Para
Javier Leonel. Gracias por llegar.
Llegó
el enviado del Señor y le dijo que el jefe estaba encabronado por los recientes
jales fallidos: un barco asegurado con cocaína, los dólares que el ejército les
decomisó en una de las casas de seguridad, y unas armas que les quitaron en un
retén de la federal. El jefe está emputado, le repitió. Tanto que quiere que te
vayas.
Era
eso, irse, o ser castigado. El castigo podía ser la congeladora, un estado de
inactividad hasta que el Señor dé instrucciones para que regrese. La otra opción
era que se fuera de la ciudad, del estado o quizá del país. Indefinidamente.
Aceptó la segunda. Pensó en sus hijos, su esposa, las propiedades, los negocios
y esa ciudad en la que había nacido, que tanto le gustaba y donde se sentía
seguro.
Había
lavado dinero, enviado muchas pacas de dólares a otras regiones del país y no
tan numerosos lotes de armas. Lo hizo en vehículos modestos, de esos que no
llaman mucho la atención, pero que tienen motor alterado por si hay
persecución. Clavos por aquí y por allá para guardar los paquetes, incluso
polvo. Perfil bajo: pocos lo conocían y la mayoría lo ubicaba como un
empresario serio y próspero, sin ningún ligue con la malandrinada. Con ese
traje oscuro y esa corbata roja, daba el gatazo y apantallaba.
Pero
se le estaba acabando el corrido. Tal vez iba a tener que vender algunas de sus
propiedades y empresas. El enviado aquel le dijo que dependía del jefe, pero
que si por él fuera ahí mismo lo trozaba y le quemaba las bodegas. Pero me
conformo con que te largues a chingar a tu madre a otro lado. Mañana, a esta
hora, ya no debes estar aquí. Si te vuelvo a ver, te doy pabajo.
Eso
sí. Tomó algo de ropa, no mucho. Reservó un vuelo a donde fuera y avisó a su
esposa e hijos: es un viaje de última hora, algo de emergencia por un asunto
que salió mal. Su esposa lo escuchó atenta. Le nació una cordillera entre cejas
y en el mentón. No dejó que nacieran lágrimas. Abrazó a su esposo y lo besó.
Despídanse, les dijo a los hijos.
Desde
entonces su esposa y los niños andaban por su cuenta, a escondidas. A ratos en
una casa y luego en otra ciudad. Vida de sótano. Uno de ellos está frente a la
compu. Aplasta con desgano las teclas. Escribe un correo electrónico a un
amigo. Ei gué, ando bien bajoneado. Me agüita mucho que mi papá esté lejos,
hace buen rato que no veo al viejo. Estoy triste, bato. Neta de netas. Ayer
estábamos en Mazatlán y hoy tuvimos que salir en chinga a otro lado. No te
puedo decir. Dice mi amá que por seguridad. No hay escuela ni amigos. El resto
de la familia quién sabe.
Qué
le dirías, si lo vieras ahorita. Le preguntó. Nada. No sé. Te extraño, papá.
(RIODOCE/COLUMNA
“MALAYERBA” DE Javier Valdez/ 2 agosto, 2015)
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