Dejaron las llaves en el
librero. No pensaron en nada, solo en entrelazar las piernas, expropiar
espaldas y labios, y nadar en la oscuridad de ese cuartito de tres por cuatro,
ubicado al fondo. Todo en silencio, sin quejidos ni alaridos ni palabras obscenas.
Despacio y alocadamente: a tientas, andando los caminos que conocían de memoria
y que siempre eran nuevos. Así se reencontraban cada noche, como los recién
casados que eran.
Vivían en la casa de la
abuela, no podían más. Ahí compartían los espacios con dos primos. Ella era una
profesionista, le iba bien como nutrióloga. No le pagaban lo que quería. Algo
es algo, repetía, en cada quincena, cada bono de productividad y puntualidad,
cada dinero extra cuando atendía pacientes por su cuenta.
Él a ratos en el subempleo y
a ratos con trabajos que le dejaban más o menos llenos los bolsillos, esos que
luego luego exprimía con tantos gastos. Ni queriendo, habían podido ahorrar
para comprar una casa. Pero lograron, en un golpe de suerte y con chambas
extraordinarias, juntar algo y comprarse un carro. Era un compacto chico,
suficiente para dos que se amaban y a quienes no les importaba la vida precaria
ni el sudor en la frente: piel roja, irritada, gotas de sangre en esos
desvelos, tantos músculos erguidos y tensos, y ese sacrificio sin manecillas.
Dejaron las llaves en el
librero, junto a la tele. Los primos a veces llegan tarde y en ocasiones
borrachos, pero son tranquilos. Esa noche llegaron sigilosos, algo cuchichearon
y salieron de ahí. Evitaron que las llaves chocaran entre sí y con el llavero
grueso, para no hacer ruido.
A la mañana siguiente, el
carrito estaba ahí. Ellos se disponían a salir cuando les cayeron dos patrullas
de la policía. Lo subieron a él y le gritaban que ya sabían en qué andaba. Que
andar de matón era malo, pero era peor ser secuestrador. Se lo llevaron y a los
dos días lo presentaron en una conferencia de prensa. Líder de una banda de
secuestradores es detenido por la policía. Hay otros dos, dijo el procurador.
Están identificados. Dos primos.
Él no dijo nada frente a los
periodistas. Los golpes, la electricidad en los güevos, la bolsa de plástico en
la cabeza, le decían que no debía abrir la boca. Firmó algo que no leyó y que
seguro eran puras mentiras. Gacho, flácido y con moretones escondidos.
Desvelado y con ojeras como sábanas negras, recibió flachazos y potentes luces
lanzados por las cámaras de televisión. Le preguntaron cosas que no respondió.
Y salió de ahí jalado por esos polis de negro, capucha y casco.
A los días supo. Sus primos
eran eso, secuestradores. Por miles de dólares habían liberado a ese niño. Lo
bueno es que estaba vivo.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 20 diciembre, 2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario