Así
como la historia se lee en palimpsesto, desnudando las etapas que la
cubren, el cronista Fabrizio Mejía Madrid se sumerge en el universo de
Televisa y lo desmenuza en sólo 192 páginas. Fulgurantes las imágenes
que describe y en las que desfila la dinastía de los tres Emilios:
Azcárraga Vidaurreta, Azcárraga Milmo y Azcárraga Jean, esos creadores
de fantasmas que, hastiados de la realidad –dice el autor–, optaron por
las fantasías aspiracionales. “Aprendí a vender aire y veme, me hice
rico”, se jactaba el fundador del emporio: su hijo, creador del Estadio
Azteca, supo aliarse con el poder político y multiplicar las ganancias;
el tercero de la dinastía partió de la idea de que todo era televisable
sobre la vida –“Lo que no sale a cuadro nunca existe”; “Lo imposible no
es televisable”– y creó los reality shows. Así es la historia, así es
Televisa, así es la novela… Proceso ofrece un adelanto del libro de
Mejía Madrid: Nación TV. La novela de Televisa, de inminente aparición
bajo el sello de Grijalbo, que traza, precisamente, la forma en que el
consorcio televisivo concibe la información.
…Desde
1969, el presidente Díaz Ordaz inauguró la idea de un noticiero de
televisión que fuera vocero de las oficinas de gobierno. Primero con el
nombre de Nescafé, el patrocinador que pulverizaba en polvo instantáneo
los granos chongueados que no podían comercializarse, y luego como 24
Horas, las noticias eran las del presidente. La noche del 2 de octubre
de 1968 Televisa requisó todos los metros de película en 16 mm que sus
reporteros tomaron de la matanza de estudiantes y los enlató. Y Emilio
Azcárraga Milmo presumía de tenerlos en su caja fuerte. Díaz Ordaz
dispuso de un hombre inamovible que decía las noticias: Jacobo
Zabludovsky. Era la encarnación del Sistema: una esfinge sin profecía,
un locutor que leía limpiamente los boletines del Señor Presidente cada
noche, sin mover siquiera la boca. Un muñeco de ventrílocuo con un
teléfono rojo en el escritorio con una única línea para el secretario de
Gobernación y el presidente en turno, y unos enormes audífonos con los
que no se comunicaba con el floor manager –el “apuntador”, discreto
dentro del oído, se había inventado en Televisa desde 1950–, sino con el
Tigre Azcárraga. El 7 de octubre de 1978 el propio Emilio Azcárraga
había sido nombrado “jefe de imagen” de las actividades del presidente
López Portillo. El antecesor, Luis Echeverría, tenía en ese mismo puesto
al socio y amigo de parrandas del Tigre, Miguel Alemán Velasco. López
Portillo tendría como jefe de comunicación a Pedro Ramírez Vázquez, el
arquitecto del Estadio Azteca y la Nueva Basílica de Guadalupe. En radio
y televisión nombraría a Jaime Almeida, el supuesto experto en música
mexicana de la televisora. Los noticieros de Televisa eran una invención
de la presidencia del Partido. Eran lo mismo: un batidillo entre
transmitir y ejercer el poder.
(…) El primer noticiero fue
a las seis de la tarde del 26 de julio de 1950, en el piso 13 del
edificio de la Lotería Nacional. Era el Canal 4, propiedad de los
O’Farrill, que aguantarían 20 años independientes sólo para doblegarse
cuando el presidente Echeverría los fusionara con la televisora de los
Azcárraga. En el tiempo de esa primera transmisión, sólo había cuatro
aparatos de televisión en el país: en la oficina del presidente Alemán,
en la de su secretario de Comunicaciones y Transportes, en la agencia de
autos de los O’Farrill –el dueño, Rómulo, había perdido un pie,
atropellado por una motocicleta mientras trataba de cambiarle una llanta
a su Packard– y en el piso 17 de la misma Lotería, desde donde el hijo
del presidente Alemán editaba su revista Voz. Todo estaba listo para la
primera transmisión, pero dos técnicos, Miranda, el de los cables, y
Luyando, el de la cámara, se estaban peleando. Se empujaban, se metían
el pie, se nalgueaban. Harto de las bromas, Miranda le hace el gesto del
dedo medio a la cámara. Y es justo cuando están entrando al aire. Así
que, pensó Pérez (Aurelio, el encargado de atender el trato de Televisa
con el Ejército y la Iglesia católica), los noticieros de televisión
empezaron con un dedo obsceno hacia el auditorio…
El dedo medio
era la norma en los noticieros y el huir después también. Eso lo supo
Pérez cuando el candidato de Televisa en Chihuahua, el del Partido,
Fernando Baeza, tuvo que hacer un fraude electoral en 1986 para ganar la
gubernatura. Votaron por él cientos de miles de muertos. La oposición
en Chihuahua tomó los puentes internacionales hacia Estados Unidos, su
candidato empezó una huelga de hambre y llamó a anular la elección.
Todos los días llegaban reportes e imágenes del motín en Chihuahua, pero
Televisa ya tenía un Partido, así que optaron por no decir nada, ni una
línea sobre el asunto. Las protestas se veían en la oficina de
Zabludovsky como si fueran películas pornográficas: se repartían
palomitas de maíz, bebidas, se aplaudían los discursos y las rebeliones
de ciudadanos tirándose al piso para que la policía tuviera que cargar
pesos muertos, y se decidía no pasarlas al aire.
–¿Para qué? Quien
se opone al Partido es, de entrada, un antipatriota: imagínense la
oposición gobernando en un estado fronterizo. El fraude se hizo para
defendernos de los gringos –sostenía Zabludovsky desde la comodidad de
sus trajes negros y su cara impasible.
(…) Pero ese mediodía de
1986, Pérez no alcanzó a vislumbrar que Televisa y el Partido estaban en
un aprieto. Jamás esperó que la oposición de derechas ganara la
elección en Chihuahua y que el Partido se viera obligado a hacer votar a
los muertos. Tampoco alcanzó a atisbar que derecha e izquierda se
juntaran: curas, empresarios y mineros que se manifestaban por las
calles y en los puentes internacionales con Estados Unidos…
–¿Qué
hace la izquierda junto a la derecha en el norte? –preguntó Zabludovsky
una mañana de julio de 1986–. Eso no existe. No es posible.
Lo imposible no es televisable.
(…)
Pérez vio desde lejos la aventura de ir a acallar a la televisora de
Miami, la Spanish Internacional Network. Se quedó tamborileando los
dedos en el escritorio, pensando que a Emilio Azcárraga las cosas le
estaban saliendo mal: unas semanas antes, su médico, el doctor Borja, le
había diagnosticado un melanoma en la pierna derecha, la misma que se
había herido montando a caballo un día antes del accidente de avión en
el que muriera su cuñado, Fernando Diez Barroso. Emilio no creía en los
médicos mexicanos. De hecho, no apreciaba a ningún mexicano, así que
tendría que atenderse en Estados Unidos. Y a eso iba cuando, en agosto
de 1986, le dieron tres infartos consecutivos. Se salvó de milagro, pero
a donde fuera tenía que llevar tanques de oxígeno y un aparato para
monitorearle la presión. Un mes después renunció a la presidencia de
Televisa, el 22 de septiembre de 1986. Pérez vio llegar, en su lugar, a
Miguelito Alemán, que habló de “incorporar a los noticieros algunos
comentarios de la oposición. No todos los días, pero sí de vez en
cuando”. Por órdenes de Azcárraga, Jacobo Zabludovsky tuvo que
despedirse de su noticiero, 24 Horas, dos semanas antes de la partida
del jefe. Azcárraga Milmo y Zabludovsky se verían de nuevo en Los
Ángeles.
Pero antes, el 10 de septiembre de 1986, Zabludovsky
llegó a Miami a silenciar a quienes, desde una televisora que controlaba
el Tigre mediante un prestanombres ítalo-americano (René Anselmo), se
atrevían a criticarlo. Salió de un Rolls Royce en la esquina de la
Séptima de North West y la 22. Zabludovsky había dejado correr la
versión de que viviría en el exclusivo conjunto Brickell. El mensaje era
claro: Televisa tiene el poder para comprarlo todo y a todos. Si no
aceptan, serán fantasmas. Pero nadie esperaba la respuesta de los
periodistas hispanos de Miami:
–Nosotros no hacemos noticieros por
teléfono –le dijo José Díaz Balart, en referencia a la casi nula imagen
que los noticieros de Televisa transmitían.
–No hacemos radio con pantalla –remachó Godoy (Gustavo, el conductor del noticiario de Miami).
(…)
Meses después del fracaso que nunca existió, Azcárraga volvió a la
Presidencia de Televisa. Sus empleados le organizaron una recepción en
un foro de Televisa San Ángel. Entre aplausos, vivas, y saludos desde
las gradas, Azcárraga fue recibido como si su paso por Estados Unidos
hubiera sido una guerra. Y si lo fue, la había perdido. Agradeció a la
multitud pero no usó el micrófono, sólo los apretones de mano. Y regresó
a su oficina cerrada desde hacía meses. Ese olor a aire recluido.
El regreso triunfal de Jacobo Zabludovsky fue entrevistar durante una hora al presidente Miguel de la Madrid…
(…)
Aparecieron más fantasmas. En la campaña presidencial, parecía que el
Partido iba a perder por primera vez en 60 años. Su candidato, Carlos
Salinas de Gortari, se desmoronaba desde adentro de sus camisas
seudomilitares frente a la izquierda entusiasta, harta, desorganizada,
de Cuauhtémoc Cárdenas, el hijo del general que nacionalizó el petróleo.
Los mítines multitudinarios de Cárdenas en Michoacán, Oaxaca, Guerrero,
las universidades, y en el norte, en la Comarca Lagunera, asustaron al
Partido y a los noticieros de Televisa. La respuesta vino en forma de
propaganda negativa.
Un domingo antes de la elección Televisa
transmite un programa especial donde comparan a Cárdenas con Fidel
Castro y al candidato de la derecha, Manuel Clouthier, con Mussolini.
–Programón
–dijo Azcárraga en su oficina del primer piso de Televisa Chapultepec–.
No se preocupen. Todo va a salir bien. Hasta me voy a Europa de compras
para celebrar.
Pero, en la intimidad, le dijo a Pérez:
–Encárgate
de que estos pendejos no dejen evidencias. Porque de que van a joder,
nos van a tratar de joder. Vele llamando a mi juez. Al Chema.
Así
que, una vez más, Pérez era el encargado. Llegó a Temístocles 67, en
Polanco, para verificar que todo fuera limpiado. Ahí estaban los
hermanos Eduardo y Juan Ruiz Healy con Jorge Sánchez Acosta, la tarde
del 3 de julio de 1988, tres días antes de las elecciones
presidenciales. Los tres empacaban a toda prisa videocasetes, cintas de
súper 8, transcripciones estenográficas, computadoras, notas, cuadernos y
agendas…
(…) Pérez se encargó de que en Televisa nunca existiera
el fraude electoral, ni los cientos de muertos de la oposición que se
iban acumulando. México era el que enseñaba Televisa en México, Magia y
Encuentro, de Raúl Velasco, y el de los documentales de Demetrio
Bilbatúa para anunciar la cerveza Corona. Un país pequeño, a la medida,
hecho de boletines presidenciales. Un país que no contaba los cambios
que iba sufriendo con las crisis, los terremotos –lo único que el Tigre
Azcárraga lamentó del derrumbe de Chapultepec 18 fue la pérdida de la
silla donde él y su padre subían a sus empleados para regañarlos… Un
país en sintonía con el presidente Salinas de Gortari, que quería un
encuadre de “lo bueno”, es decir, de sí mismo…
–Lo dramático es
que Televisa representa a un importante grupo de presión y aparece a
diario con 8 o 10 horas de información en la que defiende los intereses
de su grupo. Yo le pregunto al gobierno si ahora aceptaría que la
dirección de todos los periódicos quedara en manos de una sola persona.
Esto estremecería a la opinión pública y, sin embargo, la creación de
Televisa no estremeció a nadie.
Pero la escena –una mentada de
madre de un escritor al dueño absoluto de la televisión mexicana– marca
el intento de Televisa por sentirse culta, universitaria. Con las clases
extramuros –Introducción a la Universidad– Televisa colabora a la
entrada del Negro Durazo al frente de la policía para golpear, violar y
detener a los trabajadores sindicalizados, a quienes sus noticieros
llamaban “delincuentes”.
Lo habían hecho antes, en 1958, en 1968,
ocultando información. Con Echeverría la cosa aún seguía: en 1976 dieron
por buena la intervención del gobierno en un periódico cooperativista,
el Excélsior de Julio Scherer, Jorge Ibargüengoitia y Octavio Paz. Unos
meses después, Televisa sintió que podía sustituir a la Universidad
Nacional con programas como:
“Historia de los neandertales” o
“¿Creación: divina o evolución?” Fue un desastre. Con los líderes
sindicales aún en prisión, denuncias de violación sexual por parte de
decenas de universitarias contra la policía del Negro Durazo, Televisa
pensó en abrir un canal cultural. Y el que le dirigió el discurso al
presidente López Portillo para inaugurar La alegría de la cultura por
Canal 9 no fue un directivo de la televisora, ni un vicepresidente, ni
un administrador: fue un “jefe de piso”, un floor manager, Maximino
Chimino Chávez.
La comida en la que Televisa anunciaba su entrada a la
cultura estuvo animada por la cantante Daniela Romo, el grupo juvenil
Timbiriche y un lanzacuchillos gringo. El presidente López Portillo, sus
secretarios de Gobernación y Comunicaciones y su hermana, Margarita,
que se encargaba de la censura, oyeron ese lunes 18 de enero de 1982
cómo Chimino relataba la nueva aventura cultural de Televisa:
–Esto
es lo que siento que le ha pasado a la televisión en estos cinco años:
hemos tenido un magnífico director, usted, señor presidente, y hemos
tratado todos de colaborar para hacer un buen programa. Cuando lo vi en
la televisión, señor presidente, sentó una gran esperanza y una gran
confianza que había perdido; volví a tener la esperanza de que nos
sacara a todos del hoyo que había al final del sexenio pasado. Ahora, al
pasar estos seis años, veo que mis esperanzas, las esperanzas de todos,
no fueron en vano.
Como usted sabe, porque lo sabe todo, el sábado 23
de enero se abrió un nuevo canal en el sistema: el canal cultural de
Televisa, en el que por ahora nada más vamos a estar de las 19 a las 24
horas, porque es un experimento; pero si sale bien, a lo mejor antes de
que nos despidamos de usted México tendrá un canal cultural y será el
primero del mundo patrocinado por una empresa comercial.
“La
alegría de la cultura” no duró. Maximino Chimino Chávez vio cómo, en
pocos años, el “canal cultural” pasó a ser “El canal de la familia
mexicana”. Azcárraga Milmo definió el cambio así:
–Aquí sólo
tenemos dos unidades: la Nacional y la Familiar. Aquí no existen
terroristas, ni guerrilleros, ni secuestradores. Tampoco maricones.
En 1993, con el presidente Carlos Salinas de Gortari, Azcárraga había endurecido su posición frente a la cultura:
–México
es un país de una clase modesta muy jodida, que no va a salir de jodida
nunca. Para la televisión es una obligación llevar diversión a esa
gente y sacarla de su triste realidad y de su futuro tan difícil. La
clase media, la media baja, la media alta. Los ricos, como yo, no somos
clientes, porque los ricos no compramos ni madre. En pocas palabras,
nuestro mercado en este país es muy claro: la clase media jodida. La
clase exquisita, muy respetable, puede leer libros o la revista Proceso
para ver qué dice de Televisa…
(…) Televisa se ha congelado en
1968 en su idea de los que estamos acá afuera. Después de la matanza de
los estudiantes y por órdenes del secretario de Gobernación, Luis
Echeverría, Televisa inaugura el noticiero 24 Horas, con Jacobo
Zabludovsky. Félix Cortés Camarillo define en abril de 1983 esta orden
presidencial: “Nuestro proyecto informativo se ha basado en la
mexicanidad de la óptica noticiosa”. El patriotismo como forma del
ocultamiento…
(…) Apenas siete meses antes, el 23 de febrero de
1993, Salinas había adquirido una deuda de honor con Emilio (Azcárraga
Milmo). En una casa en Tres Picos número 10, en Polanco, los ricos del
país habían asistido a una reunión para “donar” fondos para la campaña
del PRI.
Azcárraga reportaba tener cinco mil millones de dólares, Carlos
Slim, el beneficiario de la venta de los teléfonos, casi cuatro mil
millones, y los demás, un poco menos de dos mil millones. Salinas había
llegado a las nueve de la noche en punto y su anfitrión, Ortiz Mena,
había dado la bienvenida.
Después, el secretario de Finanzas del
Partido, Miguel Alemán Velasco, había hablado de la necesidad de apoyar
con dinero la campaña presidencial: unos 500 millones de dólares.
(…)
Esa noche, el Partido salió con una donación total de 750 millones de
dólares. Salinas sabía que esa generosa oferta le costaría mucho, pero
la aceptó con apretones de mano, palmadas de omóplatos, sonrisas bajo el
bigote. Vio a los ojos de Emilio y supo que tendría, algún día, que
corresponderle.
Siete meses después, Salinas llega a Acapulco y
comienza el regateo con un comentario sobre la nueva televisora
“desincorporada” apenas en agosto, es decir, con la competencia de
Televisa en canales abiertos que significó la venta de la televisora del
Estado a un particular, Ricardo Salinas Pliego, dueño de tiendas de
electrodomésticos:
–Está bien que se la hayas vendido a ese otro Salinas –le responde Emilio rascándose el vello cano del pecho.
(…)
A Emilio nunca le importaron los periodistas, pero sí la gente. Y aquí
tenían un estadio repleto que se organizaba, por primera vez, para
silbarle a la autoridad y que, extrañamente, lo hacía también para
hacerse presente, lejos de la idea de que eran simples espectadores: la
ola, ese levantarse con los brazos al aire y luego sentarse, para
simular una marea dentro del estadio.
Esa afición le preocupó a Emilio:
se sentían más importantes que el juego que se realizaba delante de sus
ojos y descuidaban la atención sobre la cancha, en los anuncios, para
hacer una ola humana que hacía de cada uno de los espectadores una parte
del estadio, pero sin televisora, sin comerciales, hasta sin jugadores
ni selecciones nacionales.
La ola de gente, sola, sin tutela, sin
respeto, pero organizada. Esa idea le asustó. Pero lo único que pudo
hacer fue tomarse la frente en son de preocupación y, hoy podría
decirlo, vergüenza por el presidente De la Madrid abucheado durante ocho
minutos.
Por supuesto, México no ganó el mundial ese año de la mano de
su técnico Bora Milutinovic, el serbio que hablaba un español muy
aproximativo. Pero la euforia del triunfo de Argentina, de Maradona, la
Mano de Dios, sirvió para aquilatar una nueva ordalía: ganar cualquier
otro campeonato, aunque fuera juvenil. A eso se abocó Televisa desde
1986. Pero, igual, todo hizo agua.
¿Qué había sido de Rafael del
Castillo, el vicepresidente del Comité Organizador del Mundial 1986? Él
fue el de la idea de que México sólo podría ganar el campeonato juvenil
si metían en la selección nacional a jugadores más viejos y
experimentados que lo que decían las reglas. Esa idea tan mexicana:
saltarse las trancas es ganar.
(…) Rumbo a la isla de
Saint Thomas Emilio voltea a ver el cielo y piensa en el espacio ajeno,
frío y oscuro. Piensa en satélites. Piensa en la vida en otros planetas.
En la televisión no hay grandeza, hay un simple negocio: vender
publicidad, vender mentiras, vender deseos, aspiraciones, milagros.
Se
mira a sí mismo por un instante como uno de esos milagreros que actuaban
en carpas y anunciaban curas medicinales en forma de técnicos… Ah,
Televisa. Ese invento de la persuasión unívoca. Jamás de la seducción.
Siempre aspiracional. Nunca representativa. Siempre cómo nos gustaría
ser. Jamás lo que somos. No la vida compleja sino el final en una boda.
Pero, en el fondo, el país, los países de habla hispana, eran Televisa:
facilones, baratos, cambiando siempre su propio cansancio por tonterías
desechables… Yo los entretengo pero, en realidad, lo que quiero es
venderles sueños, aspiraciones, aire.
El vendedor de aire. Ésos eran los
Azcárraga, desde Vidaurreta hasta su hijo, el recién nombrado, Jean,
recién nombrado presidente de Televisa. Aire. Un soplo que dura, cada
día, las 24 horas…
(PROCESO/ Fabrizio Mejía Madrid/ 24 de Mayo 2013)
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