MÉXICO,
D.F. (Proceso).- ¿Hay en México realmente un Estado? Si nos basamos en
las abstracciones políticas, habría que decir “sí”: tenemos una nación
democrática y federal dividida en poderes y sostenida por instituciones.
Todos los días, además, los medios de comunicación nos narran su vida
–sus tensiones, sus leyes, sus pactos políticos, sus confrontaciones,
sus aciertos y desaciertos–, y los analistas se inclinan sobre él, como
un biólogo sobre un espécimen, para entenderlo y buscar sus reacciones
saludables. Sin embargo, en los hechos, es decir, en la existencia de la
vida ciudadana de todos los días, no está.
Un Estado no se mide
por su estructura y la descripción que de ella hace la Constitución;
tampoco por las discusiones que suscita en los medios ni por lo que
dicen sobre él los politólogos desde el confortable universo de sus
cubículos. Se mide por el bien que hace a los ciudadanos. Allí la
realidad es otra: miedo, inseguridad, violencia, estados de excepción en
cientos de zonas del país tomadas por el crimen, decenas de miles de
asesinados y desaparecidos, impunidad, ausencia de justicia, violaciones
a los derechos, arrasamiento de territorios en nombre de inversiones
voraces.
Cuando esto sucede es señal de que el Estado está vacío,
de que sólo existe como un cascarón y una abstracción del pensamiento.
Es señal también de que la mayoría de quienes lo administran ha decidido
convertirlo en una especie de empresa contraproductiva que gestiona la
violencia como un modo de obtener y hacer circular dinero –carece de
políticas reales para controlar el flujo de armas, regular las drogas,
atacar el lavado de dinero y construir un camino de paz–.
Parece como
si el Estado se hubiera convertido en el administrador de un gran rastro
en cuyos cómodos y suntuarios recintos –hay que pasarse un día dentro
de los recintos legislativos, judiciales o de Los Pinos para saberlo– se
discute y conversa sobre las mejoras del establecimiento, mientras el
estertor de las personas a las que dice cuidar, de los cuerpos
desmembrados de hombres y mujeres manchados de sangre llega de fuera
como un rumor imperceptible. Nada, en esos recintos, donde todo es
acogedor y donde las tensiones y diferendos se arreglan en los pasillos o
en las mesas bien provistas de los restaurantes, evoca el horror, el
miedo y el sufrimiento del ciudadano común.
No es exagerada mi
analogía. Desde hace mucho tiempo la vida de los ciudadanos, como lo ha
mostrado con una fina y profunda mirada Giorgio Agamben al analizar los
signos de los tiempos, se ha convertido en vida animal, en vida no
protegida por el Estado.
Aunque diga que se preocupa por ellos y busca
remediar la inseguridad y hacer justicia, la verdadera realidad del
ciudadano es su casi absoluta indefensión: Siempre amenazado por la
violencia de los impuestos –que no redundan en su seguridad–, de los
programas sociales que terminan en la contraproductividad –es decir, en
lo contrario de aquello para lo cual fueron creados–, de las extorsiones
y secuestros de los criminales, de la ineficiencia de los Ministerios
Públicos, de la ausencia de trabajo, el ciudadano se va convirtiendo
cada vez más en un paria, en un migrante, en un enfermo, en una víctima,
en un desplazado o, si logra entrar en los espacios semiprotegidos del
Estado, en un esclavo asalariado y amenazado también por la inseguridad y
la injusticia.
El Estado, hay que decirlo claramente, aunque ello
ofenda los delicados oídos de algunos politólogos que creen que las
abstracciones de las teorías son lo real, está vacío, roto, desfigurado.
Ha abdicado, a causa de su corrupción, de su papel fundamental: cuidar
la paz, la justicia y la equidad de la vida; ha abdicado de su razón de
ser, para servir, bajo la máscara de su Constitución, a la violencia.
Este es un fragmento del análisis que se publica en la edición 1907 de la revista Proceso, ya en circulación.
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