Le decían Lic para acá, Lic
para allá. Andaba armado: una escuadra, en una cangurera discreta. Chaparro,
moreno, ex militar y con muchos contactos en el gobierno, la policía y la
mafia. Iba y venía con información, era puente de comunicación entre unos y otros,
y resolvía asuntos con esa labia puntiaguda, ágil, prudente, filosa y con
movimientos cargados a la izquierda.
Un caballero en la mesa. Pero
a la hora de agarrar los cuchillos, era rápido y eficaz. Igual pasaba con los
genitales y sus calenturientos movimientos. Tenía una mujer en cada colonia y a
esas había que agregar las que arremangaba en su despacho, otras abogadas que
conocía y una que otra cliente que metió bajo su cremallera.
Dicen que de ahí le vino la
bronca. También dicen que no. Lo cierto es que su vida era como una licuadora,
cuyo botón solo sabía moverse en máxima velocidad. Un día preguntaron por él.
Te anda buscando El señor. Él identificaba a los patrones con claves que solo
sus allegados conocían: el corto, el alto, el del séptimo mes, el manolarga, el
patón, el pilichi, el ponteduro. Pero ese que lo estaba llamando era pesado y
cabrón. Con c mayúscula.
Puso los ojos como de canica
gorda. Se frotó las manos. Dos minutos de un silencio sin respiración, cuatro
pasos para adelante y otros cuatro para atrás. Preguntó a su interlocutor si
sabía para qué lo querían. No sé, respondió. Fue un no sé cortante, de esos que
ocultan bajo lengua una verdad oscura e inminente. No, no sé. Le dijo a su
secretaria que sacara los papeles del expediente que tenía pendiente porque
iban a pasar por él otras personas. Le preguntó sobre las citas de ese día.
Cancélalas. Se despidió con un nos vemos mañana, tengo que salir de la ciudad.
Agarró la camioneta Lobo, a
la que solo se trepaba de un brinco. La prendió y se fue. Dicen, ahí, cerca del
pueblo, que sus gritos se escuchaban: que salían del monte como chanates
despavoridos, que lloró como ardilla huyendo del incendiado maizal, que pidió
perdón como si tuviera a Cristo arriba, en la cruz, frente a él. Alguien le
preguntaba con voz fuerte, de esas cuyas palabras se quiebran antes de golpear
el aire. Le reclamaba, volvía a preguntar y luego le decía que no era posible
tolerar tantas pendejadas y en tan poco tiempo.
Luego unos disparos. Luego el
silencio y una calma que no puede creerse ni engullirse. Nadie lo buscó ni al
día siguiente ni al siguiente ni al siguiente. Un amigo, de esos de la escuela,
supo que estaba desaparecido. Fue a una cita, cerca de la ciudad. Se despidió
normal y ya no regresó. La policía, le dijo su secretaria cuando cerraba el
despacho, ya sin nadie, solo encontró la Lobo a la orilla de un camino. Tenía
las luces prendidas y en el estéreo se escuchaba una y otra vez un
narcocorrido.
(RIODOCE/COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 6 diciembre, 2015)
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