Salir
era una fiesta: concluir el turno era como el timbre del recreo en la escuela
primaria, pero sin corredera, sino con la prisa de encontrarse de nuevo a pocos
pasos de la puerta, en el reloj checador, con sonrisas completas y el cansancio
echado a un lado, el blanco del uniforme es un mapa de júbilo que se mueve, una
gritería como trancapalanca, los cosméticos han cedido en los rostros pero no
importa porque es la hora de salida, la fiesta de terminar el trabajo y
celebrar esos espontáneos reencuentros en el corredor.
Y
entre todas destacaba ella. Siempre contenta y ocurrente. Un ave canturrienta y
alegre, tirando confeti al hablar, llenando de colorido papel china los
pasillos, repartiéndose en sonrisas, abrazos y besos entre los compañeros de
trabajo, con saludos de lejos que en realidad se sentían cerca, con la tibieza
de la amistad, combinada con la simpatía y la travesura. Salir del turno, con
el cansancio en las piernas y en la mirada, era despertar de nuevo al
reencontrase con ella y con todos.
Cómo
olvidar esa tarde. Entró un joven desaliñado y preguntó por ella. Le dieron
datos de una del mismo nombre y cuando llegó preguntó ante ella por su
apellido. No coincidían. Alguien vio al mismo desconocido gritándole a otro,
por teléfono. Que no, no era: nos distes mal los datos, güey. Volvió a
preguntar, esta vez con más información. Dio con ella y le avisaron. Te hablan
afuera, es un muchacho medio desaliñado.
Ya
era la hora de salida. La fiesta en el corredor del fondo, el reencuentro
suculento con las compañeras y compañeros de trabajo, algunos de ellos amigos a
toda prueba. Vio al hombre de lejos y a otro estacionado en una camioneta. La
luz de su sonrisa se nubló y en lugar de saludo pareció una despedida. Ella, el
ave de cantos y sirenas en el rostro, parecía instaurar el cementerio en su
frente y marchitar los labios, del color de las despedidas fatales. Subió a su
carro pero no pudo avanzar: se le metieron en el camino esos de la camioneta,
uno se bajó con un fusil colgando y la
obligó a subirse. Volteó a ver a los empleados que estaban afuera y ya había
lluvia entre sus pestañas.
Todos
se preguntaron qué había pasado. Un mutis helado recorrió los pasillos y
consultorios. Una sucursal del invierno pareció instalarse en el verano cercano
a los cuarenta grados centígrados: bajo ese cielo todo es naufragio. Ella
apareció muerta, con golpes en la cabeza y lesiones de bala, mordiendo la yerba
en un lugar deshabitado. Y las salidas de turno dejaron de ser fiesta. Los
saludos son bajitos. Los gritos son susurros. La algarabía es de cementerio. En
su lugar aparece a veces un rumor de sepelio, unos pasos de luto.
(RIODOCE/
COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER VALDEZ/ 23 ENERO, 2017)
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