Las reglas no
escritas para acceder a los más altos círculos del poder incluyen ser una
persona reconocida, respetuosa y leal, hasta normas de vestimenta
Segunda de dos partes
Las de otras dependencias
CIUDAD DE MÉXICO, 12
de mayo.- Desde luego que todas las dependencias tienen su muy amplio catálogo
de normas inéditas. Pero esta nota pretende sólo referir algunas muestras.
Así, veamos la
Secretaría de Relaciones Exteriores. Una de sus reglas decía que el canciller
debería ser un mexicano muy importante y no un mero burócrata del servicio
exterior, normalmente desconocidos en el ámbito nacional. La razón de esto es
muy clara: atiende al imperativo de que los gobiernos extranjeros, comenzando
por sus embajadores, así como todas las fuerzas del exterior reconozcan y
respeten la presencia de ese mexicano de primera, para lo que quieran arreglar
en México y con mexicanos.
Por eso, el actual
canciller de México cuenta con la historia personal de ya haber sido secretario
de Energía y secretario de Hacienda. De lo contrario, cualquier embajador lo
rebasaría y se entendería directamente con el Presidente, si no es que con su
secretario particular. Lo mismo haría un banquero suizo, un dirigente de la ONU
o un comunicador norteamericano. Vamos, hasta el presidente de la FIFA podría
caer en indebidas tentaciones.
No siempre hay
mexicanos de primera para sentarlos, antes en Tlatelolco y ahora en La Alameda.
Entonces, el gobierno tiene que “designar” a cancilleres alternos. Durante
muchas décadas los expresidentes Miguel Alemán y Lázaro Cárdenas se prestaron
para ser cancilleres sin paga y servir a México con patriotismo y con silencio.
Transmitir mensajes de altura, explicar posiciones políticas, representar
advertencias y, muchas veces, hasta ultimátums que no podrían ser depositados
en un diplomático de carrera, aunque tuviera la charola más grande de la
cancillería.
Por eso es permitido
servirse de uno o varios mexicanos que puedan cuidar nuestros intereses
diplomáticos de acuerdo con sus conexiones, a sus especialidades y a sus
posicionamientos.
La Secretaría de
Hacienda tiene un cúmulo grande de normas no escritas. Algunas son similares a
las de otras dependencias como la de que su titular debe ser un hombre conocido
y respetado medios mexicanos y en muchos otros del extranjero. Otras normas son
concurrentes como aquella de que en Hacienda, en Gobernación, en la Defensa
Nacional y en la Procuraduría no puede meter ni sus narices la Secretaría de la
Contraloría, hoy de la Función Pública.
Pero hay algunas muy
exclusivas que le brindan atribuciones más allá de las leyes escritas. Una de
las más importantes es que el secretario de Hacienda puede objetar, en corto y
en discreto, los impulsos gastalones de su patrón. Es decir, tiene permiso para
advertirle al Presidente lo que pretende
gastar de más, de indebido o de inoportuno. Alguna vez esta norma se ha
transgredido, sobre todo con aquello de que “las finanzas públicas se manejan
desde Los Pinos”, pero las consecuencias todavía no acaban de pagarse.
También es muy
sabido que, en México, el secretario de Energía es el secretario de Hacienda.
Él es quien determina los precios, la expansión, la inversión, el gasto y la
producción de las empresas energéticas del Estado. Si tenemos una dizque
“Secretaría de Energía” es para taparle el ojo al macho y que no nos critiquen
los extranjeros pero, en realidad, esta no resuelve nada que no haya resuelto
el titular hacendario.
Se dice, incluso,
que todo secretario de Energía que pretende serlo de verdad, así como todo
director de Pemex o de CFE que no reconozcan la autoridad suprema de Hacienda,
tienen contados sus días. Se dice que el último titular de Energía que quiso
cumplir fue Francisco Labastida pero, en l986, el alto mando financiero del
gobierno logró conducirlo a la gubernatura de Sinaloa.
Quizá la más
importante de las atribuciones no escritas del secretario de Hacienda es su
potestad para convertirse en el auténtico jefe de la economía mexicana. Desde
luego que muchos de ellos han rehuido tan enorme responsabilidad, pero los que
la han asumido se han convertido en ultrapoderosos y supereficientes. Comentaré
alguna de las ocasiones más notables.
Se cuenta que corría
agosto de 1958 cuando el ilustre presidente Adolfo López Mateos, entonces
electo, le hizo saber a Antonio Ortiz Mena que sería su secretario de Hacienda.
A partir de entonces, el futuro secretario compartía jornadas vespertinas con
algunos miembros de su inner circle.Se cuenta, y debe ser cierto, que un día
les hizo un planteamiento muy trascendente. “La situación está más complicada
de lo que pensábamos. Sólo tenemos una solución. Para tener una buena hacienda
es imprescindible tener una buena economía. Por lo tanto ayúdenme con el manejo
de la Secretaría que yo, con la autorización presidencial, me encargaré del
manejo de la economía”.
Digo que debe ser
cierto porque así sucedió durante dos sexenios. Ortiz Mena se convirtió en el
coordinador general de la economía mexicana. Todas las áreas económicas del
gobierno actuaban bajo su supervisión y última palabra. Así, el país pudo
crecer, durante década y media a 8% anual casi sin inflación. Lo llamaron en
todo el mundo “el milagro mexicano”. Economistas y políticos de todo el orbe
venían a aprender del “desarrollo estabilizador” y a pedir sus recetas sobre
crecimiento, distribución y estabilidad a una generación de gobernantes
mexicanos.
La Procuraduría General de la República, ésta
una de las dependencias que tiene también muchas consejas en forma de
regulación no escrita. Pero, de entre todas ellas, son interesantes aquellas
que tienen que ver con la conducción de sus más altos funcionarios. Hay cuatro
referentes normativos no escritos que el funcionario de la procuración no debe
perder de vista: la lealtad, el poder, la valentía y la pericia.
Sobre esto hay una
importante y sintética enseñanza anecdótica. Corría octubre de 1958. Adolfo
López Mateos, entonces Presidente electo, la había informado a Gustavo Díaz
Ordaz que sería secretario de Gobernación y que le pondría al tanto de las
demás designaciones.
Una tarde, muy lleno
de contento porque ya había resuelto una designación tan difícil le dijo, con
gran entusiasmo: “Gustavo: ya tengo procurador General de la República. Será
Fernando López Arias”.
Díaz Ordaz, que no
sentía aprecio por López Arias, permaneció en silencio. López Mateos, que era
muy caballeroso, lo motivó a expresarse. Le preguntó si sabía algo que él
ignoraba o cuál era su personal opinión. El poblano simplemente dijo que le
parecía acertada la decisión, como todas las de su patrón.
El ilustre
mexiquense, con amplia generosidad, le brindó la siguiente explicación a su
subalterno. “Mira Gustavo, para ser procurador General de la República se
requiere llenar cuatro requisitos. El primero, ser un hombre de lealtades a
prueba de todo. El segundo, tener un conocimiento perfecto del funcionamiento
del sistema político mexicano. El tercero, tener el valor suficiente para
tomar, oportunamente, las más graves decisiones. Y el cuarto… se me olvida… ya
lo recordé (riéndose). Ser abogado, porque lo ordena la Constitución”.
Esta
anécdota-lección no deja lugar a dudas. La Procuraduría General de la República
es la institución gubernamental, dependiente del Poder Ejecutivo, con mayor
rango constitucional jurídico. A pesar de que casi toda la ciudadanía la ve
como una simple agencia antinarcóticos, esta función es insignificante en
comparación con la majestuosidad que tiene atribuida como la verdadera abogacía
de la nación.
No todos los
Presidentes de la República la han visto ni considerado de la misma manera. Han
sido muy diferentes y, en ocasiones, hasta contrastantes la PGR de Adolfo López
Mateos, la de Ernesto Zedillo o la de Felipe Calderón, por no mencionar más que
a tres de los 21 presidentes que hemos tenido desde que existe
constitucionalmente esta procuraduría.
Pero este referente
me parece ineludible para descifrar el futuro que le puede esperar a esta
institución en la próximas décadas. Porque así como hay Presidentes que la han
concebido como una comisaría policiaca, otros la han considerado como una
consejería jurídica, algunos como un brazo de represión política, otros más
como una dependencia maloliente y no ha faltado el que la utilizado como un
empleo tan solo útil para acomodar a un amigo desempleado.
La parte secreta es
el perfil de procurador general que le gustaría al Presidente en turno. El del
bufete o el de la comisaría. El que sabe meterles a los criminales 50 golpes o
el que sabe meterles 50 años. Es bien sabido que a todos los Presidentes les
gustaría un procurador valiente que no le tuviera miedo a las delincuentes,
pero no a todos los Presidentes les gustaría un procurador tan valiente que
tampoco le tuviera miedo al Presidente.
La Regencia Capitalina o Gobierno del Distrito
Federal es una institución que ha cambiado su dependencia jerárquica desde 1997
y ya no depende del Ejecutivo federal ni este designa a su titular, hoy electo
por voto ciudadano directo. Por eso, muchas de sus reglas no escritas han
perdido vigencia. Pero nada garantiza que no vuelvan a cobrar vida propia en un
futuro.
Una de ellas deviene
de que, durante las siete décadas de gobierno priista, siempre se buscaron y se
encontraron fórmulas de equilibrio político, como instinto de sobrevivencia.
Todas ellas fueron consuetudinarias y ninguna llegó a formar parte de un manual
escrito pero, eso sí, puntualmente observado.
El regente soportó
una limitación, dado su enorme y privilegiado poder. Era el único funcionario
que, al mismo tiempo, fungía como ministro y como gobernador. Trabajaba como
anfitrión de los poderes federales. Sus policías, sus recaudadores y sus
agentes del Ministerio Público atendían a los miembros del gabinete, del
Congreso y de la Suprema Corte. A los empresarios y a los comunicadores. A los
embajadores y a los líderes.
Además manejaba uno
de los presupuestos formales más cuantiosos. Pero, por encima de ello, manejaba
un presupuesto informal que superaba en diez o veinte veces el formal.
Ese hombre todopoderoso
debía tener una limitación o no podría con él ni su propio jefe. Una de las más
notorias fue que al procurador capitalino lo designaba el Presidente. Esto
estaba en la ley. La otra, no escrita, fue que a los magistrados y jueces
tampoco los ponía el regente sino el secretario de Gobernación. Pero, además,
el sistema encontró dos poderosos candados. Uno de ellos es que no tuviera
futuro político. Ni la Presidencia ni nada. El otro es que, debido a sus
encomiendas informales, a sus patrocinios y a su operación, siempre quedara con
“un pie en la cárcel”.
Hoy, decíamos, este
hombre ya no es del Presidente. Los cuatro que han sido electos desde el 97 y
los dos que han sido sustitutos, han pertenecido a un partido distinto que el
de los cuatro presidentes mexicanos en ese mismo periodo. Pero ¿qué sucederá si en un mañana
las identidades se alinean? Muy pronto el gobernante capitalino le robaría los
reflectores, la clientela y las posibilidades que brinda el tiempo futuro.
Otras reflexiones
finales
Habrá quienes duden
que estas reglas no escritas tienen que ver hasta con el vestuario, el traje,
la camisa, la corbata, el reloj y los accesorios. O de otra manera, ¿cómo saber
cuál es el reloj apropiado sin caer en la farsa insincera de usar un
“reloj-patito” de 60 dólares ni, tampoco, en la insolencia ostentosa de portar
un “reloj-joya” de 60 mil euros? Podría decirse que el reloj-oficial tiene
marca determinada y debe costar lo que entre una semana y una quincena del
sueldo del funcionario.
Pero, también tienen
que ver con los colaboradores, los discursos, las crisis, la familia y las
debilidades. Por ejemplo, el buen político no se viste con la misma ropa que su
jefe para no parecer un “copión” y para no competir con él. Desde luego, no
acudir al mismo restaurante que su jefe eligió ese día, para no incomodarlo. No
adquirir una casa mejor que la de su jefe aunque tampoco vender la que ya
tenía, aunque resulte superior.
Sobra decir que debe
preguntar al Presidente si en tal fecha puede renovar el automóvil de su hijo,
puede celebrarse la boda de su hija o puede cambiar de amante informando,
también, el nombre de la nueva agraciada para certificar que la superioridad no
tiene objeciones de sus antecedentes, de sus amistades ni de sus motivaciones.
Tienen que ver desde
temas que parecen frívolos como la oficina y su decoración. Veamos esto. La
primera zona la del escritorio está diseñada para que funcione la autoridad;
allí recibe y atiende el gobernante. Allí lo acompañan solamente su poder y su
deber. Allí no hay concesiones ni sentimientos. La ley y la obligación de cada
quien. La del ciudadano y la del funcionario. Al hombre de Estado que recibe en
el escritorio no puede pedírsele nada que la ley no conceda. No se le puede
ofrecer nada que la ley no permita.
Más aún, a su lado y
hacia el frente de su interlocutor, siempre está deliberadamente colocada una
bandera nacional y a sus espaldas el retrato de su superior o de algún héroe.
En esa zona de la oficina no hay retratos de su familia ni de sus amigos. Ningún
recuerdo personal ni diploma alguno. Cuando mucho, su nombramiento o algún
emblema de su jerarquía.
Una segunda zona es
el área de juntas. La gran mesa donde se desarrollan las sesiones de trabajo,
principalmente con los colaboradores. Allí el funcionario medio se humaniza en
algo. Allí afloran sus dudas, sus ignorancias, sus precauciones. Allí se puede preguntar
lo que no se sabe. Se puede opinar lo que se cree. Allí se puede disentir y
hasta discutir. Sin embargo, allí hay límites. Cuando el que debe decidir
decide que ya decidió o cuando decide que no va a decidir la ecuación de los
equilibrios cambia de súbito. En ese instante la mesa se convierte en
escritorio y el conductor en jefe.
Una tercera zona es
la que algunos llaman el área de cortesía, otros la conocen como el recibidor y
nuestros padres o abuelos le llamaban el terno. Esa es la pequeña salita en la
que el anfitrión nos recibe como si fuera nuestro amigo o porque de verdad es
nuestro amigo. Allí reina la distensión. Los retratos son personales. Los
adornos casi siempre son propios. Allí se trata de simular el ambiente
hogareño. Como si el anfitrión nos recibiera en su casa. Eso no significa que
allí se va a sincerar con nosotros. Simplemente que allí podemos sincerarnos si
queremos. Ya él sabrá qué hacer con nuestra sinceridad.
Así, hasta temas tan
graves como cuando hay necesidad de invitar a un alto y superior jefe a
comprender que ha llegado el momento de ingresar al doloroso terreno en el que,
para funcionar, la política tiene que apartarse un poco de la ley o de los
valores.
El código no escrito
del verdadero oficio político dice que ese tipo de propuestas tienen que
germinar en el jefe, sobre todo si se trata del Presidente y, cuando más, sólo
se le pueden acercar si se acatan tres imperativos.
El primero, que no
se utilicen palabras precisas y concretas sino aquellas meras insinuaciones que
permitan al jefe tener el mayor espacio de maniobra. El segundo, que se haga en
la más absoluta privacidad, discreción y secrecía. El tercero, que se incline
la cabeza y se baje la mirada para subrayar el respeto, para desterrar la
insolencia y para no espiar hacia el interior de las reacciones del jefe del
Estado mexicano. Vamos, que quede en ambos la certificación de que no son un
par de cínicos y que lo que van a hacer, por obligación, lo sufren y no lo
gozan.
No está por demás
decir que el buen político sabe disentir de su jefe, porque es una obligación
básica alejarlo del error o de la equivocación. Pero debe hacerlo observando
las siguientes reglas. La primera, que utilice palabras comedidas. La segunda,
que planteé su posicionamiento como teorema y no como axioma. La tercera, que
lo haga una sola vez por cada tema y no esté repitiéndolo. La cuarta, que lo
haga en privacidad.
Una regla muy
importante consiste en que nunca debe mentírsele al jefe. Pero, por encima de
todo, jamás mentirle si ese jefe es el Presidente. Las consecuencias del engaño
pueden resultar catastróficas y no me refiero a las personales para el
embustero, que bien merecido se las tendría. Me refiero a las consecuencias
nacionales que habríamos de pagar todos los que no hicimos nada para
merecerlas.
Para no ejemplificar
indiscretamente con lo de otras personas lo haré conmigo mismo, compartiendo lo
que me sucedió en diversas ocasiones, todas con diversos presidentes. Una de
ellas, el Presidente me convocó para consulta jurídica. Me recibió con otros de
sus colaboradores y de inmediato me planteó su problema y su posición frente al
mismo, la cual era contraria a la de los otros funcionarios. Cuando me invitó a
opinar, tuve que decirle que ellos tenían la razón y no el Mandatario. Para mi
fortuna, fue entonces cuando se sinceró y me reveló que había invertido las
posiciones para que, si yo le concedía la razón, no pareciera una vulgar
cortesanía. Fue entonces cuando, como se dice, me volvió el alma al cuerpo.
La segunda se dio cuando
fui llamado para una opinión política. Antes que nada, me preguntó que si
seguía siendo tan sincero como siempre. Le contesté que yo decía verdades y
mentiras como todos los hombres. Que recordara, de nuestra juventud, cuando les
mentía a mis padres, a mis maestros o a mis novias. Pero, al no mentirles jamás
a los Presidentes, ya se había olvidado de cómo fui. Se rió y entró en materia.
Me preguntó si
consideraba que se había equivocado en la designación de un cargo del gabinete,
ocurrido años antes. Le contesté que si el Presidente de México me honraba al
permitirme ver su valentía en confesarme sus dudas sin ninguna vergüenza, yo
sólo podría tratar de corresponder mostrándole mi sinceridad y reconocerle que
me parecía un error la designación de ese ministro.
Me dijo: “¿Lo
consideras muy pendejo?”. Le respondí que no tenía nada de tonto sino, al
contrario, que era muy inteligente. Pero también, que era muy ambicioso y que
había sido instalado en una dependencia que lo hacía muy poderoso. Que esa
triple combinación podría desequilibrar el poder presidencial sobre todo en las
grandes decisiones sucesorias. Me dijo que pondría pronto remedio y así lo
hizo, unas semanas después.
Por mi parte, cuando
esa noche llegué a casa, me encontré con que me había enviado una caja de su
presidencial y costoso vino. Era toda una deferencia porque no era “un” vino
sino que era “su” vino. Pero, en el código secreto, eso significaba que estaban
pagados mis servicios de consultoría. Aclaro que yo no esperaba nada, ni siquiera
un regalo.
Esta sinceridad
también alcanza a los presidentes que no son nuestros jefes. Las dos siguientes
las viví con mandatarios de los sólo amigo. La primera es chusca. Cierto día me
preguntó si me gustaron y utilizaba las mancuernillas que me había enviado en
mi más reciente cumpleaños. Con toda vergüenza le confesé que había perdido una
de ellas. Se rió y me dijo: “La tiraste aquí en tu anterior visita, la
recogieron y me la entregaron. La identifiqué por tus iniciales. Tuviste mucha
suerte en recuperarla”. A ello le contesté: “No, señor Presidente. Mi suerte no
fue recuperarla. Mi gran suerte fue no haberle mentido”. Su carcajada me
complació mucho.
La otra fue
dramática. El Presidente anunciaría una importante medida gubernamental y fui
invitado a escucharlo. Cuando terminó, me preguntó mi opinión. Le dije que mi
opinión era buena siempre y cuando él estuviera consciente de que no era la
solución del problema sino tan sólo su paliativo. Me dijo que sabía que esa no
era la verdadera solución. Le expresé que su realismo me dejaba tranquilo.
Pero, al final de cuentas, nunca buscó la solución definitiva. Por eso, nunca
he sabido si me mintió o si, contra su voluntad, tan solo fracasó.
La última que
narraré fue con el candidato presidencial de mi partido a quien, desde la
campaña, le había prometido mi franqueza y mi lealtad, como si ya fuera
Presidente en funciones. Cuando terminó un evento al que lo acompañé, ya junto
a su vehículo, en tono muy ufano y triunfalista, me preguntó: “¿Cómo estuve?”.
Mi respuesta muy seca fue: “Estuviste de la chingada”. Me creyó y se preocupó.
Me dijo: “Vámonos juntos y platicamos en el camino. Súbete adelante y yo
manejo”.
En fin, toda esta
nota ha sido el intento de un mínimo acercamiento con esas leyes políticas
inéditas con las que cuentan todas las sociedades civilizadas. No está por
demás aclarar que muchos políticos niegan su existencia y fingen que todo se
aprende por generación espontánea. Es imposible creer que un sistema ha
funcionado con alta eficiencia, durante casi un siglo, a través de miles o
millones de individuos que hacen y piensan lo que les viene en gana.
Por eso resultaría
conveniente una propuesta de funcionalidad que permita la operación de la
gobernabilidad a partir del conocimiento perfecto del funcionamiento del
sistema político mexicano. Sin embargo, este sólo se logra a través del
ejercicio profesional de la política toda vez que las reglas mexicanas, como
las de muchos otros países, son complejas, consuetudinarias y sumamente
crípticas. Ello obliga al diseño de los mejores sistemas que permitan la
incorporación de políticos de recambio sin la remisión integral de los ya
tecnificados.
Porque, como le
hemos dicho, no existe ningún libro donde se encuentren editadas las reglas del
sistema político mexicano. Por ello, sólo experimentando el ejercicio de la
política puede despejar cada quien las dos o tres mil respuestas de su
funcionamiento.
De que otra manera
podría alguien resolver este cuestionario de mero ejemplo. ¿Con cuáles miembros
del gabinete le conviene al Presidente que tenga amistad el secretario de
Gobernación? ¿Con cuáles no le conviene que la tenga? ¿Por qué los congresistas
del PRI usan distinto método en la Cámara de Diputados o en la de Senadores?
¿Quién debe decidir y bajo qué criterio la cámara de origen de cada iniciativa
presidencial? ¿Cómo se integra el gabinete alterno? ¿Cómo se designa un
gobernador adjunto? ¿Qué grupos tienen derecho a colocar por lo menos un
miembro del gabinete?
Estas preguntas y
miles más tienen que ver con el gobierno, el Congreso, los estados, los
partidos, la empresa, las fuerzas armadas, la banca, las universidades, los
tribunales, los sindicatos, los gremios, la prensa, la televisión, la radio, la
diplomacia, el campo, la fábrica, las iglesias, las potencias, los financieros,
los profesionistas y los cárteles.
De allí la
conveniencia de tomarse en serio la propuesta de funcionalidad de los expertos.
Porque, en palabras simples, los motivos y propósitos del perfeccionamiento
político mexicano no son estéticos ni éticos sino cinéticos. Es decir, no
deberá lograrse para que el Estado se vea mejor ni para que sea mejor sino para
que funcione mejor.
También debe quedar
en claro que muchos políticos mexicanos no las conocen a plenitud.
Independientemente de su jerarquía quizá sólo una décima parte de los políticos
mexicanos son los que conocen y practican el manual completo. Ellos son la alta
clase política, la aristocracia política mexicana. Sin duda la más importante y
reconocida escuela política de todo un siglo latinoamericano.
Es esa la clase
política que creó los partidos gobernantes y los partidos opositores más
sólidos y vigorosos del subcontinente. La que evitó revoluciones sin usar la
fuerza armada. La que transformó sus estructuras vitales sin sobresaltos y sin
retrocesos.
En ese linaje
político ha sido notable la aparente facilidad con la que hacen sus
realizaciones. Se creería que nada les cuesta trabajo. Saben para lo que es el
poder y cómo debe llevarse. Y lo llevan muy bien. Se mueven con él como si
fuera un traje a la medida o, más aún, como se lleva la piel. Hacia donde se
mueve el poder va con ellos. Estos hombres pueden ser comparados con aquellos
patinadores, bailarines o acróbatas que realizan sus rutinas como si fuera muy
sencillo. Provocan el deseo de imitarlos suponiendo que cualquiera podrá
hacerlo igual.
En algunas ocasiones
esos artistas de magistral destreza hacen necesario que el público ingenuo
quede advertido de no intentar ninguna emulación porque podría resultar en una
fatalidad. Quizá la política debiera disponer de cautelas similares. Explicar a
todos los tarugos que quieren meterse a gobernar, suponiendo que ello es muy
fácil, que en el intento pueden llegar al desastre o pueden llevar a sus
pueblos a los terrenos de la catástrofe.
Por encima de
ideologías, de partidos, de poderes, de generaciones, de facciones, de clases y
de intereses, el código secreto de la política ha regido a plenitud de
vigencia.
*Político y
abogado. Presidente de la Academia Nacional, A.C
(DOSSIER
POLITICO/ José Elías Romero Apis / Excelsior/ 2014-05-13)
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