Entre más información surge
sobre la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, más confusión parece
generar. Pero la apertura de los expedientes sobre el crimen en Iguala la noche
del 26 de septiembre de 2014, y los informes de organismos que luchan por los
derechos humanos, muestran con claridad el modus operandi con el que actuaban
las autoridades de la región y la banda criminal Guerreros Unidos, y empiezan a
abrir la ventana para encontrar el misterioso móvil del crimen. Pensar menos
como ministerio público y analizarlo más como un fenómeno sociopolítico,
ayudará entender lo que sucedió esa noche. No es suficiente para alcanzar la
verdad legal, pero sí para enfrentar el cáncer nacional de corrupción e
impunidad, que es un principio.
En esa lógica habría que
empezar por la línea de tiempo de los primeros momentos políticos de esa noche.
En su declaración ministerial Yazareth Abarca, la hija del entonces alcalde de
Iguala, José Luis Abarca, dijo que su padre habló por teléfono celular poco
antes de las nueve de la noche con Felipe Velázquez, que era el secretario de
Seguridad Pública municipal, quien le estaba informando lo que sucedía con los
normalistas. “No les hagan nada”, le instruyó, según su hija, “ya saben cómo
son de latosos”. Eso nunca iba a ser posible, porque las autoridades
municipales en
toda esa región, de acuerdo
con las investigaciones, eran parte orgánica del crimen organizado.
Abarca había ingresado en la
política con el apoyo del grupo del exgobernador Rubén Figueroa Alcocer –a cuyo
padre, también exgobernador, lo llamaban “El Tigre de Huitzuco”–, quien le
consiguió una cita con el general Guillermo Galván, a la sazón secretario de la
Defensa del presidente Felipe Calderón,
para que le donara los terrenos en Iguala en dónde construir el centro
comercial Galerías Tamarindos, y de Héctor Vicario, un incondicional de
Figueroa Alcocer, que preside actualmente la Comisión de Justicia del Congreso
estatal. Otro apoyo de Abarca y exalcalde de Iguala, Lázaro Masón, quien era
secretario de Salud del gobierno de Ángel Heladio Aguirre, le habló. “¿Qué
pasó?”, preguntó. “Estoy muy consternado”, respondió Abarca. El exalcalde y su
esposa, María de los Ángeles Pineda Villa no se fueron a dormir, como afirmó a
la prensa. Hasta las 4 de la mañana, con el crimen en proceso, dejaron de
hablar por teléfono.
No iba a ser posible frenarlo
porque toda la operación político-criminal se había puesto en marcha. No se
sabe aún cuál fue el motivo del ataque a los normalistas, pero de los cinco
autobuses en los que se movieron esa noche en Iguala y fueron atacados por la
policía, sólo se secuestró y desapareció
a los normalistas que iban en los vehículos 1531 y 1568, que fueron los únicos
que salieron de Chilpancingo horas antes. ¿Coincidencia? No hay explicación
sólida que explique por qué no hubo desaparecidos de los otros autobuses.
Varios policías municipales de Iguala que
fueron detenidos esa misma noche, declararon que les habían dado una
lista con los nombres específicos de 17 de los más de 50 normalistas que
llegaron a esa ciudad el 26 de septiembre.
En el autobús 1531, que fue
atacado por policías municipales casi enfrente del Palacio de Justicia, a la
altura del puente El Chipote donde se encuentra la carretera que conduce a
Huitzuco, iba Alexander Mora Venancio, el único normalista que científicamente
se ha probado que fue asesinado e
incinerado, tras el análisis de las cenizas encontradas en el río San Juan,
cerca del basurero de Cocula, realizado por el laboratorio de la Universidad de
Innsbruck. En el 1568 iba Bernardo Flores Alcaraz, apodado “El Cochiloco”,
presunto coordinador de las acciones de los
normalistas en Iguala. En ese autobús también iba Julio César Mondragón,
separado del grupo de los normalistas y asesinado –su cuerpo, tirado en la
calle, tenía muestras de tortura–, esa misma noche.
Según las investigaciones de
la PGR, la orden de matar a Mondragón fue dada por Juan Salgado Guzmán, “El
Indio”, considerado el “padrino” de Guerreros Unidos y tío de Mario Casarrubias
Salgado, uno de los jefes criminales. Apodado “El Sapo Guapo”, fue detenido en
mayo de 2014, y
antes de fundar Guerreros
Unidos fue escolta de Arturo Beltrán Leyva, que rompió con el cártel de
Sinaloa. Al morir en un enfrentamiento con la Marina en diciembre de 2009, “El
Sapo Guapo” se quedó con todos sus contactos criminales y el manejo de la
exportación de heroína a Chicago, una de las fuentes de la hipótesis del
narcotráfico como móvil de la desaparición de los normalistas. También se quedó
con los contactos políticos, ampliados al casarse con Patricia Soto Salgado,
sobrina de Abarca y que tiene vínculos familiares con Velázquez, detenido desde
mayo pasado, acusado de proteger a Guerreros Unidos.
La explicación de lo que pasó
esa noche difícilmente resolverá todas las dudas si no se contextualiza la
penetración y la relación de políticos de todos los niveles en la zona. La red
de relaciones y complicidades son fundamentales para entender por qué esa
noche, una vez iniciada la acción política-criminal contra los normalistas, no
había nada que la parara. Iguala es el microcosmos mexicano de muchos años de
corrupción, protección e impunidad. Hay que sanarlo y replicar el método en el
país. Pero sólo podrá hacerse si existe la voluntad política para llevarlo a
cabo, que depende únicamente del Gobierno federal.
(ZOCALO/ COLUMNA “ESTRICTAMENTE
PERSONAL” DE RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 27 DE ABRIL 2016)
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