Ante una Iglesia que se
halla empantanada en el descrédito, el cónclave reunido actualmente en Roma
deberá elegir muy bien al próximo Papa católico, pues los retos del sucesor de
Benedicto XVI no serán menores ni tersos. Los crímenes sexuales cometidos por
sacerdotes, la ordenación de mujeres, el celibato sacerdotal, el fin de la
supuesta infalibilidad papal, las bodas homosexuales… Ya son muchos los asuntos
que religiosos y vaticanistas han puesto sobre la mesa en esta coyuntura, una
de las más estremecedoras y cismáticas desde la fundación de la Iglesia
católica.
Anne Marie Mergier/Proceso
PARÍS (Proceso).- “Mientras más tiempo duren las congregaciones, mejor será
el cónclave”, declaró el martes 5 Sean Patrick O’Malley, arzobispo de Boston.
La mayoría de los cardenales “extranjeros” recién llegados a Roma para
elegir al próximo Papa comparten esa opinión, que dista de convencer a un
núcleo de cardenales “italianos”, nacidos o no en Italia, todos miembros de la
nomenclatura del Vaticano
“Necesitan conocerse y debatir sobre temas importantes, como la actividad
de la santa sede, la nueva evangelización, la situación de la Iglesia, su
renovación a la luz del Concilio Vaticano II”, aclaró prudentemente el mismo
día Federico Lombardi, vocero vaticano.
En realidad los retos que deberá enfrentar el nuevo pontífice son más
numerosos y espinosos que los mencionados por Lombardi.
Como Henri Tincq –reconocido vaticanista francés–, los expertos en asuntos
religiosos insisten en la urgencia de descentralizar el poder romano.
“Reformar la curia es el leitmotiv de todos los periodos que preceden un
cónclave; pero una vez elegido, el pontífice nunca logra hacerlo. Durante los
papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI la hipertrofia del poder romano no
permitió que funcionaran realmente los contrapoderes creados por el Concilio
Vaticano II, que afirmaba la necesidad de dar más peso y autonomía a las
iglesias locales”, recalcó Tincq en un amplio análisis publicado por el diario
electrónico francés Slate el domingo 3.
Luego precisó:
“Un sentido agudo de la ‘primacía’ de Roma, una concepción misionera del
ministerio del Papa, que se manifestó en los múltiples viajes de Juan Pablo II
y en menor medida de Benedicto XVI y el sueño de una ética universal
desembocaron en un ejercicio del poder romano más personalizado y centralizado
que nunca.”
El vaticanista plantea uno de las interrogantes que divide a los cardenales
en vísperas de la elección del Papa:
“¿Se debe seguir o romper con ese sistema de papado universal basado en la
primacía y la ‘infalibilidad’ del obispo de Roma, quien se apoya en un gobierno
central alejado de las realidades locales, un gobierno dividido por intrigas
representado en cada país por nuncios y obispos nombrados en Roma como si
fueran prefectos, un gobierno cimentado alrededor de un magisterio normativo?
“Parte de la respuesta dependerá del lugar que se dará a la curia siempre
dispuesta a ampliar el campo de sus intervenciones, a monopolizar poderes, a
bloquear la resolución de problemas sensibles y a oponerse al espíritu de colegialidad
que el Concilio Vaticano II había querido promover para beneficio de las
iglesias locales.”
Los vaticanistas insisten: El próximo Papa tendrá que reestructurar el
funcionamiento de los sínodos que parecen ahora “la caricatura” de lo que
preconizaba el Concilio Vaticano II en su ambición reformadora.
Recalca Tincq: “El sínodo sigue siendo una cámara de registro en la que
nunca hay debates para seleccionar el tema alrededor del que se articulará esa
importante asamblea, sin hablar de las propuestas e intervenciones que hacen
los delegados durante el sínodo mismo y que siempre deben ser confidenciales”.
Todos los males
En una entrevista póstuma publicada el 1 de septiembre de 2012 –un día
después de su fallecimiento– por el diario italiano Corriere della Sera, el
cardenal jesuita Carlo Maria Montini habló de todos los males que gangrenan a
la Iglesia.
Apodado El Antipapa, el carismático arzobispo de Milán conocido por su
desparpajo al hablar, lanzó su último grito de alarma:
“Nuestra cultura envejeció. En Europa y Estados Unidos nuestras iglesias
son grandes pero nuestras casas religiosas están vacías; el aparato burocrático
de la Iglesia crece, nuestros ritos y nuestros vestidos son pomposos. ¿Acaso
todo esto expresa lo que somos hoy?
“La Iglesia se ha quedado 200 años atrás. ¿Cómo puede ser que no se mueva?
¿Tenemos miedo? ¿Miedo en lugar de valor?”
¿Lograrán los cardenales elegir a un Papa capaz de reformar el sistema
piramidal que prevalece en la Iglesia y la aleja del mundo contemporáneo, en el
que las sociedades civiles van imponiendo cada vez más su fuerza, su
participación, su capacidad de reflexión e intervención? Éstas son las
preguntas que flotan en el ambiente.
El divorcio entre Iglesia y modernidad, que se agudizó en los 35 últimos
años con Juan Pablo II y Benedicto XVI –ambos demasiado apegados al dogma y a
la tradición– es otro tema de controversia.
Los anatemas lanzados por los dos pontífices contra los anticonceptivos,
los preservativos, el aborto, la procreación médicamente asistida, el
matrimonio homosexual y el divorcio agudizaron el malestar de millones de
fieles que optaron por desobedecer o abandonar la Iglesia.
El Antipapa Montini denunció casi hasta la hora de su muerte “la
discriminación de la Iglesia para con las parejas homosexuales”, abogó en favor
de su matrimonio, aprobó las manifestaciones del orgullo homosexual en nombre
de la libertad de expresión y defendió a los divorciados.
La curia romana hizo oídos sordos. Y de igual forma finge no oír los
llamados a favor de más tolerancia y apertura lanzados por cardenales de
América Latina, África y Asia. Por si eso fuera poco, numerosos católicos
manifiestan un escepticismo creciente ante la fe tradicional.
Afirma Tincq:
“Muchos sondeos muestran que los fieles cuestionan dogmas como el de la
resurrección. Hoy día lo que fundamenta la fe y el acto moral ya no son los
dogmas o las normas impuestas por una autoridad exterior ni una ley divina,
sino una libertad de conciencia cada vez más reivindicada. La Iglesia ya no
pretende tener el monopolio de la verdad.
“Uno de los primeros retos que tendrá que enfrentar el sucesor de Benedicto
XVI es el de la secularización masiva; esa evolución se expresa a través del
individualismo creciente, la indiferencia y el ‘relativismo’ que Benedicto XVI
vilipendió a lo largo de su papado.”
La mayoría de los vaticanistas coincide: La Iglesia tiene que repensar en
serio algunos de los principios fundamentales sobre su moral sexual y familiar.
Y también debe interrogarse sobre el celibato de los sacerdotes. En muchos
países europeos la crisis de las vocaciones alcanza niveles alarmantes, incluso
en países tan católicos como España e Italia.
El ejemplo de Francia es impactante. A mediados del siglo XX se ordenaban
anualmente mil sacerdotes. Hace 20 años que esa cifra bajó a 100. Tanta es la
escasez de sacerdotes que es preciso importarlos de Polonia o de África.
¿Aceptará por fin la Iglesia ordenar mujeres? ¿Renunciará a su dogma del
celibato?, se preguntan los analistas. El tema era tabú para Juan Pablo II y
Benedicto XVI. Pero no lo es para un número creciente de obispos que intentan
en vano llamar la atención de la curia romana sobre el problema.
Muchos enfatizan que una de las trágicas consecuencias del dogma del
celibato fue la multiplicación de agresiones pedófilas y homosexuales que la
Iglesia intentó tapar durante décadas.
Tincq recuerda: “El estatuto del sacerdote empezó a ser codificado a
principios del siglo V. Sin embargo hasta el siglo XII se siguió ordenando
sacerdotes y obispos a hombres casados. Fue el Concilio de Letrán (1123-1139)
el que invalidó los matrimonios contratados por diáconos y sacerdotes después
de su ordenación.
“Pero hay actualmente sacerdotes casados en todas las iglesias de Oriente,
inclusive en las que están bajo la jurisdicción de Roma. Además, iglesias
latinas suelen acoger a sacerdotes orientales casados, así como a ministros
luteranos y sacerdotes anglicanos casados que se convirtieron al catolicismo.”
Esa política de doble rasero se vuelve cada vez más polémica. Los obispos
que se enfrentan a diario con la escasez de sacerdotes están dispuestos a
interpelar a la curia y luego al nuevo pontífice sobre el celibato de los
prelados; en cambio ninguno parece deseoso de movilizarse a favor de la
ordenación de mujeres.
Todos se apegan a la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis que Juan Pablo
II escribió en 1994 y en la que prohibió drásticamente el acceso de las mujeres
al ministerio sacerdotal.
Explica Tincq: “Muchos altos prelados afirman que la ordenación de hombres
casados es un problema de disciplina eclesiástica y que en cambio la de las
mujeres es un problema de dogma y tradición. El sacerdote celebra la
eucaristía in persona Christi y, por lo tanto, sólo puede ser hombre”.
Pifias de Benedicto XVI
Dar más impulso a la política ecuménica de Juan Pablo II y Benedicto XVI
–que se movilizaron a favor de un acercamiento entre catolicismo y ortodoxia,
anglicanismo y confesiones nacidas de la reforma protestante– también tendrá
que ser una prioridad del nuevo Papa.
Juan Pablo II no fue muy exitoso con los ortodoxos. En cambio Benedicto XVI
logró destrabar las relaciones con Bartolomé I, patriarca de Constantinopla y
primado de toda la ortodoxia, y con el patriarca Kirill I de Moscú, cabeza de
los ortodoxos rusos.
Las jerarquías ortodoxas y la católica tienen el mismo objetivo: Frenar la
secularización que se extiende por Europa. Pero hasta ahora no han logrado
sellar una alianza.
Las relaciones entre la santa sede y la Iglesia anglicana, calificadas de
“satisfactorias” por Roma, no lo son tanto. En realidad la curia romana está
traumada por la modernidad de esa Iglesia, por sus muy dinámicas sacerdotes
mujeres y obispas, y más aún por parejas de sacerdotes homosexuales que ejercen
su ministerio.
El Vaticano lanzó una iniciativa que chocó profundamente con la jerarquía
anglicana: En 2011 creó un ordinariato católico especial para acoger a los
prelados anglicanos que desaprueban la evolución liberal de su Iglesia.
Como enfatizan varios vaticanistas europeos, el diálogo con los
protestantes quedó estancado en la época de Juan Pablo II y en la de Benedicto
XVI. Las distintas corrientes protestantes, mucho más progresistas que Roma,
reprochan a la santa sede su distanciamiento del Concilio Vaticano II, que
preconizaba actitudes muy cercanas a las suyas: Autoridad de las iglesias
locales, gobierno colegiado y respeto a la libertad de conciencia.
Igual que los ortodoxos, los protestantes no aceptan la “infalibilidad” del
Papa ni “la primacía universal del obispo de Roma”.
Protestantes y ortodoxos tampoco reconocen la primacía de una Iglesia sobre
otra y abogan por una “eclesiología de comunión” para poder echar a andar un
proceso de reunificación con los católicos, lo que no está dispuesta a aceptar
la santa sede.
El cisma de los católicos integristas, seguidores del arzobispo francés
Marcel Lefebvre –excomulgado en 1988 por haber ordenado a cuatro obispos a
pesar del veto de la santa sede, y fallecido en 1991– es un asunto que
Benedicto XVI tomó muy a pecho, causando revuelo en la Iglesia y fuera de ella.
El ahora pontífice emérito levantó la excomunión de los cuatro obispos
ordenados por Lefebvre, incluso la de William Richardson, quien defiende
abiertamente tesis negacionistas (las que niegan que el Holocausto haya ocurrido).
Semejante decisión indignó a los judíos.
También entabló pláticas con las corrientes más integristas de la Iglesia.
Pero no logró la reconciliación que tanto ansiaba porque esos tradicionalistas
recalcitrantes, que consideran al Concilio Vaticano II una herejía, siguen
radicalmente opuestos al diálogo con las otras Iglesias y con las religiones no
cristianas.
Muchos cardenales tomaron su distancia del empeño de Benedicto XVI de
volver a integrar en el seno de la Iglesia a esos sectores católicos minoritarios
y distan de considerar el tema como prioritario. En cambio aplaudieron los
esfuerzos de Juan Pablo II y Benedicto XVI para ampliar el diálogo con el mundo
judío y con el Islam.
Juan Pablo II abrió el camino al convocar la asamblea interreligiosa de
Asís en 1986. Benedicto XVI siguió sus pasos, pero a tropezones. Hubo tres de
ellos con sus interlocutores judíos.
Explica Tincq: “El primero fue haber rehabilitado una oración para la
‘conversión’ de los judíos, el segundo fue la reintegración en el seno de la
Iglesia del negacionista Richard Williamson, y el tercero fue su discurso sobre
las ‘virtudes heroicas’ de Pío XII, cuyo silencio ante el Holocausto sigue
haciendo correr bastante tinta”.
Enfatiza: “Con los musulmanes los primeros pasos de Benedicto XVI fueron
también difíciles. Fue muy desafortunado el discurso en la Universidad
Ratisbona, en septiembre de 2006, en el que el Papa analizó la relación entre
violencia y religión y se refirió al Islam con una cita poco adecuada, que
provocó un escándalo en todo el mundo musulmán”.
Benedicto XVI logró salvar la situación durante su viaje a Turquía en junio
de 2012. Pero el nuevo Papa deberá estar muy pendiente de los atentados que se
multiplican contra los cristianos en los países musulmanes.
“Los crímenes cometidos en nombre de un Islam pervertido y las
discriminaciones para con las minorías cristianas en los países musulmanes
refuerzan el escepticismo de las corrientes de la curia que opinan que el
diálogo interreligioso incomoda”, reconoce Tincq.
Fragmento del reportaje que se publica en la edición 1897 de la revista
Proceso, ya en circulación.
(PROCESO/ Anne
Marie Mergier/ 12 de marzo de 2013)
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