JESÚS PEÑA
Arturo Morales Herrera nació sin brazos
hace 44 años en Monterrey y desde hace 11 se le ve en Saltillo vendiendo papel
aluminio, bolsas para la basura y papel higiénico en las fayucas. ‘Me enseñaron
a trabajar, nunca me dijeron ay, pobrecito’, ríe y sigue su camino
Los clientes se despachan solos: toman el aluminio del
guacal y echan las monedas en la cangurera que lleva Arturo colgada al cuello.
Fotos: Vanguardia/Marco Medina
Nunca se me enseñó que yo era especial.
No por ser una persona con discapacidad, ‘pobrecito’. No, pobrecito de ti si no
te enseñan a trabajar”.
ARTURO MORALES HERRERA, VENDEDOR.
Por: Jesús Peña
Fotos: Marco Medina
Video: Jesús Peña
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Édgar de la Garza
SALTILLO.- Arturo se agacha,
toma el cordón con los dientes, se lo ensarta por la cabeza, el cuello, los
hombros y empieza a jalar su pesado carrito, de lámina, por el mercado.
Los que caminan la calle,
atestada de puestos y de gentes, voltean sin disimulo, lo miran largamente y
murmuran frases que no entiendo.
Arturo se sabe observado,
pero no se enfada ni putea.
Él no sería el centro de
atención ni el foco de todas las miradas si tuviera brazos.
Arturo no tiene brazos.
Hace 44 años que Arturo
Morales Herrera –“pa toda la raza”,
dice–, originario de Monterrey, de la
colonia Los Altos, nació sin brazos.
Camino con Arturo por el
mercado.
Sus amigos puesteros que lo
ven aproximarse con su carrito lo saludan sin morbo, “¡cafre!”, y con
naturalidad.
Y es natural: tantos años de
verlo ir y venir por los mercados con su carrito pregonando su papel aluminio, de dos cajitas por 10 pesos, sus
bolsas para la basura, de a cinco por 10, y sus paquetes de higiénico, de
cuatro por 20 pesos.
Ya llevo cinco días yendo con
él, siguiéndolo por los mercados sobre ruedas más grandes y populosos de
Saltillo, y no puedo evitar sentirme una piltrafa, un pocacosa, un güevón, una
cucaracha, nada.
Quisiera saber de dónde es
que este hombre bajito, de piel tostada por el sol, rechoncho, como un
pingüino, saca tanta fuerza de voluntad, tanto coraje de vivir.
“Nunca se me enseñó que yo
era especial. No por ser una persona con discapacidad, ‘pobrecito’. No,
pobrecito de ti si no te enseñan a trabajar. Porque el día que tus padres se
vayan y que tú te quedes solo, es donde vas a sentir. Ahí es donde pobrecito de
ti porque vas a vivir peor que los pordioseros que andan pidiendo en la calle.
Peor, porque nunca te enseñaron a trabajar, porque todo te lo dieron”, dice
Arturo, una mañana calurosa de viernes que almorzamos en el mercado de la
colonia Centenario, en el puesto de pescado de su amigo “Poncho Pescados”.
Fotos: Vanguardia/Marco Medina
Tú naciste completo, la mayoría nació
completo, es normal para ustedes bañarse, peinarse, todo, lo mismo yo. La
diferencia es que a mí me cuesta más trabajo”.
ARTURO MORALES HERRERA, VENDEDOR.
Con los días me daré cuanta
de que si algo ha hecho Arturo, además de buscarse la vida en los mercados
rodantes de la cuidad, son amigos, hartos amigos.
Arturo inclina la cara sobre
la mesa, abre la boca y alcanza con los dientes una de las gorditas rellenas
que hace rato compró a una vendedora trashumante de gorditas, jala del plato la
gordita hacia sí, la muerde y la engulle sin prisas.
Luego vuelve a inclinarse,
aprisiona con los dientes el borde de un vaso de unicel, lo levanta en el aire,
como un experimentado equilibrista, y da un sobro largo a la Pepsi Cola que
minutos antes le sirvió “Poncho Pescados”.
A Arturo hay que servirle el
refresco en el vaso, no es la etiqueta, es que le faltan los brazos.
“No me tomes, no me tomes”,
dice Arturo en tomo de súplica, cuando ve que enciendo mi videocámara y le
apunto.
Le pregunto por qué, me
responde que porque se puede prestar al morbo.
Desisto.
RISAS, SOLIDARIDAD Y AMISTAD
El carro que arrastra Arturo
con sus productos fue hecho por los locatarios del mercado, quienes lo valoran
y lo consideran un ejemplo a seguir:
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Me enseñaron el mundo real, no el mundo
imaginario. El mundo real es en el que vivimos, en el que tú te tienes que
acomodar a las cosas, las cosas no se tienen que acomodar a ti”.
ARTURO MORALES HERRERA, VENDEDOR.
De vez en cuando, los
comensales que comparten mesa con nosotros nos miran por el rabillo del ojo,
pero Arturo ni se entera.
Me da prurito, pero no puedo
evitar preguntarle a Arturo ¿cómo demonios es que un hombre sin brazos, sin
manos, como él, pueda bañarse, ponerse
la ropa, el desodorante, peinarse, lavarse los dientes, ir al inodoro, vender
aluminio en los mercados ambulantes?
Arturo responde como si le hubiera preguntado ¿cómo se
revuelve un café?
“Para mí son cosas normales,
como para ti. Tú naciste completo, la mayoría nació completo, es normal para
ustedes bañarse, peinarse, todo, lo mismo yo. La diferencia es que a mí me
cuesta más trabajo, por el hecho de que no tengo mis extremidades, nada más,
eso es lo único diferente. No es gran cosa de ‘ay, ¿cómo le hace?’,
sorprendidos. Es normal, para mí no es algo del otro mundo”.
Arturo vive solo en un pequeño
departamento de un multifamiliar en la colonia Hacienda Las Isabeles. Juana
Obregón, su "mamá adoptiva", le ayuda a lavar la ropa, le da comida y
lo lleva al doctor cuando se siente enfermo. Foto: Vanguardia/Marco Medina
Hay gente que tiene todo y es güevona,
no quiere trabajar. Mira, ahí va arrastrando con sus hombros y hay quien tiene
brazos, pies y no le echa ganas”.
ALEJANDRO, DEPENDIENTE.
“Normal”, dice Arturo y cada
vez que dice “normal”, a mí me da una punzada en las tripas, me jode.
Recuerdo que a los pocos días
de haberlo conocido, le pedí a Arturo que me llevara a su casa.
Quería saber, le dije, cómo
es vivir sin brazos.
Apenas llegamos a su pequeño
apartamento de un multifamiliar en la colonia Hacienda Las Isabeles –olvidé
decir que Arturo vive solo–, me abrió la puerta girando la manivela con un pie,
encendió el televisor de su cuarto con la boca y accionó con el pie el
ventilador de piso. Luego fue hasta la cocina y abrió con el pie el
refrigerador, después se sentó a la mesa y con la boca prendió su bocina USB.
Cantó Marisela.
Yo me quedé de a seis.
Una noche, en la soledad de
mi casa, intento saber qué se siente no tener brazos.
Apenas echo las manos hacia
atrás y las cruzo por la espalda, me viene el pánico y como un ataque de
histeria.
Concluyo: no sabría qué hacer
sin brazos.
Arturo sí lo sabe.
La mañana asfixiante que fui
a buscarlo al mercado de la Centenario para conocerlo y pedirle que me dejara
estar con él algunos días, lo vi descender de un taxi después que el chofer le
abrió la puerta y se acomidió a bajar varias cajas con mercancía.
En ese momento, el dueño de
una verdulería itinerante recogió las cajas del pavimento, las abrió y vacío su
contenido en dos guacales de plástico previamente enganchados con una cuerda,
como los vagones de un tren.
No se enfada. Aunque no sea un buen día,
Arturo acaba la jornada con risas. Foto: Vanguardia/Marco Medina
Ai pone su carrito enfrente y empieza a
vender su aluminio, su papel sanitario. Ai está el jovenazo, ejemplo de vida
para todos esos del fenómeno del suicidio que sucede en Saltillo”.
PROPIETARIO UN PUESTO AMBULANTE DE
GORDITAS.
Mira si serán buenas las
gentes del mercado que quieren a Arturo como si fuera de su casa, pensé.
Y me quedé turulato cuando vi
a aquel hombre sin brazos, con un cordón lazado a los hombros, que iba
arrastrando dos guacales por la calle y gritando, a todo pulmón, entre la marea
de marchantes del mercado:
“Papel aluminio, dos por 10”.
En el negocio de Arturo, sus
clientes se despachan solos: toman el papel aluminio del guacal y echan las
monedas en la cangurera que lleva Arturo colgada al cuello.
Arturo Morales Herrera no
necesita brazos para trabajar.
Foto: Vanguardia/Marco Medina
“Hay gente que tiene todo y
es güevona, no quiere trabajar. Mira, ahí va arrastrando con sus hombros y hay
quien tiene brazos, pies y no le echa ganas, prefieren la droga, la mariguana,
ser güevón más que nada”, me dijo Alejandro, el dependiente de un puesto de
queso fresco del mercado de la colonia Pueblo Insurgente.
Era martes.
Ese día Arturo iba tirando,
con su cordón lazado a los hombros, de un carro de lámina, bajo un sol
encabronado.
Ahora que lo pienso se me
pasó preguntarle a Arturo cuánto es que pesa su carrito de fierro, pero por la
forma en que lo he visto jadear y vaciarse por los poros, cada vez que sube
alguna calle empinada del mercado, calculo que un chingo.
Vida cotidiana. La única diferencia
entre alguien que está completo y Arturo es que a él le cuesta más trabajo
hacer algunas cosas, eso es todo, responde. Foto: Vanguardia/Marco Medina
Muchas veces vi Arturo sudar
la gota gorda yendo con su carro por los flacos corredores del tianguis de la
Pueblo Insurgente, gritando “aguas, aguas, ai voy”.
Yo me sentí un haragán, un
inútil, un fracasado con dos brazos.
“¿Nadie quiere comprarle
papel aluminio a Arturito dos por 10, bolsa pa la basura también a 10 pesitos?
Arturito vende papel aluminio y bolsas pa la basura. Corre y se va…”, voceó por
el megáfono el señor del puesto de la lotería y varias doñas que estaban
jugando se pararon a comprar.
Durante el tiempo que estaré
con él, sabré que Arturo tiene un medio de trasporte de su mercancía diferente
para cada día, en cada mercado:
Los viernes, en el mercado de
la Centenario, guacales de plástico; sábado y domingo, carro de tabla, en el
mercado Guayulera; martes, carro de lámina en Pueblo Insurgente; miércoles, de
nuevo guacales en el mercado Vista Hermosa; y jueves, carro de chapa en
Bellavista.
Sin privilegios. Arturo creció con la
idea de esforzarse. Desde niño estudió en escuelas donde los maestros eran tan
duros con él como con los otros alumnos. Foto: Vanguardia/Marco Medina
En cada mercado habrá siempre
un alma buena que se encargue de custodiar y tener listos los guacales o los
carritos, según sea el caso, pa cuando llegue Arturo.
La gentes del mercado me
cuentan que antes, cuando Arturo no tenía ni guacales ni carritos, recorría las
calles empujando con los pies, pateando, las cajas de mercancía.
Entonces sus amigos puesteros
y los líderes de los mercados se pusieron de acuerdo, apoquinaron para el
material y mandaron hacer el carro de madera y los dos carros de chapa.
Lalo, un comerciante de
aparatos electrodomésticos del mercado Bellavista, se aventó el jale.
“Se los regalamos, son
regalados”, me dice un jueves a mediodía que charlamos entre olores de
fritangas, changarros de ropa de usada, maniquíes nalgonas, frutas y acordes de
cueros, güiros, acordeones, cumbias colombianas.
Con los pies. Arturo utiliza los pies
para abrir las puertas, prender el ventilador, tomar apuntes y hasta para
cocinar. Foto: Vanguardia/Marco Medina
Así lo verá. A él no se le dificulta
nada. Es muy buen muchacho”.
JUANA OBREGÓN RANGEL, “MAMÁ ADOPTIVA”.
Es sábado en el mercado de la
Guayulera.
Otra jornada de trabajo con
Arturo.
La jornada de Arturo es así:
caminar de ida y vuelta, de ida vuelta, de ida y vuelta por calles y calles del
mercado, hasta vender toda la mercancía.
La jomada incluye que Arturo
se detenga casi en cada puesto por donde pasa; chacoteé y se ría un buen rato
con sus amigos comerciantes; compre unas gordas, unos tamales o se empuje un
agua de sandía con la señora de las aguas.
“Ora no me puedes decir nada,
no puedes andar de cábula. Mira, traigo escolta”, grita Arturo de repente al
encargado de un puesto de frutas.
Sus risotadas son un
estruendo por todo el mercado.
La primera vez que oí a
Arturo carcajearse, pensé, qué güevos los de este tipo, que nació sin brazos y
todavía se pitorrea.
Agradecido. En los mercados no batallas,
te haces amigo de mucha gente, no te mueres de hambre, las personas te echan la
mano, opina sobre su trabajo. Foto: Vanguardia/Marco Medina
“Sí, porque aquí conoces a
mucha gente, te haces amigo de mucha gente. Aquí no batallas, no te mueres de
hambre, cualquier persona te echa la mano, te ve trabajar y te echa la mano.
Aparte de que trabajo, me la paso padre”, dice.
“Es una persona que valoramos
mucho por su estado físico y porque no se deja. Tiene una actitud muy positiva”,
me dice Everardo Santamaría, el dueño del negocio donde surte Arturo.
Después de caminar y caminar
cuadras y cuadas de tendajones, entramos en una fonda donde Arturo acostumbra
descansar y comer algo.
“Ai pone su carrito enfrente
y empieza a vender su aluminio, su papel sanitario. Ai está el jovenazo,
ejemplo de vida para todos esos del fenómeno del suicidio que sucede en
Saltillo, ‘ay, me dejó la novia. Me quito la vida. Me dejó el novio’, quítate
la vida, aquí está un ejemplo de vida”, me dice el propietario de este
restaurante nómada de gordas y chescos.
En nuestro recorrido por el
kilométrico tianguis de la Guayulera, nos topamos a dos músicos urbanos de
vallenato, a un chavo en silla de ruedas que pide limosna para comprar
inhalables, a un señor que le da unas monedas a Arturo “pa que se eche un
refresco” y a Alejandra, la muchacha menudita, de sonrisa fácil, promotora de
una compañía de celulares, el amor imposible de Arturo.
Positivo. Los puesteros destacan la
actitud positiva y risueña de Arturo, es una persona muy valorada. Foto:
Vanguardia/Marco Medina
¿Qué piensas de Arturo?, le pregunto a la nena
“Un gran ejemplo a seguir”,
responde.
¿Qué te platica?
“De que si quiero ser su
novia y así”.
¿Y sí quieres?
“No, oiga, eso no lo vaya a
pasar”.
De chico, Arturo había
asistido a escuelas para gente normal en Monterrey.
Hizo la primaria en la
“Profesor Lauro Aguirre Espinosa”, la secundaria en la “Pedro María Anaya” y
estudió computación en el Centro de Capacitación Número 10.
Con los pies tomaba notas en
sus cuadernos –lo que es el instinto de supervivencia, pienso–, y escribía con
el gis en la boca cada que lo pasaban al pizarrón.
Su paso por las aulas de
clase transcurrió sin privilegios ni canonjías.
Sus maestros eran tan duros
con sus compañeros como con él. Nada de que “ay, pobrecito el discapacitado”,
ni esas niñerías.
Nunca fue muy bueno en las
matemáticas.
Entonces Los Altos, donde
vivía Arturo, era una colonia de tejabanes y pandilleros; sin pavimento ni
cloacas y con una toma comunitaria de agua.
Buen muchacho. Prefiere el trabajo a
andar de holgazán. Foto: Vanguardia/Marco Medina
Arturo habla poco de sí mismo.
Sólo dice que tiene cuatro hermanos, sus padres, muchos amigos; jura que nunca
se ha enculado de una mujer y su infancia fue normal.
“Me enseñaron a trabajar desde un principio. Nunca me dijeron
‘ay, pobrecito, yo te doy, yo te tengo’. Me enseñaron el mundo real, no el
mundo imaginario. El mundo real es en el que vivimos, en el que tú te tienes
que acomodar a las cosas, las cosas no se tienen que acomodar a ti. O sea, a lo
fácil no”.
Al principio Arturo era el
nene sobreprotegido de sus viejos.
Su mundo se limitaba a la
casa, la escuela y la cuadra y media que lo separaba de donde vivía su abuela.
¿Cuándo te soltaron?, le pregunto.
No, me solté yo solito,
responde con una de sus eternas risotadas.
Un día, a sus 19 años, un
señor ya grande, dice, lo enseñó:
“‘Es que tú puedes trabajar’, le dije ‘sí’, dice
‘¿entonces por qué no lo haces?’, le digo ‘porque no he tenido la facilidad con
quién ni de contactarme con gente’”.
Comenzó vendiendo diarios en
el centro de Monterrey.
Aprendió a andar en la calle,
a trasladarse en camión, sin brazos para sostenerse.
Tiempo después, la gente de
Saltillo se quedó boquiabierta cuando vio en los cruceros a un hombre sin
brazos que empujaba un diablito rebosante de periódicos del día.
Después vino lo de los
mercados.
“Amá”, grita Arturo mientras
entramos en el solar de una casa de la colonia Isabel Amalia, en la que, dice,
llegó a vivir por primera vez cuando se mudó de Monterrey a Saltillo para
trabajar, hace unos 11 años.
“¿Eh?”, responde una voz
femenina desde adentro.
Arturo me ha traído aquí
porque quiere que conozca a Juana Obregón Rangel, su mamá adoptiva, la que le
lava la ropa, le da comer, lo lleva al doctor cuando se enferma, baila con él
en las fiestas y le cuida el carrito de lámina que usa para vender su aluminio
en el mercado de la Pueblo Insurgente.
'Aparte de que trabajo, me la paso padre'. Foto:
Vanguardia/Marco Medina
Meneaba el huevo con el pie. No, si le
digo que este señor hace unas cosas que uno…”.
JUANA OBREGÓN RANGEL, “MAMÁ ADOPTIVA”.
Arturo viene sudoroso y pide
a su mamá Juana le traiga agua.
La señora atraviesa la
cortina de trapo de un cuarto de block y a su regreso la miro dándole de beber
agua en la boca a Arturo de un vaso grande.
“Así lo verá. A él no se le
dificulta nada. Es muy buen muchacho”, dice la mujer.
¿Qué siente de que le diga mamá?
“Muy bonito”.
Otra mañana que le hago una
visita inesperada, Juana me cuenta de la vez que ella andaba ayudando a Arturo
a tapar una gotera en el techo de su cuarto, necesitaba un ladrillo, Arturo lo
agarró con el píe y se lo pasó.
Arturo tenía su parrillita,
donde montaba una cacerola que Juana le prestaba, y se ponía freír huevos con
el pie, para el desayuno.
“Meneaba el huevo con el pie.
No, si le digo que este señor hace unas cosas que uno…”, me dice doña Juana.
Y cuando vivía en casa de
Juana a Arturo le gustaba jugar dominó y
lotería con ella y su cuñada.
“Como un pollito. Haga de
cuenta que agarraba las fichas con la boca y las ponía”.
Pero una tarde que lo
acompaño a tomar el colectivo, después de terminar su jornada en el mercado de
la Centenario, Arturo me confía que tiene problemas con algunos choferes de
rutas urbanas que se niegan a ayudarle a sacar la tarjeta de prepago de su
cangurera y pasarla por la maquina contadora.
Es un ejemplo a seguir, dice Alejandra,
el amor imposible de Arturo. Foto: Vanguardia/Marco Medina
“Una vez le dije a un chofer,
‘saca la tarjeta de aquí y pásala, por favor’, dijo ‘yo no soy tu gato’”.
A mí se me revolvió el
estómago del coraje con la anécdota. Miércoles, nublado, como a las 11:00.
Desayunamos en un puesto de
comidas del mercado Vista Hermosa.
De pronto, me quedo mirando
un colguije en forma de “T” que Arturo lleva en el pecho.
Dice que es una Tau y que la
usa desde que se hizo alvernista (movimiento inspirado en San Francisco de
Asís, su espiritualidad y su acción apostólica), después que decidió acercarse
a Dios y dejarle a Él las cargas que Arturo no puede sostener sin sus brazos.
¿Vas a la iglesia?
“Sí, bueno de vez en cuando,
pero sí voy”.
¿Y qué le pides a Dios?
“Pos nomás que me eche la
mano, nomás. Seguir adelante”.
Hoy ha sido uno de esos días
malos en el mercado de la Vista Hermosa.
Hubo poca gente y a Arturo se
le quedó más de la mitad de su mercancía.
Pero él no se enfada ni
putea, al contrario se ríe, se ríe, se ríe…
(VANGUARDIA/
SÁBADO, SEPTIEMBRE 30, 2017 - 07:00)
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