Es del dominio general que durante su
largo peregrinar por el país el presidente Benito Juárez llevó consigo el
archivo nacional con los documentos más valiosos, como el Acta de la
Independencia. Pero la historia de Juan de la Cruz Borrego, a quien el
presidente encargara de custodiarlos en una gruta de La Laguna, apenas es
conocida. Un maestro y periodista del lugar, Eusebio Vázquez Navarro, biógrafo
de De la Cruz Borrego, la cuenta a detalle aquí.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).-
El ganadero y agricultor Juan de la Cruz Borrego estuvo al mando para cuidar,
“con su vida”, durante dos años y 8 meses, el archivo de la Nación que llevaba
consigo Benito Juárez mientras huía de las tropas francesas y los conservadores
mexicanos.
Los documentos estuvieron
escondidos de septiembre de 1864 a mayo de 1867 en una cueva, llamada Del
Tabaco, en el poblado El Gatuño, ahora Congregación Hidalgo, municipio de
Matamoros de La Laguna, Coahuila.
Muchos de los custodios
fueron torturados por los franceses para que dijeran dónde estaba el acervo
empacado en 55 fardos, que cruzaron hasta ahí desde la capital del país en once
carretas, según el periodistas y profesor Eusebio Vázquez Navarro, quien al
dirigir la Escuela Primaria Rural Federal Juan de la Cruz Borrego se interesó
en investigar sobre este personaje.
Hacia 1967 logró una
biografía de De la Cruz Borrego con informes obtenidos de miembros de esa
comunidad y documentos existentes en el Museo Juarista de Congregación Hidalgo,
fundado por Luis Treviño Alzalde, quien a su vez era pariente del defensor del
archivo.
Vázquez Navarro, de 72 años,
explica, vía telefónica desde Torreón, que esa biografía de De la Cruz Borrego
pasó a integrar el sustento de la Dirección Federal de Educación el 17 de marzo
de 1967, y fue publicada en dos diarios locales, La Opinión y El Siglo. Ambos
medios además editaron el retrato “de ese personaje matamorense ignorado”.
Tras leer el texto
“Docuficción sobre Juárez y la República restaurada” en el ejemplar de este
semanario la semana pasada sobre un programa de Discovery Channel (a
proyectarse el 24 de septiembre con motivo de los 150 años de la entrada
triunfal del presidente Benito Juárez a la Ciudad de México), el maestro de
primaria y educación media en lengua y literatura españolas se contactó con
Proceso para relatar la crónica histórica que indagó hace medio siglo:
“Serían aproximadamente las
12 horas cuando llegaron Benito Juárez y sus ministros Guillermo Prieto,
Sebastián Lerdo de Tejada y José María Iglesias al poblado El Gatuño para tomar
un ligero descanso y dar agua a los animales. El coronel Jesús González
Herrera, quien conocía la región, les servía de guía.
“A Juárez, preocupado por
conseguir la victoria y salvar al país, también le afligía el archivo. Dijo:
‘Ese inestimable tesoro que llevo dentro de esos cajones, representa más que yo
mismo los Supremos Poderes, porque ese archivo es y debe ser inmortal, porque
representa la historia misma de la Patria’. El presidente se resguardaba en una
casa de adobe. Reflexionó unos instantes bajo aquel techo, y le preguntó al
coronel González Herrera: ‘¿Cree usted que aún pueda encontrar hombres a
quienes nada importe la vida cuando la Patria los reclame?’. El militar le
contestó: ‘Señor presidente, entre nosotros hay varios’…”
Vázquez Navarro sigue el
relato con un notable entusiasmo:
“Entonces, Juárez le expresó
a González Herrera: ‘Quiero uno solo, porque la misión que quiero encomendarle
es más preciada que mi propia vida’. Le contestó el oficial: ‘Por aquí hay uno,
señor presidente, en quien confío más que en mí mismo’.
“Mientras iban por el hombre,
una humilde campesina lagunera, toda temblorosa de emoción, no se atrevía a
acercarse al presidente. Se detuvo a unos cuantos pasos llevando en sus manos
una taza de café y le dijo: ‘Señor…’. Juárez levantó la cabeza y al verla se
puso de pie, mientras decía: ‘Adelante, señora. Seguramente usted es la patrona
de esta vivienda’. La mujer, llamada Cesárea Rivas de Álvarez, le respondió:
‘Que ahora es la suya, señor presidente. Sólo quería ofrecerle una taza de
café, creo que le será provechoso después de su penoso viaje’. ‘De buen agrado,
señora’, respondió Juárez.”
El profesor despliega:
“Empezaba Juárez a saborear
el vaporoso café, cuando regresó el coronel González Herrera, seguido de De la
Cruz Borrego. Según los testimonios, en el rostro de De la Cruz Borrego se
advertía una lealtad a toda prueba. Permanecía mudo, con sus ojos en los de
Juárez, a quien admiraba y respetaba por cuanto había oído acerca de su magna
obra.”
–La misión que quiero
encomendarle no sólo es delicada, quizás signifique para usted la muerte –dijo
a De la Cruz Borrego.
Según el autor de los libros
Vida y obra de un zacatecano y Crónicas de Juchipila, el ganadero le manifestó
al impulsor de las Leyes de Reforma:
–Yo me daría la muerte
primero, antes de traicionar a mi Patria. Juárez le dio las gracias:
–Ay de nosotros y de México
entero si lo que voy a confiar a usted cae en manos de nuestros enemigos.
Vázquez Navarro resalta la
declaración que De la Cruz Borrego le hizo al abogado oaxaqueño:
–Señor presidente, si tan
grande es lo que usted me pide, puedo asegurarle que no menos grandes serán mis
sacrificios.
Y que Juárez le enfatizó:
–Voy a poner en sus manos,
como si fueran las mías, este archivo, ¿podría hacerse cargo de él hasta mi
regreso?
Se estrecharon las manos. De
la Cruz Borrego aceptó el encargo, diciendo:
–Señor Juárez, es mi deber
como mexicano y como republicano no eludir vida ni patrimonio porque cuanto
tengo y valgo es de México.
DURA Y PELIGROSA TAREA
Juárez iba escoltado por el
Ejército mexicano, cuidándose de los franceses, revela Vázquez Navarro:
“De la Cruz Borrego
seleccionó hombres de su confianza de los poblados El Gatuño, El Huarache y La
Soledad: Ángel Ramírez, Julián Argumedo, Vicente Ramírez, Cecilio Ramírez,
Andrés Ramírez, Diego de los Santos, Epifanio e Ignacio Reyes, Telésforo y
Gerónimo Reyes, Mateo Guillén, Francisco, Julián y Guillermo Caro, Marino
Ortiz, Guadalupe Sarmiento, Gerónimo Salazar y Pablo y Manuel Arreguín.
“Ellos trasladaron los
documentos al arroyo El Jabalí, por donde nadie transitaba, pero recordaron que
en ese mes de septiembre llegaban las crecientes del arroyo y el agua podría
indudablemente dañar los valiosos documentos. Y fue Vicente Ramírez, quien
conociendo como la palma de su mano la sierra que se levanta al occidente de
Congregación Hidalgo, propuso la cueva llamada Del Tabaco, guarida en otro
tiempo de contrabandistas de esa yerba entonces prohibida. Era un lugar
perfecto: entrada estrecha, y la roca formando un muro natural que casi la
ocultaba, y reforzada con un macizo de
mezquites y un granjeno que cubrían con sus ramajes la boca de la cueva”.
Sorprendido declara que del
arroyo de El Jabalí a la Cueva del Tabaco hay como diez kilómetros:
“Debió ser un gran esfuerzo
de esos hombres trasladar, en las noches, los bultos de los valiosos documentos
dejados a su cuidado por el presidente Juárez, y una vez que quedaron guardados
se estableció una guardia que desde la cresta de la sierra avizoraba las
llanuras”.
–Se organizaron sin duda
alguna.
–Sí, se armaron como
pudieron. Quien intentara acercarse, caería acribillado por las balas. Benito
Juárez lo había dicho: el asunto era de vida o muerte. Pero los invasores
franceses y los traidores (los conservadores) llegaron por esos rumbos buscando
los archivos. Algún soplón debió informarles que ahí habían llegado las once
carretas que no formaban ya parte de la comitiva presidencial.
“Empezó el terror, el
asesinato y la barbarie por parte de los franceses. Muchos de los custodios
fueron martirizados salvajemente, como los hermanos Pablo y Manuel Arreguín,
muriendo el primero de ellos acribillado a tiros. Ahí por febrero de 1866,
estaba Marino Ortiz parado frente a la puerta de un jacal y hasta él llegó un
grupo de hombres bien armados, bajo el mando de Toribio Regalado, quien hizo
que el señor Ortiz hablara con él a solas, y al no revelarle el secreto se lo
llevó, y según el testimonio de los descendientes de los tulises, que eran los
aborígenes de la región, lo golpearon hasta hacerlo sangrar, y antes de
colgarlo le desollaron las plantas de los pies y así lo obligaron a caminar
sobre brasas de mezquite. Interrogado, Ortiz negó todo. Le quemaron el bajo
vientre con brasas. ¡Y nada! Por último lo colgaron de un árbol, y ¡murió con
el secreto!”
–¿Se salvó Juan de la Cruz
Borrego?
–Sí, y conservó a salvo el
archivo de las huestes francesas. Al triunfo de la República, en mayo de 1867,
los documentos fueron entregados a jefes y oficiales del gobierno en un lugar
llamado La Punta, al sur de la población de Viesca, Coahuila. De la Cruz
Borrego iba con Jesús Chavero y Bernardino Altamirano, acompañados de una
escolta de 30 hombres.
La historiadora Patricia
Galeana, exdirectora del Archivo General de la Nación (1994-1999), autora de
alrededor de 15 libros y actual titular del Instituto Nacional de Estudios
Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), subraya a este medio que en
esa cueva efectivamente se escondió el archivo, “pero no estuvo ahí todo,
Juárez sólo se llevó los documentos que consideró más importantes y lo
regresaron cuando Juárez retornó a la Ciudad de México”.
Vázquez Navarro finaliza:
“Después de su heroica
hazaña, De la Cruz Borrego se dedicó de nuevo a sus actividades. Murió en junio
de 1899. Sus restos se hallan en el monumento a Juárez en Matamoros de La
Laguna. Había nacido el 24 de junio de 1815. Existen documentos que revelan que
sabía escribir y leer. Se casó con Benita Rodríguez, y procrearon ocho hijos:
Mariano, Juana, Félix, Agustín, Felipe, Fernando, Manuel y Gabriel.
“Fue altruista con los que lo
necesitaban y fue crítico enemigo del egoísmo mal fundado de las clases
dominantes. Era admirado por quienes lo rodeaban”.
Este texto se publicó el 3 de septiembre de 2017 en la
edición 2131 de la revista Proceso.
(PROCESO/ REPORTAJE ESPECIAL/ COLUMBA VÉRTIZ DE LA
FUENTE/ 10 SEPTIEMBRE, 2017)
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