En
vísperas de finalizar la precampaña presidencial este domingo, se puso
peligrosa para la sangre de una democracia, la libertad de expresión. Andrés
Manuel López Obrador, en una reacción desmedida, acusó a un académico de fina
prosa, Jesús Silva Herzog, porque en su artículo semanal en Reforma, escribió
sobre su nuevo pragmatismo que lo llevó, argumentó, al terreno de un
“oportunismo” asociado con el PRI. López Obrador lo llamó “secuaz” de la “mafia
del poder”. El historiador Enrique Krauze salió a la defensa del derecho de
Silva Herzog a expresar lo que piensa, y dijo que el liberalismo -la doctrina
del Siglo 18 que defiende las libertades individuales- debate, pero el
mesianismo condena. La respuesta fue: “Tú también eres de aquellos
profundamente conservadores y que simulan con apariencia de liberales”.
Objetivamente
hablando, López Obrador ejerció su derecho a criticar a sus críticos. “¿Qué no
se les puede cuestionar?”, dijo en una gira por Puebla. “Ellos sí pueden decir
que soy mesiánico, populista, oportunista. Yo apenas lo único que les dije, se
los repito, son profundamente conservadores con apariencia de liberales. Eso es
todo y tengo razón”. Tiene toda la razón, si este caso fuera consistente con su
comportamiento político. Pero no lo es. La respuesta en La República de las
Opiniones al lance de López Obrador, la sintetizó Francisco Garfias, uno de los
columnistas más leídos por la clase política, en Excélsior: “Lo volvió a
traicionar la intolerancia que parecía haber exorcizado en su tercera campaña
presidencial”. Las reacciones negativas, en una actitud muy típica suya, no lo
hicieron matizar ni replicar racionalmente, sino apretar el acelerador.
El
martes reiteró las descalificaciones a Silva Herzog y Krauze, y añadió a quien
esto escribe por una columna publicada ese día sobre el papel de sus tres hijos
mayores en el control del aparato de Morena. Dijo que los datos difundidos
provenían de un expediente del CISEN, que ha investigado a su familia. Si
existe ese documento en el CISEN, este autor lo desconoce. Pero dos puntos son
relevantes: no negó la veracidad de lo publicado y, sobre todo, no es un
secreto. El control que entregó a sus hijos del aparato de Morena es un tema
público y de conversación interna que ha producido tensiones, aunque hasta
ahora, nadie ha cuestionado esa delegación de poder a su familia.
Los
dos episodios tienen que verse en un contexto más amplio para entender lo que esconde
la reacción de López Obrador, a quien hay que analizarlo bajo parámetros
distintos de donde se mueven los políticos, sino dentro de los que construyen
universos religiosos. López Obrador tiene una estructura mental y un
comportamiento teológico. Su mundo está pintado de blanco o negro, donde todo
es bipolar. Su discurso siempre es la lucha entre buenos y malos, los ricos
contra los pobres, los fieles luchando contra los infieles. No hay grises en su
vida pública. O son incondicionales, o son sus enemigos. Por eso utiliza con
tanta ligereza generalizaciones como “la mafia del poder”, para identificar a
todos aquellos que muestran discrepancias u oposiciones a su pensamiento y
acción.
Públicamente,
López Obrador siempre se ha mantenido en el margen de no ir más allá de la
retórica incendiaria contra quien piensa diferente de él, lo que entra en los
rangos de comportamiento de los políticos en las democracias occidentales. En
privado, las cosas son diferentes. La secuela de la publicación de la columna
sobre sus tres hijos mayores, es un buen ejemplo para ilustrar la intolerancia
de él y de su entorno, y la intransigencia. En reuniones privadas que
sostuvieron sus hijos con cuadros de Morena pocas horas después de la
publicación de la columna, no hubo argumentos en contra o explicaciones sobre
los porqués de la estructura absolutista, sino insultos con palabras obscenas.
Incapaces de analizar una crítica y desmontarla dialécticamente, se lanzaron al
linchamiento, como en 2006 se hizo con un grupo de periodistas cuyas
fotografías se colgaron en el Zócalo para que fueran juzgados el patíbulo
popular, y durante meses se utilizó la pluma anónima de un periodista
incondicional a él, que publicada en la red “Fichitas”, donde difamaba a mentes
independientes.
Las
cosas, en esta ocasión, no pararon con las descalificaciones. El mismo martes
inició una cacería de brujas dentro de Morena para descubrir quiénes habían
aportado la información sustantiva para ese texto, cuyos resultados finales aún
no se conocen. La persecución interna para encontrar culpables -lo del CISEN y
el anuncio que lo desaparecería por hacer espionaje político, tiene toda la
marca de un distractor-, si no fue autorizada por López Obrador sí fue apoyada,
erigido en un Savonarola contemporáneo. Krauze lo emplazó a un debate el lunes,
y por respuesta recibió otro descalificativo. Ni siquiera abrió una pequeña
rendija López Obrador en la puerta de su paraíso, para que se pudieran
confrontar ideas en la arena pública.
López
Obrador es un fundamentalista de pensamiento lineal que no es demócrata. No
importa, si actuara con la altitud de miras que podría encontrar, por ejemplo,
en la biografía de Frederik de Klerk, el Presidente sudafricano defensor del
apartheid, que entendió que para poder sacar adelante a su país, de mayorías
oprimidas, pobres y discriminadas, tenía que avanzar por la ruta de la
democracia aunque él no lo fuera. La moraleja de De Klerk que puede seguir
López Obrador, es que no se necesita ser un demócrata para construir una
democracia, ni puede haber democracia sin libertad de prensa. Punto. Tocar los
tambores de guerra contra ella, es una señal peligrosa.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
@rivapa
(NOROESTE/ RAYMUNDO RIVA PALACIO/
ESTRICTAMENTE PERSONAL/ 08 DE FEBREERO 2018)
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