Dejó a su esposo porque la
golpeaba. Pasaba mucho tiempo en los negocios, de viaje, en destinos que ella
desconocía. Tampoco sabía exactamente qué lo llevaba tan lejos y lo hacía
llegar con tantos billetes, pero transformado en un orate poderoso y temido.
Todo era que estuviera en casa, de regreso de esos traslados, y sus amigos y
socios estaban ahí, festejando no sé qué y bebiendo durante varios días y
metiéndose de todo.
Así, con esa efusividad, la
maltrataba. Por lo que veía y lo que no. Lo que sospechaba y lo que le decían.
Ella, mujer guapa y de buenos modos, se dedicaba a sus hijos. Solo salía para
visitar a su familia e ir de compras. Fueron tantos golpes como mapas malvas en
su rostro, vacíos a los que podía uno asomarse para ver la maldad y el
nacimiento de las lágrimas, que optó por dejarlo.
Se puso a trabajar en el área
de ventas de un supermercado. Apenas sacaba para ella y sus hijos y otro poco
que le daban sus padres. En esos pasillos, dio con él: arquitecto, alto, bien
parecido, de barba cerrada y delineada, ojos pispiretos y buen porte. Ella
llegó a ofrecerle las latas de comida que promovía. Él no vio la lata ni la
marca ni el precio ni las ofertas ni escuchó de su boca la promoción En la
compra de uno, se lleva… la vio a ella, intacta y diáfana, flotando, con un
aura brillante y celestial, y una voz de piano y violines. Le preguntó cómo te
llamas. Tomó dos de esas latas que le ofrecía y aprovechó para rozar sus dedos
tibios y tersos.
Terminó pidiéndole su
teléfono y preguntándole si podían verse de nuevo. La relación creció tanto que
le dio ropa y dinero. Tanto que la fiesta de quince años de su hija él la
patrocinó: fastuosa, de vestido largo y a rastras, blanco y de arreglos claros,
colgajes brillantes, cena de tres tiempos y banda orquesta. Él no tiró la casa
por la ventana, sino construyó otra al remodelar la que tenían y quebró para
siempre esa ventana que daba al pasado de ella.
La vida era rosa y roja, por
el romanticismo, la buena vida, esa tranquilidad y certidumbre, a lo que se
sumó la pasión de brasas e incendio descomunal. Todo era felicidad y ardor,
músculos encendidos siempre y automáticos. El edén instalado en esa casa que ya
era hogar y sucursal del futuro. Si existía la inmortalidad, era esa, ella,
ellos y todo a sus alrededores.
Un día, cuando ella salía del
trabajo con esa sonrisa de barco trasatlántico, la abordaron cuatro hombres y
la subieron a un vehículo. Dos días después apareció semidesnuda, con un tiro
en la nuca y huellas de tortura. Él preguntó por ella, indagó y traspasó con
sus gritos y llanto los linderos. Apareció muerto a la semana y junto a él un
epitafio escrito en cartulina: por meterse con casadas.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 8 mayo, 2016)
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