La reportera les anunció a
sus compañeros periodistas que iba a participar en un foro internacional, y que
quería denunciar las condiciones en que realizaban sus labores en los medios de
comunicación, las amenazas del narco, los malos tratos en que incurren las
empresas, la desprotección generalizada, la censura, las desapariciones y
asesinatos. Y preguntó a quienes la oían, qué quieren que lleve.
Ella se refería a si tenían
alguna propuesta o caso que ellos querían que denunciara. Si les interesaba que
tocaran alguna idea sobre la forma en que realizaban sus trabajos
periodísticos, la actitud del jefe de la policía en sus tratos con los
reporteros, la corrupción, los abusos, etcétera. Uno de los reporteros, quizá
el más joven pero igualmente aguerrido, le respondió en seco y con dos
palabras:
UNA PISTOLA
Ella se le quedó viendo,
azorada. Todos guardaron silencio. Miraban a uno y otro, expectantes. Ella
respondió que no. Ni la voy a conseguir ni voy a permitir que alguien me
proporcione un arma ni la voy a llevar y mucho menos la voy a usar. El silencio
se hizo brumoso: todos estaban ahí, dentro de ese ambiente que parecía noria
seca, abandonada y negra, en la que no se veían ni se tocaban, solo se sentía
la tensión, el temblor de las extremidades, los ojos bailando y sin moverse del
centro de las cavidades.
Venían de enterrar amigos. De
ráfagas cuyas balas pasaban muy cerca. Muchos sepelios juntos, todos ellos
dolorosos y algunos muy profundos y desgarradores, en esos días. Activistas
ahorcados, en homicidios vestidos de asalto, periodistas desaparecidos, una
reportera abusada sexualmente y luego ultimada a tiros. Y ellos ahí, sentados
en círculo, atrapados en una vorágine de sangre y muerte, de miedo y ojos
quebrados por el insomnio. Saldos de sostenerle la mirada a la señora de la
guadaña, que pasa a distancia de hormiga, pero pasa de largo.
Tas pendejo. Cómo se te
ocurre proponerme una pistola, güey. Es cierto que están duros los chingazos,
que nos duelen los compañeros muertos, pero no podemos hacer lo mismo que
ellos: matar, vengarnos, hacer justicia por mano propia. Entiendo que estamos
todos encabronados, impotentes, pero no creo que esta sea la solución. Además,
qué puedes hacer con una pistolita si ellos usan cuernos de chivo y
aerrequince. Pos nada.
El joven aludido escuchó con
atención. Se sacó las manos de las bolsas del pantalón y dijo que el arma no la
usaría para defenderse. Explicó. Lo hizo con una parsimonia de tortuga y una
claridad científica: ese día que vengan por mí, no me van a llevar… la pistola
la quiero para salvarme, para pegarme un tiro antes de permitir que me lleven.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 22 mayo, 2016)
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