Le avisaron que no saliera en las noches pero él no lo creyó. Le
dijeron de sus otros parientes muertos a balazos en las dunas, nomás
porque eran de ahí. Y de los retenes que los pistoleros de la clica local ponían al antojo, sin que la Policía los molestara.
Pero igual no entendió. Será su juventud, esa energía dispar y loca
que parecía ponerle a temblar los dedos y sacar de sus cavidades los
ojos y zapatear el suelo aún descalzo y tallarse la mezclilla ya gastada
de ese pantalón de por sí despintado y mapeado por el uso.
Decía que quería derrochar sus dieciocho años: estrenar sus dados en los tarros y en el delgado aluminio de las tecate laic,
palpar y cortar con sus dedos los caminitos marcados por el sudor tibio
en la espalda desnuda de cualquier jovencita en medio de la pista de
baile, mover la pelvis aunque no coincida con el punchis punchis pero sí con los estrobos y las luces de muchos colores.
Estar en la barra. En un bar. Andar por el aserrín regado en el piso
de cualquier cantina y si es téibol mejor. Mostrar su credencial de
elector que le da la categoría de ciudadanía mayor de edad, con derecho a
votar y ser votado. Llegar tarde a la casa sin temor a ser regañado y
no antes de las once, como la madre se lo había ordenado.
Nada de eso. Ya era un hombre y tenía pelos hasta en los pelos y no
solo en las axilas. El bigote ya se interponía entre las fosas nasales y
el labio superior, y la derecha empezaba a protestar por tanta justicia
genital con mano propia. Quería salir, respirar, estrenar todo en él
porque todo era nuevo, y ligar, sentir, vivir y fundirse con la noche y
el neón y la luna y la oscuridad de callejón.
Pero no se puede, le advirtieron. Y no entendió. Salió y de regreso,
caminando, confiado, pegó de frente con un retén. Puros morritos de su
edad y hasta de menos. Encuernados, empecherados y con chalecos
antibalas. Pararon a su amigo y también a él. Quiénes son, dónde viven,
qué andan haciendo.
Un titubeante no emergió de su boca. Trató de explicar que vivían ahí
cerca, a tres cuadras, que venían de una fiesta y que no querían
problemas. Pero todo se le amontonó entre lengua y paladar. Y empezó a
temblar cuando uno de ellos se acercó apuntándole. Otro gritó, Déjalos,
son de aquí cerca. Pónganse trucha morros. Y les abrieron paso.
Le dijo a su mamá pero a los días, porque temía que recurriera al
odioso te lo dije. Esperó a que todo se calmara para volver a pisar la
calle, pero ya no de noche ni a los antros. Ahí, a la banqueta, la otra
acera, el barrio. Sobre todo cuando vio al bato que le apuntaba y le
puso el cañón del cuerno en la frente aquella noche: abatido a tiros y
bañado en sangre, en la sección policiaca del periódico.
14 de junio de 2013.
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