Mira, mira. Ven, acércate.
Vamos a ver un video divertido. Vamos a agarrar cura.
Los niños hicieron bola en
uno de los pasillos de la escuela. Hora del recreo.
El griterío rebosando en los
patios. Patios desnudos de zacate y tapizados de tierra muerta. La polvareda
nace en los pies y en sus pisadas, en ese balón que rueda en la rudimentaria
cancha de futbol. Hay una niña sentada en una de las bancas de concreto.
En cuanto sonó el timbre que
anunció el inicio de la media hora de recreo empezó la corredera: los morros
saltaron de sus pupitres, brincaron hasta la puerta, levantaron los brazos y no
aventaron libros ni libretas porque la maestra estaba cerca.
La diversión se repartió
entre las canchas y los amplios páramos que hacen las veces de jardines. Unos
jugaban el partido de beisbol que dejaron a medias desde el recreo del día
anterior. Otros sólo pateaban una pelotas, arbitrarias y demenciales, a poca
distancia de la portería.
Y ellos ahí. Jalados por las
imágenes. Por la novedad del teléfono que puede grabar y reproducir video. Que
toma fotos. Que repite imágenes claras, de buena calidad, nítidas y vivas.
Hicieron un remolino que
luego se hizo tromba sin lluvia. Hicieron viento al acercarse, empujándose y
tallando sus cuerpos con los de otros. Respirando aires ajenos. Respirando con
los poros del otro, tan cercanos, tan juntos, tan ellos. Tornado Infantil. Tan
juntos que parecían uno solo. Como una mazorca.
Construyeron, Destruyeron y
alimentaron esa bola: salían y entraban, viejos y nuevos, asustados,
enrojecidos, curiosos, aterrados y traviesos, frente a la pantalla del
teléfono.
Vean, miren, qué cotorreo, es
un video divertido, decía como un rezo alegre uno de ellos. Primero los invitó:
les dijo vamos a agarrar cura. Luego fue uno de los que se retiró con las alas
caídas, como lloroso, y los cachetes rojizos, hinchados.
Miraaa. Eee loco. Chale. Qué
mala onda. Sss.
La bola nacía y moría. Entre
empujones y expresiones de azoro y sorpresa; asidos, entrelazados, la
colectividad de ese montoncito fue efímera. Pero así como fenecía, renacía:
salían y entraban niños del salón y luego de otros salones, y de otros grados.
Fue a la vuelta de la casa,
en un fraccionamiento. ¿Dónde? Preguntó uno. Nadie contestó. Y luego la voz del
portador y dueño del teléfono: Fue a la vuelta de la casa, en la calle de
atrás, hace poco. ¿Cuándo? De nuevo el silencio.
Un dónde es en cualquier lugar.
Un cuándo es siempre. Así es Culiacán. Así es, pero ellos no lo saben. Y si lo
saben, no lo dicen: lo sienten.
En el video, tres hombres le
daban golpes a otros. Golpes con los puños. También le daban patadas. Una vez
derribado, lo azotaron de nuevo. “Órale, hijo de la chingada, ¿no que muy
cabrón?”, nomás se oía por las minúsculas bocinas del aparatito.
Cosa de segundos. Segundos
que son primeros. Segundos que son últimos, sobre todo cuando está de por medio
una vida.
El video avanzaba. Las imágenes
eran claras, nítidas, como esos trozos de vida.
Los agresores dejan de
golpear al que estaba en el suelo. Parecía inconsciente. Sacan rifles y
pistolas. Le disparan así, de cerquita. Le disparan y le siguen gritando: tu
chingada madre, ahora si ya te llevó. Sin dejar de disparar.
El hombre parece brincar.
Baila inerte, involuntariamente. Se queda en el suelo y parece aflojar el
cuerpo. No se le ve la cara. Sólo manchas rojas, afluentes que nacen de los
orificios de bala.
Los de las armas festejan.
Los niños pierden el habla. La bola se desmorona.
Columna publicada el 18 de febrero de 2018 en la
edición 786 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ MALAYERBA/ JAVIER VALDEZ/ 20 FEBRERO, 2018)
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