerdo con lo que está haciendo su gobierno al aplicar la
vieja política instalada por los romanos (al pueblo pan y circo) en su
versión contemporánea de futbol y espectáculo. Tampoco están de acuerdo
con la inversión que se está haciendo en los tres eventos deportivos,
sin darle la atención que se merece a la parte social.
La jugada a la que le apostó el gobierno brasileño aún no tiene un
destino claro y el balón está en la cancha. Si Neymar no hace los goles
que necesita su equipo y Brasil no gana ninguno de los dos torneos de
futbol —y además no destaca en Los Juegos Olímpicos—, es probable que la
inconformidad social aumente sin contención y este país entre en una
situación conflictiva como la que tuvo hace unas décadas.
Paradójicamente, el futuro de Brasil se está jugando en los botines
de su selección de futbol y, sobre todo, en las genialidades de Neymar,
quien hasta este miércoles, llevaba anotados dos espectaculares goles.
Twitter: @GilOlmos
/ 19 de junio de 2013)
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