CIUDAD DE MÉXICO
(proceso.com.mx).- MARTES 19 DE
SEPTIEMBRE
A mi madre le aterrorizan los
temblores. Es por eso que mis papás decidieron vivir en el sur de la ciudad,
donde los movimientos de las placas tectónicas se sienten menos.
El día 19 de septiembre, yo
tomaba una siesta. El techo de mi casa es un domo que cruje cuando se calienta
y se enfría, cuando llueve o hay viento, pero sobre todo cuando está a punto de
temblar. En ese momento cruje estrepitosamente, como si se fuera a caer.
Desperté abruptamente a la par de los gritos de mi madre: “¡Emilia, está
temblando!”. Bajé corriendo las escaleras esperando que mi mamá bajara también
para salir al patio común del condominio, pero en vez de eso corrió a su cuarto
gritando: “¡Triángulo de la vida!”. La amiga con la que ella estaba trabajando
y yo la seguimos. En cuanto entramos mi madre se tiró al suelo junto a su cama
y su amiga a su lado.
Para ese momento el temblor
estaba agarrando fuerza y lo único que pudo hacer mi cuerpo fue abalanzarse
encima de ellas para protegerlas de algún vidrio que pudiera caer. Esperamos
unos minutos que parecieron horas mientras los floreros, cuadros y espejos se
caían del otro lado del cuarto. Cuando terminó, salimos de casa entre lágrimas
de mi madre y alaridos de las personas de mi condominio. En ese momento no
podía ni imaginar la dimensión que tomaría el suceso.
Dedicamos las siguientes
horas a verificar que nuestro círculo cercano se encontrara bien. Mi madre no
dejó que saliera de casa por miedo a que me pasara algo, pero ese día comencé a
formar una brigada con mis amigos para salir al despuntar el alba.
MIÉRCOLES 20 DE SEPTIEMBRE
Me reuní con tres amigos en
el Centro de Tlalpan. Pasamos al súper a comprar víveres, llevarlos a CU y
formar parte de alguna de las brigadas.
Esperamos un largo rato a que
nos asignaran, pero al no obtener respuesta decidimos partir por nuestra cuenta
hacia Xochimilco, donde a través de las redes sociales nos enteramos que no
había llegado ayuda de ningún tipo.
Para este momento éramos una
brigada de cinco. Caminamos por Insurgentes y una pareja en una camioneta se
detuvo delante de nosotros y nos ofreció llevarnos hasta Tepepan. Ellos iban a
ver a su hijo que estaba de brigadista en Coapa y nos desearon mucha suerte.
Al llegar a La Noria nos
subimos a otra camioneta, de un par de jóvenes que iban a ayudar, ella con los
dos tendones de la rodilla rotos. Después de varias horas de camino llegamos a
Santa Cruz, Xochimilco (el pueblo anterior a San Gregorio) donde nos pidieron
ayuda. Nos dijeron que todo se estaba yendo a San Gregorio y que a ellos
también se les habían caído sus casas. Decidimos quedarnos ahí.
Cargados de palas, cascos,
guantes y herramientas recorrimos las calles levantando escombros y tirando
bardas que corrían peligro de derribar muros. Un señor sugirió ir a las
chinampas.
Para llegar, atravesamos un
campo enorme lleno de invernaderos, donde había una casa totalmente derrumbada,
de la que se asomaban peluches, muñecos, fotos. Ahí se encontraban seis
personas intentando derrumbar los cimientos que quedaban, junto con el dueño de
la casa y sus dos hijos. Entre todos tiramos lo que seguía en pie y apilamos
los escombros para intentar salvar lo que quedaba debajo de ellos.
Era impresionante ver cómo
los hijos adolescentes rescataban sus cuadernos escolares y reían. Pese a todo
el dolor nos agradecían por ayudarlos a derrumbar lo que quedaba de su hogar.
Salimos de ahí con el corazón
apretado y emprendimos el largo regreso a casa.
JUEVES 21 DE SEPTIEMBRE
Pasamos el día entero en el
centro de acopio de Villa Olímpica y vaciamos totalmente una bodega repleta de
víveres, mandándolos a todos los puntos donde se necesitaban. Decidimos que al
día siguiente partiríamos a Morelos.
Después de largas horas de
discusión en un grupo de WhatsApp en el que se unieron amigos de amigos,
decidimos que iríamos al albergue y centro de acopio ubicado en el Hotel
Montecarlo de Jojutla, Morelos. Ahí teníamos el contacto de una doctora
voluntaria que nos aseguró que faltaba mucha ayuda.
VIERNES 22 DE SEPTIEMBRE
Salimos en una caravana de
siete coches rumbo a Morelos. A la mitad del camino descubrimos que no todos
queríamos ir al mismo lugar y nos separamos. Después de casi seis horas de
carretera cerrada, vueltas, calor y tránsito pesado logramos llegar a nuestro
destino a las seis de la tarde. Nos recibieron los coordinadores y la doctora,
quienes nos organizaron en dos grupos: médicos y voluntarios. Nos dijeron que
las brigadas no salían de noche, pues los caminos estaban dañados, no había luz
y podía resultar peligroso, así que los voluntarios nos dedicaríamos a
organizar la bodega del centro de acopio a la que no dejaban de llegar cosas. A
la mañana siguiente transportaríamos los víveres a los lugares que nos
indicaran los guías que conocían la zona. Los médicos, por su parte, saldrían
en brigadas cuando se pudiera para brindar servicio a las comunidades.
A la hora de cenar volvimos a
encontrar a nuestros médicos, empapados. Nos contaron que entraban a cada casa
a dar atención médica y junto con ellos un político que iba haciendo campaña se
acreditaba la ayuda. Como no estuvieron de acuerdo se separaron del grupo y
comenzaron a dar consultas por su cuenta. Regresaron bastante satisfechos con
su trabajo aunque con una espinita por el incidente proselitista.
SÁBADO 23 DE SEPTIEMBRE
Nos despertamos al alba y
esperamos algunas horas a que nos dijeran qué hacer. No había comida ni para
los voluntarios ni para los brigadistas y nadie podía indicarnos dónde comprar
cerca.
Avisamos de nuestra
disposición. Éramos 10 voluntarios y ocho médicos.
Mientras tanto nos pusimos a
organizar la bodega. Mi trabajo consistía en anotar cuántas bolsas de víveres
se hacían y cuántas salían. El coordinador me había dicho que nadie más que él
podía darme instrucciones de entregarlas.
En lo que trabajábamos, a
varios de nosotros nos llegó información de que las despensas se estaban
utilizando para hacer campaña política, tal como nos lo habían advertido
nuestro compañeros médicos. Comenzó a crecer entre nosotros un aire de duda y
enojo. Decidimos marcar cada una de las bolsas con la leyenda “donación
voluntaria”, y tachamos todos los códigos de barra.
Un rato después llegó un
señor a exigirme que le diera tres bolsas de despensa. Al decirle que necesitaba
la autorización del coordinador comenzó a gritarme prepotentemente. Yo le pedí
que no me hablara de esa forma. Éste comenzó a enojarse cada vez más. Me gritó
que él era el administrador del hotel, que gracias a él disponíamos del espacio
y me arrebató las bolsas.
Llegó el coordinador y
amablemente explicó la situación. Muy enojada le dije que esa no era la forma
de hablarle a nadie y mucho menos a los voluntarios que estábamos ahí para
ayudar.
El administrador recapacitó y
me pidió disculpas. Me explicó que estaba muy estresado porque Televisa había
dicho que los acopios de ese centro no se estaban entregando a las personas que
lo necesitaban.
Un rato después nos mandaron
en una brigada de cuatro autos a La Tigra y El Estudiante. Cuando llegamos
descubrimos que los pueblos estaban sobreabastecidos, que los militares ya
estaban ahí y nuestra ayuda no era requerida.
Buscamos por nuestra cuenta
otro lugar y llegamos a Tlatenchi. Ahí, un profesor de la SEP nos dijo que la
ayuda no estaba llegando hacia ese lado del estado y que habían muchos pueblos
más lejos donde de verdad se necesitaba la asistencia. Como no teníamos un guía
decidimos llevar la información al albergue para que desde ahí pudieran mandar
más gente capacitada.
Después de estar un par de
horas entregando despensas y brindando atención médica decidimos volver al
hotel. Mientras, los compañeros que se habían quedado nos avisaron que estaban
encontrando varias lonas pertenecientes al PRI. Confundidos y entristecidos por
la sospecha de una alianza entre nuestra labor y el partido político, decidimos
terminar nuestra colaboración ahí. Volvimos a recoger a los integrantes de
nuestra caravana, nos despedimos del coordinador, le informamos todo lo que
habíamos visto, y partimos.
El 19 de septiembre de 2017
cambió mi vida radicalmente. Me di cuenta de que la sociedad civil organizada
puede hacer cosas grandes, que somos un pueblo de gente solidaria y amorosa que
en momentos críticos puede dar todo de sí para ayudar a los que lo necesitan.
Reforcé mi idea de que hay personas, aunque sean pocas, que utilizan su poder
para sacar provecho de las situaciones. Es muy triste y desconcertante, pero
estoy segura de que somos más los de buenas intenciones.
Aún queda mucho por hacer.
Necesitamos reconstruir lo caído y apoyar a los damnificados hasta que puedan
retomar sus vidas, que nunca serán las mismas. Fuerza México, juntos podemos
salir adelante, como lo hemos hecho en repetidas ocasiones. No es momento de
olvidar y continuar como si nada hubiera pasado, la amnesia colectiva no tendrá
lugar ahora ni en el futuro.
Esta es la cuarta crónica de
una serie de ocho (más un par de poemas), recopiladas por Indira Cato,
colaboradora de estas páginas, para compartirlas con los lectores de la agencia
apro y de proceso.com.mx. Cada texto se irá publicando día por día. La autora
del presente texto es Emilia Baksht, de 26 años, egresada de Comunicación
social de la UAM-Xochimilco, e hizo una especialización en Educación integral
de la sexualidad en la Universidad Pedagógica Nacional.
(PROCESO/ CRÓNICA/ LA REDACCIÓN /7 OCTUBRE, 2017)
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