Raúl le dijo vamos a Altata. Nos echamos unas heladas y ojalá
consigamos unas morras para invitarlas a comer. Su compadre Víctor le
respondió ta bueno, me gusta la idea. Hace rato que no vamos al mar,
además tengo ganas de salir, de ver morras y si se puede a lo mejor
pescamos algo.
Quedaron de verse en la casa de Víctor. El compadre llegó en la ram
roja y Víctor salió de la casa con una mochila pequeña al hombro y un
fusil automático amarrado a la derecha. Raúl levantó los brazos,
renegando. Cuando se subió a la camioneta espetó: qué pasó compa, pa que
lleva esos fierros. Nada, no te preocupes. Es puro cotorreo.
Víctor había sido agente. No era de los uniformados, de los que
andaban como maniquís en las cajas traseras de las patrullas: monos con
casco, rodilleras, forrados de fornituras y encapuchados, cual desfile
del día de la independencia. Él era policía investigador, adscrito a una
de la unidad especial contra el robo de vehículos.
No más por gusto, bato. Porque me encantan estos fierros. Además,
este chanate es mío. la poli me da cuernos, los getrés. Pero este es mío
y la neta me gusta traerlo para todos lados y aunque ahora ando franco
me lo quiero llevar al mar, a pasearlo, pa lo que se ofrezca.
Su compadre pujó. Odiaba las armas, les temía. Era su compadre pero
eso de la ministerial, de las investigaciones, los enfrentamientos,
homicidios, operativos, retenes, le ponían los pelos de punta. Tan solo
el ulular hacía que se le entiesaran los músculos. Aceptó que lo subiera
porque andaba de buen humor y porque tenían mucho sin verse.
Enfilaron al mar. Hicieron llamadas y las morras les quedaron mal.
Llenaron la yelera de tecates laig y le cayeron al restaurante del
Monchi. Ceviche, aguachile, ostiones y para terminar un pargo
zarandeado. Les ofrecieron un flan casero que apenas probaron porque
preferían combinar aquellos alimentos con la amargura helada de la
cerveza.
Pagaron la cuenta. Optaron por sentarse frente al mar. Los abrazó la
brisa, el sonido de las olas al anegar la arena. Caminaron diecisiete
pasos y decidieron regresar antes de que la peda los alcanzara. Cinco y
cinco botes en cada panza, jugando con otros fluidos intestinos. El
sonido de un guasap en el cel distrajo un poco a Raúl y no se dio cuenta
de una silverado que le salió al paso.
El golpe fue en el lado izquierdo de la ram. De la silverado bajó un
hombre de mezclilla y sombrero. De lejos les preguntó si estaban bien,
pero para entonces Víctor ya estaba encabronado por el frenón y el golpe
de su frente en el cristal. Bajó con el fusil y en cuanto lo vio el
ensombrerado se subió a la camioneta y salió huyendo.
La ram ni prendió. Raúl vio a su compadre. Sin morras, sin camioneta. No pudiste dejar el pinche fierro, verdad.
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