Los vieron entrar a la ciudad
por donde ingresan los perros, como les llaman a los del bando enemigo. Por eso
les llamó la atención, les pareció sospechoso y al final concluyeron que era
uno de ellos.
Por radios y teléfonos
celulares les avisaron a otros y la voz de alerta se fue esparciendo, hasta que
eran muchos los que lo buscaban: una camioneta roja, al menos con un hombre a
bordo, va en chingamadriza por la calle de atrás del panteón.
La buscaron en las calles del
centro, alrededor de la plaza principal, por los anchos bulevares. Uno de los
jefes se topó con él, de mera casualidad, en un crucero. Tomó el radio.
Informó: aquí va, por la calle central, parece que va a tomar la carretera a
Culiacán, lo voy a seguir.
Iba en su minicúper, recién
estrenado. Le puso cola y puso a prueba su vehículo de lujo. Les volvió a
hablar a su clica cuando vio el velocímetro y se dio cuenta que nadie llegaba a
apoyarlo en la persecución: la noche era densa y parecía haberse sentado en la
carretera para repartir brumosas nubes grises y él mantenía los ciento sesenta
kilómetros por hora y no podía alcanzar al de la camioneta. Poca visibilidad.
Qué pasa cabrones. Nadie llega.
Después de la ruidosa
estática se escuchó la voz de uno de sus subordinados. Lo vamos a atorar
adelante, en La cuclilla. Le bajó dos rayitas al estrés y confió en que esa iba
a ser una buena medida. Atravesaron un trailer en la carretera. A güevo iba a
tener que pararse. Hombres armados estarían en el lugar, listos para disparar.
El de la camioneta se supo
perseguido y puso atención al camino. Hizo catorce llamadas a sus amigos culichis, pero le ganaba la
desesperación. Vio a lo lejos el camión atravesado y también a los hombres
armados, de negro, encapuchados y encuernados. Di un viraje policiaco y agarró
pal monte: brincoteo, volteretas y luego se estrelló, entre ramas y esa espesa
neblina oscura. El del minicúper no tuvo mejor suerte. Perdió de vista el
trailer y no pudo bajar la velocidad a tiempo. Se estrelló de frente. Cuando lo
sacaron parecía gelatina que no alcanzó a fraguar.
Ni se acordaron del
desconocido de la camioneta. Se apuraron a auxiliarlo, pidieron ayuda para llevarlo
al hospital y al ratito llegaron los de la policía federal. Cuando vieron al de
la camioneta y éste les dijo quién era, le recomendaron que se pelara porque
ellos no querían problemas. Llegaron tres vehículos de su bando y se lo
llevaron a toda velocidad. Golpes mínimos, tres cortadas, un labio partido y un
chichón en la frente.
No supieron esos, que ese
desconocido era hijo de un jefe, de su mismo bando. Menos lo sabría el que lo
persiguió en el minicúper, quien esos días se estrenaba como jefe en esa ciudad
y no llegaría al hospital.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER VALDEZ/ 6
marzo, 2016)
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