Al finalizar la precampaña
presidencial, la República de las Opiniones alcanzó un consenso: el rival que
tiene enfrente Andrés Manuel López Obrador es Ricardo Anaya, porque José
Antonio Meade se desplomó. Pero se podría hacer un alegato distinto sobre el
candidato del partido en el poder: con una desaprobación del Presidente Enrique
Peña Nieto de ocho de cada 10 mexicanos, que además piensan en la misma
proporción que el país va mal por culpa de él, gasolinazos, ajustes al alza en
las tarifas eléctricas violencia sin precedentes, y doblegados a gritos y
sombrerazos por el belicoso Gobernador Javier Corral, lo sorprendente es que
Meade no haya desaparecido del escenario electoral. Es decir, si las cosas le
pintan mal, podrían haber sido peor.
Esto no quiere decir que en
estos momentos sea una candidatura competitiva. La precampaña de Meade fue
diseñada por personas que si bien participaron en otras elecciones
presidenciales, no eran el cerebro que las movía. Lo hacían colocando ladrillos
y ejecutaban las instrucciones dadas. Su novatez quedó al desnudo con errores
notables. El primero fue el arrancar la precampaña, donde todos iban con Meade
a todas partes, como una corte, pero olvidando que lo importante era construir
una campaña. La solidaridad muégano no gana votos.
El segundo, por la
inexperiencia del coordinador de la campaña, Aurelio Nuño, fue hacer una
precampaña presidencial separada de las precampañas del PRI en los estados y
entre semana. Si la desvinculación de las campañas locales era un error al no
generar una masa electoral poderosa -¿recuerdan las fotografías de Meade casi
sin gente en eventos exteriores?-, realizar viajes entre semana impidieron, por
el temor de violar la ley electoral, que los gobernadores priistas, con sus
aparatos locales, lo acompañaran en los eventos para vestirlos de energía.
La precariedad de esos
eventos contribuyó a la percepción que su campaña no prendía. Al fallar su
equipo, ni siquiera le dieron la oportunidad, hablando en el extremo, de
fracasar por él mismo. Se equivocaron también en el diseño de esta etapa que
era, como lo hizo bien Anaya –López Obrador no tenía esta necesidad- que lo
conocieran. Lo desgastaron con pronunciamientos para demostrar que era el mejor
preparado de todos, sin obtener beneficios tangibles. El objetivo de que el
electorado lo conociera fue un éxito, pero bañado en fracaso.
Su conocimiento se elevó de
20 a 80%, pero a diferencia de lo que pregonaba el líder del PRI, Enrique
Ochoa, que entre más lo conocían más se inclinaban a votar por él, los
negativos de Peña Nieto se le transfirieron dramáticamente. Tanto lo impactó,
que en las últimas encuestas Meade registró más negativos que López Obrador.
Paralelamente, en distintas pláticas con empresarios, su principal base
electoral, lamentan con tristeza que sea candidato del PRI y no de cualquier
otro partido. El lastre del PRI –alrededor del 90% de los mexicanos dicen en
las encuestas, nunca votarían por él-, junto con los negativos del Presidente,
tienen a su candidato en una encrucijada.
¿Cómo cambiar la percepción?
Lo primero que habría que tomar en cuenta es lo que no puede hacer, deslindarse
del Presidente como se ha llegado a plantear, resumido en una pregunta clave
que le hicieron durante una entrevista reciente: ¿Metería a la cárcel a Peña
Nieto? El reduccionismo de la pregunta fue una trampa que, a la vez, lo definió
al responder con evasivas a la pregunta cerrada, como candidato del PRI, no
como ciudadano. Los negativos del PRI y el enojo racional y emocional contra
Peña Nieto tienen una compensación, los poco más de 15 millones de votos
priistas registrados al terminar 2017; es decir, votos logrados con todos los
negativos que arrastra el partido en el poder.
Romper con Peña Nieto sería
el equivalente a Josefina Vázquez Mota en 2012 que hizo una campaña como
panista “diferente” a Calderón, que no le quitó los negativos del ex
Presidente, ni tampoco le dio positivos. Meade no lo hará. Como lo anticipó en
su cierre de precampaña en Tlalnepantla, seguirá el modelo de Alfredo del Mazo en
el Estado de México: asumir los negativos de Peña Nieto y el PRI, y sumarle a
su base electoral votos de aliados e indecisos. Es lo que tiene Meade y no
puede deshacerse de ello. No obstante habrá ajustes en su campaña.
Los cambios vendrán con un
diseño de campaña donde sumarán las campañas de candidatos a gobernadores,
senadores, diputados federales y locales y presidentes municipales en el país,
y modificaciones al modelo de comunicación para hacerlo más inclusivo e
interactivo. La pregunta es si con el equipo actual puede hacerlo, y cuántos de
aquellos que estuvieron en la precampaña sobrevivirán en la campaña. Si no hay
ajustes de personas, parece una precondición, tampoco habrá cambio de
percepciones, aunque la arquitectura de la campaña se modifique. Y si los hay,
habrá que ver cuáles son.
La campaña de Meade tiene que
incluir en la estrategia y operación política a priistas con experiencia que
compensen los bisoños del equipo y le den garantías al PRI que no es una
campaña panista novata disfrazada de tricolor. Los priistas necesitan garantías
de que la candidatura de Meade es competitiva y no una pieza de sacrificio
donde ellos sean parte de los sacrificados. Si no la sienten suya lo
abandonarán. Si esto sucede, la percepción externa de derrota se empatará con
la interna y entonces, la percepción será realidad y Meade, sin duda alguna,
será el gran perdedor de 2018.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 19/02/2018 | 04:00 AM)
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