Los fieles que acuden al Santuario piden
a la Virgen del Chorrito que les ayude a recuperar a sus familiares
desaparecidos
La iglesia de la Virgen del
Chorrito se erige hacia el cielo, en un blanco inmaculado por la pintura que
hace unos días aplicó el propio padre Cesáreo Hernández
Viajar a este lugar hoy
parece ser una apuesta de vida o muerte; según sus habitantes entre el 2010 y
2011 la inseguridad llegó a su clímax
¿Cómo predicar en un lugar
lleno de muerte? ¿Cómo ser luz en medio de una total oscuridad?
Estas preguntas han rondado
muchas veces en la mente de Cesáreo Hernández, párroco del Santuario de la
Virgen del Chorrito, a quien el corazón se le encoge cuando habla de la
desesperación que muchas veces ha tocado a su puerta.
Al padre Cesáreo le ha tocado
no solo confortar a quienes han sufrido el asesinato o la desaparición de un
ser querido; también ha tenido que orar porque aquellos que han decidido ser
verdugos de sus comunidades, conviertan su corazón y regresen a la luz.
Así es ser sacerdote en
Tamaulipas. Aquí, ejercer la profesión de fe puede ser una declaración de
guerra contra quienes han decidido tomar el otro camino: el de la destrucción,
el de la muerte.
Por eso, el padre Cesáreo
guarda silencio. Solo habla de la esperanza que tiene de que Dios vuelva a
acordarse de sus hijos en ese pedacito de tierra.
Enclavado en la Sierra Madre
Oriental, a 30 minutos de la carretera más cercana, el territorio del Santuario
de la Virgen del Chorrito pertenece a uno de los municipios más peligrosos del
país: Hidalgo, Tamaulipas.
En Hidalgo, desde hace unos
años, la vida se transformó para ser lo que es hoy: un lugar dominado por el
crimen organizado, del que muchos han sido desplazados y donde la muerte se ha
enseñoreado, dejando tras de sí una estela de dolor y de miedo.
Fue en ese municipio donde
hace unas semanas, la Columna Armada Pedro José Méndez –brazo armado del Cártel
del Golfo- tomó notoriedad nacional al apoyar a uno de los candidatos a la
gubernatura del estado –hoy ganador-.
La localidad, según sus
propios habitantes, ha sido dominada por uno de los grupos armados ligados al
narcotráfico, disfrazado de autodefensa, que se disputaban el poder desde el
2010.
Ahora, sus calles lucen
vacías, sus casas abandonadas y aquí y allá se ven negocios o viviendas
consumidas por un fuego de odio y poder.
De la luz que alguna vez hubo
en esa zona, a la que acudían miles de peregrinos, hoy no queda más que el
recuerdo y, si acaso, la esperanza de que quizá algún día la paz regrese a ese
pueblo que hoy parece olvidado de la mano de Dios.
‘PEREGRINAR’ A EL CHORRITO
Hasta hace seis o siete años,
el Santuario de la Virgen del Chorrito era el centro religioso más importante
del noreste de México y el sur de Texas.
A él acudían miles de
peregrinos que iban a pedir desde la sanación de un enfermo hasta el triunfo
para su equipo de futbol.
Autobuses de peregrinos
llegaban lo mismo de McAllen, Texas que de Campeche, al sur de México. Hoy,
todo eso es solo un recuerdo.
El rompimiento entre el
Cártel del Golfo y su grupo armado, Los Zetas, en el 2010, abrió un frente de
batalla en todo Tamaulipas y, en especial, en los poblados al pie de la Sierra
Madre Oriental.
Los hechos de sangre se
fueron dando paulatinamente en varias comunidades al pie de la Sierra, como
Hidalgo, y un poco más adentro, como El Chorrito.
En ese municipio, según sus
propios habitantes, fue entre el 2010 y el 2011 cuando la inseguridad llegó a
su clímax.
A 25 kilómetros de Hidalgo,
subiendo la Sierra Madre, se erige el Santuario de El Chorrito, llamado así por
encontrarse a unos metros de los manantiales donde nace el río que le da su
nombre.
La violencia alejó a los
turistas y peregrinos. Con ellos se fue no solo una parte de la economía de la
región, sino la paz con la que se vivía en la zona.
Aun hoy, viajar a El Chorrito
parece ser una apuesta de vida o muerte.
Los consejos de quienes saben
de la situación en la zona son constantes: “no preguntes nada”; “no veas
fijamente a nadie”; “si hay un retén, no los provoques”; “si hay balazos,
échate al suelo”.
Hidalgo está 100 kilómetros
al noroeste de Ciudad Victoria, capital del convulso estado de Tamaulipas. En
autobús, el trayecto puede extenderse hasta por dos horas.
En la Central Camionera de
Ciudad Victoria, lo primero que llama la atención son las decenas de carteles
con fotografías de personas desaparecidas, pegadas en los cristales de entrada
al inmueble.
La frase “Se Busca” toma
tantos rostros que es difícil repasarlos a todos.
Rumbo al andén, donde se toma
el autobús que cubre la ruta Ciudad Victoria – Monterrey, no hay un solo filtro
de seguridad que detecte la posesión de armas de quienes viajarán en los
camiones. El paso es libre; cualquiera puede subir al camión lo que desee.
Una vez arriba del autobús,
todo son miradas inquietas. Huele a miedo. Quienes van subiendo o bajando en
las diferentes paradas no pueden evitar ver a los demás pasajeros que ya van en
sus asientos, buscando a alguien sospechoso que pueda hacerles daño.
Parada tras parada, al
autobús suben hombres, mujeres, jóvenes y viejos, que pagan su pasaje a cierto
destino, pidiendo que nada pase en el camino.
Al llegar al municipio de
Hidalgo, sobre la carretera 85, conocida como “La Nacional”, se debe tomar un
taxi que cruza la cabecera municipal y avanza después por un camino más angosto
que, durante 30 minutos, sube a la Sierra Madre Oriental.
Lo primero que se ve en
Hidalgo son sus calles casi vacías y algunas casas y negocios quemados por los
enfrentamientos que ocurrieron no hace mucho. Sobre la carretera, camionetas
con dos o tres hombres a bordo cuidan los accesos al poblado.
Todo es tensión. Los taxistas
usan toda clase de crucifijos y escapularios en sus espejos retrovisores.
Deben ser precavidos, dicen, porque
nunca saben quién puede subirse a su vehículo o en qué momento alguien puede
cerrarles el camino; por eso, constantemente espejean hacia atrás para estar
seguros de que nadie los sigue.
El camino se adentra en la
montaña y en la mayoría de los tramos solo lo rodea la tupida vegetación. Nadie
sabe lo que hay detrás de un montículo de tierra o al pasar una curva.
Esporádicamente, por ahí
pasan patrullas de Fuerza Tamaulipas, la Policía estatal, con hombres armados
hasta los dientes que, con el dedo en el gatillo, se preparan para cualquier
eventualidad.
Un arco recibe a los
visitantes de El Chorrito. Al entrar a la comunidad, lo único que se observan
son decenas de locales comerciales cerrados.
“Todo esto estaba lleno de
gente, pero ahora ya nadie viene para acá. La delincuencia se los llevó”,
lamenta el conductor.
Algunas personas que se
encuentran en la única calle de El Chorrito no pueden evitar voltear a ver el
auto que llega. Es raro que alguien suba en estos días al santuario.
El comercio era el principal
sostén de esas familias, poco más de 50, que forman parte de la comunidad
ejidal. Muchos de ellos se fueron por la inseguridad.
Hay un silencio absoluto
sobre los grupos criminales que operan en la zona. La versión de quienes viven
ahí es que, los que se fueron, consiguieron algún trabajo o sus hijos se fueron
a estudiar a otro lado.
La iglesia de la Virgen del
Chorrito se erige hacia el cielo, en un blanco inmaculado por la pintura que
hace unos días aplicó el propio padre Cesáreo Hernández.
Un atrio, que otrora llegó a
recibir a más de 10 mil personas en un solo día, ahora luce desierto.
Uno que otro fiel a la
milagrosa imagen llega a venerar a la Virgen del Chorrito, una Virgen de
Guadalupe tallada en la piedra de una cueva, donde se colocó el altar de la
iglesia.
Alrededor de la imagen, entre
las piedras de la pequeña caverna, los fieles han colocado decenas de
fotografías, credenciales y hasta ropa de las personas por quienes van a pedir
un milagro.
Cualquiera se estremece al
ver, incrustadas entre las piedras, las fotografías de una joven, de un padre
de familia; la credencial de un estudiante o la licencia de algún chofer del
que ya no se supo más.
Desde hace más de un lustro,
las peticiones a la Virgen ya no son a favor de un equipo de futbol o para
conseguir un mejor empleo; ahora, la mayoría son para encontrar a alguien que
se “desvaneció” de la faz de la tierra o para pedir por el alma de un ser
querido al que la muerte encontró antes de tiempo.
Ahí, en medio de esa
penumbra, es donde el padre Cesáreo Hernández ha enfrentado algunos de los días
más difíciles de su servicio religioso.
‘DIOS NUNCA SE EQUIVOCA’
Con una actitud
extremadamente tranquila, al principio vigilante y después más confiada, el
padre Cesáreo Hernández confiesa que hay días que debe echar mano de toda su fe
para poder reconfortar a quienes van a pedir consuelo por alguna tragedia que
haya sacudido a sus familias.
“Ha habido muchas personas
que se acercan a uno en cuestión de secuestros, de desaparecidos.
Afortunadamente, en cuestión
de secuestros, a muchos de los que se llevaron, los regresaron bien, sanos. Y
por eso las familias llegan aquí con uno: ‘Padre, quiero que pida por mi
familia, por esa persona que lo secuestraron, que se lo llevaron, no sabemos de
él’, o de ellos, porque a veces eran varios.
“Y afortunadamente, de los
que se acercaban, a la mayoría los regresaron a sus casas, están bien. Y
algunos que no supieron más de ellos son menos, son pocos”, confiesa el
religioso.
Para Cesáreo, su mayor
entrenamiento para enfrentar el dolor de las familias que viven en una zona
azotada por la violencia fue, sin querer cuando estudiaba en el Seminario Mayor
y fue parte de la Pastoral de la Salud, donde tuvo que cuidar a muchos
enfermos, algunos de ellos muy graves.
“Al principio es difícil,
pero ya con el tiempo le encuentra uno sentido. ‘Al menos sirvo para algo, para
darle consuelo a esta gente’ (…) Y cuando uno se enfrenta a esta situación como
ésta (de violencia), uno ya está más preparado en cierto modo para enfrentar
esto tan difícil. Porque no es fácil hablar con personas que tienen un problema
de estos. La oración siempre nos va a dar la fortaleza”, reflexiona.
Las plegarias no solo se
limitan a quienes han sido víctimas de algún hecho de violencia. El padre
Cesáreo ha tenido que aprender a orar por la conversión de quienes forman parte
de los grupos criminales.
“Uno no se mete con ellos; al
contrario, uno ora para su conversión, para que ya no anden en lo que andan
haciendo.
“Incluso llegaron a preguntar
algunos fieles que por qué la Iglesia pedía por ellos. Yo digo no, no pedimos
por ellos, pedimos por su conversión. Y así muchos padres de la Diócesis de
Ciudad Victoria piden por la paz, no por la gente esa, sino para que se
conviertan y no sigan en lo que andan”, indica el sacerdote.
Cesáreo Hernández vivió los
momentos más difíciles de la violencia entre los cárteles que se disputaban la
zona en ese poblado.
“Hubo muchos rumores: que nos
habían secuestrado, que nos habían matado y quién sabe cuántas cosas
inventaron. A nosotros no nos tocaron; yo ni conozco a esas gentes y vale más
que ni las conozca”, apunta.
Lo que ha ocurrido en esa
parte de Tamaulipas, explica, es que muchas personas aprovecharon la presencia
de grupos criminales en la zona y cometieron delitos, que le eran imputados a
los cárteles, lo que aumentó aún más el temor de acercarse a esa parte de la
entidad.
“Y eso ha provocado que mucha
gente diga ‘no, para allá está muy feo, hay mucha inseguridad y mucha
violencia’; y en realidad no hay mucha violencia, así como se dice (…) se dan
algunos casos aislados”, critica.
A fines del 2011 fue
trasladado a una parroquia en Ciudad Victoria; y luego, en 2014, nuevamente fue
asignado a El Chorrito, donde ha intentado revivir el fervor por la Virgen.
Ahora, conforme se ha tranquilizado
la zona, poco a poco el tránsito de peregrinos comienza a restablecerse; no en
las cantidades que solían acudir, pero sí más que en plena crisis de
inseguridad.
El camino del padre Cesáreo
no ha sido fácil. Incluso, convertirse en sacerdote fue un reto para él.
A los 16 años, sintió que su
vocación era el sacerdocio. Originario del municipio de Llera, Tamaulipas, era
adolescente cuando quiso “saber más de Dios” y fue rechazado por su familia.
“Es que los papás piensan que
uno es para trabajar, para ver cuánto va a generar de la economía de la casa. Y
hay papás que, cuando uno les dice que quiere ir al Seminario a estudiar,
preguntan ‘¿Y cuánto te van a pagar?’ Y solo ven el signo de pesos.
“Es el gran obstáculo de
aquellos que queremos consagrarnos a Dios; empieza con la familia, el primer
obstáculo”, narra.
A pesar de la postura de sus
padres, que años después perderían la vida, Cesáreo Hernández logró terminar
sus estudios y consagrarse al servicio religioso.
Ahora, enfoca toda su energía
a ayudar en la pacificación de una tierra que fue considerada bendita por
muchos años.
Cesáreo Hernández tiene muy
claro que su misión actual es acompañar a una comunidad que vivió momentos
difíciles por la violencia y el narcotráfico y que ahora tiene puesta la
esperanza en que regresen los buenos años.
“Es un llamado. Y como dicen,
Dios nunca se equivoca”, sentencia.
HIDALGO, UNA HERIDA ABIERTA
El solo nombre de ese
municipio es una paradoja.
Aunque lleva el nombre del
Padre de la Patria –Miguel Hidalgo-, en esa comunidad de Tamaulipas lo último
que el narcotráfico le quitó a su población, fue la libertad.
Sus calles están vacías.
Casas abandonadas y negocios quemados son el saldo de una guerra que los
propios habitantes califican de “cruel y despiadada”.
“Esto era como Irak”, dice
uno de los habitantes, “pero el miedo nos hizo callarnos”.
En ese lugar domina la
Columna Armada Pedro José Méndez, cuya versión pública es que se trata de un
grupo de autodefensa; pero los habitantes de Hidalgo cuentan otra historia.
Tal como si fuera la trama de
la película El Infierno (Bandidos Films, 2010), en Hidalgo fue el
enfrentamiento entre dos familias pertenecientes a distintos grupos del crimen
organizado lo que desató una guerra que azotó a la comunidad.
El relato ha quedado escrito
no en los libros de historia, sino en redes sociales y blogs donde algunos
ciudadanos se arriesgan a contar la versión que coincide con la de los
habitantes de esa población.
Según estas versiones, han
sido dos brazos de la familia Leal los que se han enfrentado por el control del
territorio, dominado ahora por el Cártel del Golfo.
En el 2010, cuando se dio el
cisma entre el Cártel del Golfo y Los Zetas, la guerra tocó tierra en Hidalgo,
uno de los puntos de acceso a la Sierra Madre Oriental, donde se siembra
mariguana que se distribuye a Estados Unidos.
“Aquí hubo una guerra civil.
Un día hubo un enfrentamiento donde quedaron muchos cuerpos en la plaza
principal. Nadie sabe qué fue de ellos; quizá los enterraron en fosas aquí
cerca o los deshicieron”, comentó una habitante de Hidalgo.
La muerte tocó incluso a los
políticos de esa región. Marco Antonio Leal, que fue alcalde de Hidalgo, fue
asesinado por supuestamente llevar a Los Zetas a esa población. El grupo
contrario, del Cártel del Golfo, lo ejecutó.
Ahora, se dice, ese grupo
controla la administración del municipio. Una fuente de la Procuraduría de
Justicia de Tamaulipas aseguró que en ese territorio no entra la autoridad
porque el gobierno está cooptado por el grupo delincuencial.
Este grupo lo controla todo.
Desde los permisos para llevar a cabo una fiesta de bautizo o una boda, hasta
quienes se postulan para un cargo público.
Fue ahí donde el PRI retiró,
semanas antes de las elecciones, a su candidato a la alcaldía. Sin embargo, en
otros procesos electorales ocurrió lo mismo. Los candidatos han sido obligados
a renunciar para que queden solo quienes forman parte de su grupo, acusan los
habitantes.
Hidalgo pasó de ser un lugar
pacífico a convertirse en una comunidad donde domina el silencio más profundo,
ese que provoca el miedo no a perder la libertad –esa ya no existe-, sino lo
último que queda: la vida.
(REPORTE INDIGO/ IMELDA GARCÍA/ VIERNES
17 DE JUNIO DE 2016)
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