Jorge Zepeda Paterson
Díganme aguafiestas, acúsenme de receloso y suspicaz, pero me parece
que la realidad ha comenzado a morder el sueño de Peña Nieto de
convertir el regreso del PRI en una época dorada. Los datos vacunan
contra cualquier optimismo, incluso de aquellos que hayan crecido en las
juventudes del tricolor.
Las últimas previsiones sobre la economía mexicana sitúan en 2.7% de incremento del PIB en 2013 para el año uno de la nueva era del PRI. Una cifra decepcionante si consideramos que Peña Nieto prometió durante la campaña electoral que México llegaría a 6% de crecimiento anual a finales del sexenio. Para ello confiaba que este, su primer año, aportara casi un 4%.
La diferencia entre crecer 2.7 y no hacerlo a un ritmo de 4% entraña enormes contrastes en la salud de una sociedad. En primer término en materia de empleo. Recordemos que 2.7% es un promedio de todas las ramas económicas. Significa que algunos crecen a 4% (servicios y telecomunicaciones) y otros apenas crecen o incluso decrecen (construcción). La realidad duele cuando observamos que son los sectores intensivos en mano de obra los que tienen el peor desempeño (agricultura, comercio al menudeo, construcción). Ello explica que en el primer semestre de 2013 se crearon apenas 295 mil empleos, 35.3% menos que en el mismo semestre del año pasado, el último completo de Felipe Calderón. No es casual que en junio el desempleo abierto haya aumentado a 4.9%. El problema cuando se crece tan poco es que la economía no “desparrama”. Vivimos en una sociedad tan distorsionada que los sectores privilegiados absorben prácticamente el exiguo excedente que se genera. Para no ir más lejos, América Móvil (Telcel, Prodigy) crecerá 34% más el segundo trimestre de este año que el mismo periodo del año pasado. Mientras tanto decrecen sectores y actividades en los cuales la mayoría de la población encuentra sustento.
En efecto, se requiere de tasas de 5 y 6% de crecimiento para impactar favorablemente a los bolsillos de una porción importante de la sociedad mexicana. De otra forma, lo único que se consigue es acentuar los desniveles y la desigualdad social. Lo anterior no significa que la responsabilidad sea de Peña Nieto. De alguna forma él hizo parte del trabajo generando las expectativas de un cambio drástico e inminente, de un salto hacia delante luego de la atonía panista. Y digo que hizo su trabajo porque el primer factor para generar un cambio es convencer a otros de que hay condiciones para lograrlo. El problema es que no sólo es un asunto de voluntarismo. Hay también un tema de realidades.
Lo cierto es que el PRI no ha resultado ser el motor de la modernización. A lo largo de estos ocho meses el gobierno de Peña Nieto se ha caracterizado por dar dos pasos adelante y uno atrás. Legislación aparentemente democrática que nunca aterriza en leyes secundarias viables y fieles al espíritu de su letra; reformas que buscan acotar los excesos de los monopolios pero rápidamente contrarrestadas en la administración pública; intentos de impedir el abuso de los gobernadores neutralizados por la tibieza y por el creciente control de los mandatarios sobre sus congresos locales (tal es el saldo de las elecciones de hace dos semanas). Y la tan cacareada eficiencia administrativa, núcleo de su discurso electoral (“nosotros sí sabemos cómo hacerlo”) todavía está por verse. En el primer semestre de este año la administración pública exhibe un subejercicio de 100 mil millones de pesos, casi un crimen cuando la economía da bocanadas en busca de recursos frescos. Inversión y gasto que duerme el sueño de los justos en las arcas oficiales por incapacidad administrativa.
Desde luego que hay un contexto internacional desfavorable. Pero eso no agota la explicación ni disculpa los pobres desempeños de este primer año de regreso priísta. Apenas ha transcurrido la novena parte del sexenio de Peña Nieto, pero hoy por hoy tenemos un país más desigual que el primero de diciembre pasado, creciendo a un ritmo menor que como lo dejó Calderón (3.9% en sus dos últimos años) y con niveles de inseguridad similares.
No se necesitaba ser Nostradamus para pronosticar que había algo de ingenuidad en creer que el PRI sería radicalmente distinto a lo que nos mostró durante 70 años. No se ha cumplido el primer año de su regreso y ya comienza a experimentarse una sensación de déjà vu. Recuerdos del porvenir, pues.
Las últimas previsiones sobre la economía mexicana sitúan en 2.7% de incremento del PIB en 2013 para el año uno de la nueva era del PRI. Una cifra decepcionante si consideramos que Peña Nieto prometió durante la campaña electoral que México llegaría a 6% de crecimiento anual a finales del sexenio. Para ello confiaba que este, su primer año, aportara casi un 4%.
La diferencia entre crecer 2.7 y no hacerlo a un ritmo de 4% entraña enormes contrastes en la salud de una sociedad. En primer término en materia de empleo. Recordemos que 2.7% es un promedio de todas las ramas económicas. Significa que algunos crecen a 4% (servicios y telecomunicaciones) y otros apenas crecen o incluso decrecen (construcción). La realidad duele cuando observamos que son los sectores intensivos en mano de obra los que tienen el peor desempeño (agricultura, comercio al menudeo, construcción). Ello explica que en el primer semestre de 2013 se crearon apenas 295 mil empleos, 35.3% menos que en el mismo semestre del año pasado, el último completo de Felipe Calderón. No es casual que en junio el desempleo abierto haya aumentado a 4.9%. El problema cuando se crece tan poco es que la economía no “desparrama”. Vivimos en una sociedad tan distorsionada que los sectores privilegiados absorben prácticamente el exiguo excedente que se genera. Para no ir más lejos, América Móvil (Telcel, Prodigy) crecerá 34% más el segundo trimestre de este año que el mismo periodo del año pasado. Mientras tanto decrecen sectores y actividades en los cuales la mayoría de la población encuentra sustento.
En efecto, se requiere de tasas de 5 y 6% de crecimiento para impactar favorablemente a los bolsillos de una porción importante de la sociedad mexicana. De otra forma, lo único que se consigue es acentuar los desniveles y la desigualdad social. Lo anterior no significa que la responsabilidad sea de Peña Nieto. De alguna forma él hizo parte del trabajo generando las expectativas de un cambio drástico e inminente, de un salto hacia delante luego de la atonía panista. Y digo que hizo su trabajo porque el primer factor para generar un cambio es convencer a otros de que hay condiciones para lograrlo. El problema es que no sólo es un asunto de voluntarismo. Hay también un tema de realidades.
Lo cierto es que el PRI no ha resultado ser el motor de la modernización. A lo largo de estos ocho meses el gobierno de Peña Nieto se ha caracterizado por dar dos pasos adelante y uno atrás. Legislación aparentemente democrática que nunca aterriza en leyes secundarias viables y fieles al espíritu de su letra; reformas que buscan acotar los excesos de los monopolios pero rápidamente contrarrestadas en la administración pública; intentos de impedir el abuso de los gobernadores neutralizados por la tibieza y por el creciente control de los mandatarios sobre sus congresos locales (tal es el saldo de las elecciones de hace dos semanas). Y la tan cacareada eficiencia administrativa, núcleo de su discurso electoral (“nosotros sí sabemos cómo hacerlo”) todavía está por verse. En el primer semestre de este año la administración pública exhibe un subejercicio de 100 mil millones de pesos, casi un crimen cuando la economía da bocanadas en busca de recursos frescos. Inversión y gasto que duerme el sueño de los justos en las arcas oficiales por incapacidad administrativa.
Desde luego que hay un contexto internacional desfavorable. Pero eso no agota la explicación ni disculpa los pobres desempeños de este primer año de regreso priísta. Apenas ha transcurrido la novena parte del sexenio de Peña Nieto, pero hoy por hoy tenemos un país más desigual que el primero de diciembre pasado, creciendo a un ritmo menor que como lo dejó Calderón (3.9% en sus dos últimos años) y con niveles de inseguridad similares.
No se necesitaba ser Nostradamus para pronosticar que había algo de ingenuidad en creer que el PRI sería radicalmente distinto a lo que nos mostró durante 70 años. No se ha cumplido el primer año de su regreso y ya comienza a experimentarse una sensación de déjà vu. Recuerdos del porvenir, pues.
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