Dos días antes de que el
gobernador Enrique Peña Nieto escogiera sucesor en el Estado de México, le dijo
a Luis Videgaray, en ese entonces poderoso diputado, que él no sería el
elegido.
Horas antes de que destapara
a Eruviel Ávila como su delfín, habló con su primo, el entonces alcalde de
Huixquilucan, Alfredo del Mazo Maza, y le dijo que tampoco sería él. Peña Nieto
no le dijo ni a sus más cercanos por quién se inclinaba, pero en la madrugada
del día de la unción informal, ni siquiera Ávila estaba seguro de que él sería
el escogido.
En un mensaje a un periodista
que preguntó si estaba fuera de la contienda, respondió, palabras más, palabras
menos: “Aún no me pueden descartar”. Aquellos fueron momentos de introspección
de un político que tomaba decisiones a partir de encuestas y una dosis de
intuición. Seis años después, intriga cómo decidirá Peña Nieto su sucesión.
Peña Nieto ha perdido el
instinto porque abandonó el contacto con la calle. Hoy vive acotado, en medio
de la coreografía presidencial. Está alejado de la gente y de aquellos que
antes hablaban con él, quienes regularmente tienen cerradas las puertas de Los
Pinos, sin que necesariamente Peña Nieto esté al tanto de ello.
¿Cómo tomará esa decisión? En
2009, el 80% del voto fue para candidatos del PRI, PAN y PRD. En 2012, la
mezcla varió poco: sólo 21% de los electores escogieron a un candidato fuera de
esos tres partidos. Pero en 2015, el giro fue radical. El 61% de los electores
escogieron a candidatos del PRI, PAN o PRD, mientras que el 39% votó por
alguien más.
En tres años, casi se duplicó
el número de mexicanos que votaron por otras opciones. Movimiento Ciudadano fue
el gran ganador, seguido de Morena, pero el cambio de paradigma electoral
produjo una fragmentación profunda que permite adelantar que quien gane la
próxima elección presidencial probablemente no contará con más del 30% del voto.
Bajo esa línea argumentativa,
se puede decir que si la votación presidencial está en los 20%, las maquinarias
partidistas serán las que jueguen un papel preponderante con la movilización
del voto duro. Con los datos de las elecciones en 2015, el PRI tiene un voto
duro de 29% y el PAN de 22 por ciento. El PRD tenía 14% de voto duro, pero en
los últimos ocho meses se desplomó a un
8-10%, mientras que Morena le arrebató el tercer lugar como fuerza política
nacional, aunque sin alianza con el PRD, su candidato difícilmente tendrá
posibilidades reales de ganar. Es decir, si estas variables se mantienen al
2018, el presidente Peña Nieto podría escoger a cualquiera que desee como su sucesor, porque con cualquiera vencería la
elección.
De esta forma, Peña Nieto
realizaría una selección como la hizo el presidente Miguel de la Madrid en
1988, cuando se inclinó por su único colaborador ideológicamente comprometido
con la apertura económica –de hecho había sido su arquitecto– iniciada en 1985:
Carlos Salinas.
Peña Nieto podría reflexionar
en qué quiere: ¿consolidar las reformas?, Videgaray o el secretario de
Desarrollo Social, José Antonio Meade; ¿enfoque político?, el secretario de
Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, o el gobernador Ávila; ¿gobernabilidad
en caso de crisis? El presidente del PRI, Manlio Fabio Beltrones; ¿mensaje de
cambio generacional? el secretario de
Educación, Aurelio Nuño. No importaría si la mayoría de ellos son poco
conocidos en el país, porque la maquinaria electoral del PRI se encargaría de
darles los votos que se requieren para la victoria.
Este tipo de lectura no es un
escenario alejado del mundo peñista, porque la forma como le interpretan las
encuestas y los resultados electorales no siempre responden a la realidad de
las urnas.
Tras la enorme pérdida de
votos en las elecciones de 2015, Peña Nieto no quiso escuchar a los líderes del
PRI que trataron de explicarle que no era cierto lo que le decían en Los Pinos,
que había sido un referéndum a sus reformas económicas, sino que había existido
un rechazo a sus políticas.
Secuestrado en ese entonces,
¿por qué no sería rehén de los mismos ahora? Si la información sobre la cual tomará
su decisión se sustenta en esos números sin contexto, la sucesión puede
convertirse en su peor pesadilla.
Los datos no reflejan el
ánimo del electorado. La desaprobación a su gestión es un indicador del mal
humor social que permea, desde hace más de tres años, por arriba del 80%, de
acuerdo con diversas mediciones.
El hecho que en las
elecciones federales de 2015 lo escondieron en la propaganda del PRI para no
absorber sus negativos, un fenómeno que se replica actualmente en las 12
contiendas para gobernador, revela que el Presidente no da positivos en
absoluto.
Su candidato, por tanto,
podría nacer contaminado y lo que hoy parece una elección en la bolsa, podría
detonar un repudio que alineara electores detrás de quien piensen no que es
mejor, sino que puede derrotar al PRI, que reeditaría el caso de Vicente Fox en
2000.
El contraargumento a esta
línea de pensamiento es que todo es hipotético. Cierto. Pero así son los
escenarios, hipótesis que se prueban. Lo que corre en contra de Peña Nieto es
que su viejo olfato político se agotó. Hoy su figura es tóxica y sólo da
negativos, aunque en su entorno digan lo contrario. Falta ver si sale o no del
hoyo en que lo metieron en Los Pinos.
(ZOCALO/ COLUMNA “ESTRICTAMENTE
PERSONAL” DE RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 27 DE ABRIL 2016)
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