Los billetes flotaban: emergían entre la espuma, el agua ya
enervada, los minúsculos remolinos que producían con sus movimientos las
aspas blancas de la lavadora. Era la ropa de su compadre. Ella y su
esposo lo habían alojado esos días, luego de haber estado en el
extranjero moviendo yerba y polvo.
Compadre, salieron estos billetes de su ropa. Ay comadrita, quédese
con ellos. No es nada. Ayer gané un millón de dólares. Uf, compadre. Es
mucho. No comadre, es mucho y no es nada. Esos días había camarones tan
grandes que parecían suculentos insectos alados, pulpo, callos de hacha,
pargo y toda clase de pescados y mariscos y carnes que se le antojaran
al compadre. Al cabo era él quien invitaba.
Una mañana, luego de varias jaurías culinarias, les pidió que lo
llevaran al aeropuerto. Un nuevo jale lo esperaba del otro lado de
Tijuana. En el camino, el compadre mostró su muñeca: un pesado Rolex,
dorado, con brillantes y manecillas que parecían guiñar con cada clic.
Les dijo que lo había comprado. Miles de pesos. No me pesa. Es un lujo
que me doy, para eso trabajo tanto.
Cuatro días después, ella y su esposo decidieron salir a desayunar.
Abrieron el portón eléctrico y tres suburban les bloquearon el paso.
Preguntan por la señora de la casa. El marido le dice tembloroso ai te
hablan mujer. Ella sale con los güevos por delante y sabiendo que no
tenía bronca. A sus órdenes, señores. Baja un pistolero y luego otro.
Encuernados.
Dice mi jefe que usted tiene el Rolex de su compadre, que lo regrese.
Le contestó que era mentira, que su compadre se lo había llevado. El
jefe bajó de una de las camionetas. La miró de arriba abajo. Le dijo más
vale que no me mienta, oiga. Esto le puede costar la vida. La mujer se
mantuvo altiva y les recordó que en otras ocasiones les había guardado
varios ladrillos de polvo y así se los había regresado.
El hombre pujó. Pidió a uno de los sicarios que le comunicara al
dichoso compadre. Puso el altavoz. Ella abrió la conversación: haber
compadre, cómo está eso del reloj. El hombre trastavilló. Terminó
confesando que él lo tenía. Fue una confusión, comadre. Al final le dijo
que lo disculpara, que todo se iba a aclarar. Más le vale, compadre. Yo
no quiero pedos aquí.
El jefe tomó de nuevo el cel, dijo tres palabras y colgó. Dio dos
pasos hacia la señora y ordenó retirada. Antes de irse le dijo lo que se
le ofrezca. Si tiene bronca, si alguien quiere hacerle daño, avíseme.
Del compadre no supo más. Nunca volvió.
A los años ella vio a ese jefe y lo saludó. Él hizo muecas. No la
recordó. Le preguntó si a ella también le había hecho daño, como a mucha
gente. Entonces ella le contó: no, señor, aquella vez usted respetó mi
vida.
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