Los
Caballeros Templarios cobraban tenencia, gravámenes por el peso del
ganado y estaban por instalar otro impuesto predial. Durante años ese
cártel había hecho del sureste de Jalisco su zona franca, región que era
predio particular de uno de sus líderes, El Chango Méndez. Sin embargo,
la paciencia de los pobladores se agotó. Ahora siguieron el ejemplo
michoacano: están armados, declararon una nueva batalla contra los
traficantes y ya alcanzaron algunos triunfos…
JILOTLÁN
DE LOS DOLORES, JAL. (Proceso).- En la casa del Chango Méndez –al
centro de este pueblo del sureste de Jalisco, colindante con Michoacán–
hay todavía un pequeño rodeo y palenque donde hace algunos años se
reunía a apostar con sus socios, Servando Gómez, La Tuta, y Nazario
Moreno, El Chayo. En aquellos tiempos no se movía una hoja sin su
permiso.
De 2001 a 2013 los tres dominaron todo este territorio
mediante los cárteles que fundaron. Primero fue La Empresa, luego La
Familia Michoacana y al final, después de un rompimiento, Los Caballeros
Templarios.
Hoy ese inmueble de un solo piso con pared de tabique
pintada de amarillo está tomado por el Ejército, que se instaló hace
unos meses y lo convirtió en un pequeño cuartel. Desde ahí apoya a los
grupos de autodefensa que se trasladaron desde Michoacán para “liberar”
al menos siete pueblos de esta región jalisciense, entre ellos El
Limoncito, Las Lomas y Rancho Nuevo.
Otra vivienda del Chango
Méndez, edificada a unos metros del palenque, fue tomada por la policía
de Jalisco. Funcionaba como refugio del capo y casa de seguridad. Ahí,
según pobladores, el traficante mantenía a la gente secuestrada que
luego asesinaba con un mazo. Los cuerpos los quemaba.
Esas
residencias no son tan ostentosas como las del Tucán, en los municipios
michoacanos de Antúnez y Nueva Italia. Pero desde ahí se decidían cosas
igualmente importantes.
Para llegar a Jilotlán de los Dolores hay
que pasar por Buenavista Tomatlán y recorrer unos 15 kilómetros de
terracería. Hace siglos esa localidad albergaba un asentamiento indígena
diezmado por los conquistadores y las enfermedades españolas y mucho
después por las fuerzas revolucionarias. Con todo, terminó
convirtiéndose en un pueblo de productores agrícolas y ganaderos
prósperos, hasta que llegó otra peste, la del narcotráfico.
En
julio del año pasado, hartos del sojuzgamiento de Los Caballeros
Templarios –que cobraban 200 pesos por auto o camioneta, 100 por
motocicleta, dos pesos por kilo de vaca y estaban a punto de crear un
impuesto predial paralelo– los pobladores se levantaron en armas
apoyados por las autodefensas michoacanas de La Ruana, Tepalcatepec y
Coalcomán.
Alberto Magaña Corona, uno de los habitantes más viejos
del lugar, dice que Los Templarios se sentían los reyes y hacían y
deshacían con la vida de la gente. El ceño se le frunce cuando recuerda a
José de Jesús Méndez Vargas, conocido como El Chango, El Pastor o
Médico, originario de El Aguaje, Michoacán, quien de 2006 a 2011 lideró a
La Familia Michoacana junto con El Chayo. “Era un perro asesino”,
espeta.
Historia de la oscuridad
A finales de los
noventa Méndez empezó a delinquir junto con Carlos Rosales Mendoza, El
Tísico, detenido en 2004 por ser colaborador de Armando Valencia
Cornelio, El Maradona, líder del Cártel del Milenio o de Los Valencia.
El
temor que despertaba El Chango aumentó después de que se aliara con
Osiel Cárdenas Guillén, jefe del Cártel del Golfo. El objetivo en común
era expulsar de Michoacán a Los Valencia, los anteriores patrones de
Méndez. Esa batalla provocó decenas de homicidios en Jalisco.
Cárdenas
fue detenido en 2003 y Rosales Mendoza en 2004. En este contexto, El
Chango Méndez se asoció con El Chayo. Empezaron a controlar varias
plazas en el estado y a enfrentarse con el Cártel del Golfo-Zetas,
interesado en el mismo territorio. En 2006 Méndez y Moreno dieron a
conocer la existencia de La Familia con mensajes que dejaron junto a
víctimas mutiladas y comenzaron su expansión hacia Guanajuato, el Estado
de México, Guerrero, Colima, Jalisco, Baja California y Tamaulipas.
El
Chango Méndez operaba personalmente desde Uruapan hasta Apatzingán, Los
Reyes, La Ruana, Buenavista, Tancítaro, Sahuayo, Peribán y Cotija, así
como en diversas comunidades de la frontera entre Michoacán y Jalisco,
parte de Guerrero y el Estado de México.
En 2010, tras un
enfrentamiento con la Policía Federal en el que presuntamente murió
Nazario, adquirieron mayor protagonismo Enrique Kike Plancarte Solís y
Servando Gómez Martínez, La Tuta.
Un año después El Chango se fue a
vivir a Jilotlán de los Dolores. En el patio trasero de la edificación
principal construyó el pequeño rodeo que también servía como palenque.
El otro inmueble, de dos pisos, era su búnker. Toda la finca era su
centro de operaciones secreto.
“No nos dejaban en paz, nos tenían
aterrorizados. Si nos atrevíamos a hablar nos mataban. Pasaban a
nuestros domicilios a dejarnos los libros y hasta discos con sus
idearios, en los que decían que si los traicionábamos nos desaparecían.
Por eso si alguien del gobierno o los soldados preguntaban si conocíamos
a La Familia Michoacana decíamos que no, aunque supiéramos dónde vivían
sus integrantes.
Nadie hablaba. Nos quitaban propiedades, vacas,
ranchos, todo lo que podían. Así ya no podíamos vivir”, cuenta a Proceso
Alberto Magaña.
Fueron cuatro años de terror, recuerda; años en los cuales El Chango reinaba en esta zona de difícil acceso.
Durante
ese tiempo el mafioso empezó a tener problemas dentro de La Familia.
Quiso asumir el control total de la banda, lo que lo enemistó con
Plancarte y La Tuta, quienes en marzo de 2011, mediante pancartas,
dieron a conocer el surgimiento de Los Caballeros Templarios y la guerra
contra El Chango Méndez.
Las consecuencias no tardaron. El 27 de
mayo de 2011 El Chango tenía agendada una reunión con sus operadores en
Las Lomas, municipio de Jilotlán de los Dolores. Ahí llegó la Policía
Federal y detuvo a 40 presuntos integrantes del grupo delictivo. Méndez
se salvó pero no duró mucho en libertad. Un mes después fue detenido en
Aguascalientes.
Pero la serie de aprehensiones no acabó con el
terror. Los nuevos dueños aquí de la vida y la muerte eran Los
Caballeros Templarios.
Septiembre rojo
Bonifacio
Rangel tiene 41 años pero parece más joven. Las canas apenas se le
notan cuando se quita la gorra para secarse el sudor. La región donde
vive es semiárida y la temperatura normalmente rebasa los 30 grados. En
tiempos de calor nadie quiere salir al campo.
Boni, como le dice
su joven esposa, fue secuestrado por La Familia Michoacana hace tiempo.
Tras varios días de tortura –lo amarraban y amordazaban para echarlo al
agua y luego golpearlo– lo soltaron gracias a la llamada de un amigo que
les pidió a los delincuentes dejarlo en paz. “A partir de ahí dijo que
ya no permitiría que lo secuestraran de nuevo”, recuerda su mujer. Y se
unió a las autodefensas. Por esa razón le mataron a cinco de sus primos.
Dos de ellos fueron quemados en las inmediaciones de la residencia del
Chango.
El 21 de septiembre del año pasado Bonifacio fue a visitar
a Alberto Magaña, en La Loma, para comentarle que ya sabía que los de
La Familia Michoacana querían matarlo porque se había unido a las
guardias comunitarias. Por eso llevaba un cuerno de chivo: para
defenderse.
A las 11 y media de la noche ocurrió lo que temía. Lo
recuerda claramente. “Llegaron tres camionetas con unos 10 o más hombres
armados y comenzaron a disparar a la casa. Adentro estaban Alberto, su
esposa y su hija de 13 años, además de mi cuñado René, otro familiar y
yo. Gritaron: ‘¡Ya sabemos que estás aquí, hijo de tu chingada madre, te
vamos a matar!’ Cuando me di cuenta salí de la casa y me protegí en
este poste”, y enseña el pedazo de cemento que quedó cacarizo de tanta
bala.
“Desde aquí les hice frente y empezó la putacera. Miré a dos
que bajaban de una camioneta y tumbé a uno que era el jefecillo. Otro
lo quiso ayudar y al agacharse dejó libre parte de su espalda
desprotegida del chaleco antibalas que llevaba, por ahí le metí otro
balazo. Otros me contestaron con más balazos y uno me dio en el pie, lo
atravesó y se metió en el otro pie”, detalla. Se sube el pantalón hasta
la rodilla mostrando las heridas y la falta de hueso en la pantorrilla
izquierda.
“Chorreaba sangre y me arrastré hasta la recámara, ahí
vi a la esposa de Alberto y le dije que se agachara, apenas lo hizo y
entró una bala que la hubiera matado. Ella agarró a su hija y se
metieron debajo de la cama. Yo me arrastré afuera y le dije a René:
‘Toma la escopeta y defiéndete como puedas’; es que no sabe disparar.
Pero mató a uno que quería agarrarme por atrás”, expresa mientras señala
a un corral detrás de la construcción.
“Como les habíamos tumbado
a varios siguieron disparando y nos aventaron unas granadas. A mí me
tocaron dos cerca, que me aventaron hasta atrás, y a René otra, que
cubrió de inmediato con un sombrero y se protegió con un comal de la
cocina y eso lo salvó”, continúa Bonifacio, y muestra la tapa metálica
de un tambo que usaban como comal y los girones de tela negra que solían
ser un sombrero.
Bonifacio explica que el tiroteo duró como 40
minutos y sólo se escuchaban los gritos de los sicarios, que pensaban
que nadie más que ellos tenía armas: “¡Nos tumbaron a varios!, ¿no que
no traían nada?”
Alberto muestra la estancia al fotógrafo Octavio
Gómez y al corresponsal Francisco Castellanos. Hay orificios del
diámetro de un puño en algunas paredes, otros más pequeños en toda la
fachada; en el techo de lámina se ven partes retorcidas por las
granadas. El comal salvador está doblado, casi en el centro. Las paredes
del baño tienen más hoyos. A la familia le llama la atención que
ninguna de las 660 balas que les dispararon –según los casquillos que
juntaron un día después– le dio al cuadro de la Virgen de Guadalupe que
está en una de las dos modestas recámaras.
“Es un milagro lo que
nos pasó, estamos vivos todos”, repite varias veces la esposa de
Bonifacio mientras mira al cuadro sin una raspadura. Una foto de la
familia de Alberto quedó deshecha, lo mismo que todo lo que colgaba de
la pared.
Ahora, puntualiza la joven esposa, su hija de cinco años
y la de Alberto, de 13, viven con estrés postraumático. Lloran sin
motivo, no quieren dormir en sus cuartos, tienen miedo de que vayan a
llegar los sicarios a matarlas y la tristeza las persigue por todos
lados.
Bonifacio camina con muletas desde entonces. Las distintas
operaciones que ha tenido –con un costo de 500 mil pesos– no lo han
dejado bien. “Ya tuve que vender mis vacas y otras cosas y aún no me han
hecho la operación del injerto de hueso que me falta en el pie más
dañado. A ver si alguien nos ayuda”, apunta esperanzado mientras muestra
a los reporteros el camino que siguió durante el enfrentamiento con los
sicarios que llegaron a matarlo.
Alberto suelta su ira con ese
acento del campo que se come algunas vocales. “Esos hijos de su chingada
madre no tienen corazón, por eso nos levantamos en armas y ya no nos
vamos a dejar”.
A unos metros de la modesta casa de los campesinos
la policía de Jalisco ha instalado una barricada con costales de tierra
y un fusil Barrett M-82, que puede tirar aviones y alcanzar objetivos a
dos kilómetros y medio de distancia. La punta de la poderosa arma
equipada con mira telescópica se dirige al camino de terracería por
donde entraron los sicarios que querían matar a Boni.
“Nosotros
sabemos dónde están, ya les dijimos a los policías que vayan hacia Santa
María del Oro, al cerro de Las Parotas, ahí están escondidos entre las
cuevas y los matorrales. Yo conozco bien esos caminos y veredas porque
de chiquillo los caminé a caballo y me las enseñó mi padre y mis
abuelos. Si quieren yo voy”, afirma con coraje Alberto, quien ya pasa de
los 60 años.
A unos metros de su domicilio los policías de
Jalisco han tomado una de las viviendas del Chango Méndez, que en
comparación con los modestos hogares de La Loma parece una mansión. El
otro ha sido tomado por el Ejército, que instaló parapetos a su
alrededor.
“Ojalá que no haya ningún enfrentamiento, pero si
entran los vamos a repeler”, sostiene un teniente coronel que da permiso
para fotografiar la fachada de la propiedad.
“¿Y esa otra casa
que está rafagueada?”, se le pregunta. Levanta los hombros y asegura:
“Ahí se escondió esa gente y como vieron que ya no podían hacer nada se
fueron corriendo y ya no regresaron”.
/ 6 de marzo de 2014 )
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