Ángel Uriel Herrera Abasta, ‘La
Cáscara’, fue acusado de asesinar a su novia cuando tenía 14 años. A los 15 fue
sentenciado a 14 años de prisión por haber matado a puñaladas a un rival de pandilla.
Estuvo preso cuatro años hasta que supuestamente los Zetas entraron a la
Residencia Juvenil y lo reclutaron a la fuerza. Lo hirieron en un
enfrentamiento. Recuperó su libertad y regresó a Parras, donde un año después
se quitó la vida. Tenía 21 años
Fotos: Vanguardia/Omar Saucedo
JUZGADO POR LA SOCIEDAD
Antes de vestirse con pantalones flojos
y camisas largas y
que lo señalaran de delincuente, Ángel
fue un niño inquieto,
hiperactivo, alegre, que tenía ideas de
todo y para todo.
Que era cariñoso, así lo recuerda su
familia.
Por: Francisco Rodríguez
Fotos: Omar Saucedo
Edición: Nazul Aramayo
Diseño en edición impresa: Édgar de la Garza
LA FIESTA Y EL NOVENARIO
En Casa Madero, la
vitivinícola más antigua de América en el municipio de Parras de la Fuente,
Coahuila, miles de visitantes observan a los matachines bajar del cerro.
Presurosos, los matachines bajan para danzarle como cada 9 de agosto a San
Lorenzo –el santo mártir ejecutado en el año 258– y agradecerle la cosecha de
la vid. Los hombres con trajes y huaraches danzan al ritmo del tambor. Las
piras iluminan la noche. Truena la pólvora, hay música, alcohol, fiesta… Pero a
unos cinco kilómetros, en la colonia Ciudadela, alejados del bullicio y las
risas, familia y amigos de Ángel Uriel Herrera Abasta viven otro ritual: el
novenario, el ejercicio devoto de rezar un rosario durante nueve días con una
intención; en este caso, pedir por el descanso de Ángel Uriel Herrera Abasta,
quien se suicidó el 6 de agosto.
En el rincón de la sala está
el altar al muchacho que le gustaba cantar y chiflar. Ocho veladoras reposan
alrededor de una cruz blanca encima de un trozo de periódico. Una figura de San
Judas Tadeo custodia la cruz. Hay un vaso con agua bendita, arreglos florales y
dos fotografías: una de Ángel Uriel de pequeño cuando hizo la primera comunión,
vestido con un moño negro y un traje blanco. Hay otra imagen de cuando era
mayor, con la sonrisa de lado a lado, los ojos rasgados, cabello al rape.
Pero poco o nada parece
ocuparle a los habitantes y turistas que en esta casa anaranjada de amplio
terreno, se le rece a un joven de 21 años que fue acusado de matar a su novia,
de apuñalar y matar a un rival de pandilla, de haber sido herido en un
enfrentamiento con la policía, de haber estado preso y de haberse suicidado
hace apenas unos días, en el rincón solitario de una habitación, con un alambre
y su playera interior.
PARRAS Y SUS JUICIOS
María Antonia asegura con la
frente en alto, los dedos cruzados y la mirada recia, que Ángel Uriel, el
segundo de sus tres hijos, fue crucificado por la sociedad del municipio de
Parras, de 45 mil habitantes.
Lo recalca con vehemencia
militar. Lo repite cada que puede, alrededor de una mesa de comedor, junto a
Beatriz, la abuelita de Ángel Uriel, una mujer menudita con mirada de novicia,
y de Perla, prima del muchacho.
–La gente no lo quería. Lo
juzgó sin saber –lamenta otra vez.
Lo que el pueblo no sabía es
que Ángel Uriel nació el 25 de septiembre de 1995, hijo de María Antonia
Abasta, una mujer luchona y trabajadora; esbelta, de mirada profunda y palabras
de concreto. Hijo de Gerardo Herrera, un comunicador local que en sus tiempos
libres era el payaso “La Cáscara”, de ahí el apodo que arrastró Ángel Uriel
hasta el último día.
Lo que el pueblo quizá no
sabía, insiste su madre, es que Ángel fue un niño inquieto, hiperactivo,
alegre, que tenía ideas de todo y para todo. Que era cariñoso. La abuela lo
recuerda como un chiquillo que hacía reír a quien estuviera a su alrededor,
pero que le gustaba hablar con propiedad, un niño adulto con ganas de crecer y
comerse el mundo. Lo recuerda, también, chiflando la misma tonadita y cantando
muy bonito. Tenía un hermano y una hermana que adoraba.
Lo que el pueblo quizá
tampoco sabía es que antes de vestirse con pantalones flojos y camisas largas y
lo señalaran de delincuente, Ángel gustaba vestirse de vaquero y tenía un
caballo llamado “Moro” que cabalgaba para buscar a su papá en las charreadas.
Su papá no lo buscó, dice
Antonia como remachando en una herida profunda. La madre le hablaba para que lo
viera y el padre prometía verlo.
Ángel se bañaba, se arreglaba
con la ilusión de ver a su padre. Tomaba una foto de él y se salía a la calle a
esperarlo. Y así esperaba por horas. Cuando entendía que no iba a llegar, se
metía a la casa, se escondía entre las sillas y se soltaba a llorar sin dejar
la fotografía.
“Admiraba mucho a su papá.
Era su mundo”, recuerda Antonia. “Se le llenaba su carita de alegría cuando lo
veía”, dice la abuela Beatriz.
Su papá nunca lo procuró,
asegura la mamá, y ante la familia, Ángel siempre lo llamaba “aquel”, pero
cuando lo veía, se le dibujaba una alegría en el rostro, y los ojos se le
transformaban. Lo agarraba a besos como si su viejo hubiera regresado de un
largo viaje.
“Todavía de grande se
emocionaba aunque a su papá no le importara”, platica la madre y lo resiente,
se le atragantan las palabras. “Le pudo dar un granito de cariño y no le dio
nada”, lamenta con la voz crispada. Antonia piensa que su hijo hacía lo que
hacía para llamar la atención de su padre.
LOS INICIOS
Fue su primera vez. Era un
mocoso de cinco años cuando Ángel le exigió a su maestra de preescolar: ¡quiero
ver a mi mamá! Una y otra vez: ¡quiero ver a mi mamá!
–Me voy a escapar –remilgó el
niño a la maestra.
–¡Escápate! –lo retó la
docente.
La clase siguió y nadie supo
cómo, pero ese día, el pequeño Ángel Uriel cometió su primer delito: escaparse
del Jardín de niños y llegar hasta la tienda donde su mamá trabajaba porque la
quería ver.
Para los agentes del
Ministerio Público que recuerdan a Ángel, su primer delito sucedió cuando tenía
unos 10 años y lo pescaron junto a sus amigos robando los dulces de la escuela
primaria Salvador Allende. “Trataban de sacar hasta el estanquillo de la
malla”, recuerda un vecino que lo conoció cuando era morro; cuando, dice, era
noble y tranquilo.
Su madre Antonia reconoce que
su hijo desfiló de una primaria a otra porque lo tenían fichado como un niño
inquieto, hiperactivo. “Me peleaba con los maestros para que lo aceptaran.
Siempre lo tenían suspendido”, defiende. La abuela Beatriz asegura que le
hacían eso que ahora llaman bullying, pues en una ocasión que le llevó el
lonche durante el recreo, miró cómo una maestra lo tenía en un rincón y
permitía que los niños le pegaran como si fuera piñata. “Había quien le
estiraba los cabellos o le daba de reglazos”, dice la abuela que mira un vaso
de vidrio y niega con la cabeza.
La familia habla y rememora
al niño Ángel. El chiquillo que era bueno para el inglés y las matemáticas y
que por gusto aprendió el lenguaje de señas. Que tocaba el acordeón. Que no
gustaba de ir a la escuela pero que era inteligente. Que se quitaba el pan para
dárselo a los demás. Que no era grosero con la gente.
La misma actitud franciscana
de “La Cascarita” recuerda la maestra Concepción Beltrán de la primaria
Francisco I. Madero, una de varias en las que Ángel estudió.
–Me ofrecía en el recreo lo
que trajera. Sabía que me gustaba la goma de mascar y me daba. Era líder.
Siempre buscaba la compañía.
La maestra, también vecina de
la familia, tiene presente la sonrisa de Ángel, sobre todo aquella vez en que
se iba a quedar de campamento en la escuela, pero el niño no tenía casa de
campaña. “Vio que llegamos en el carro y salió corriendo”, narra Concepción.
Ángel se arrimó con la ilusión de un niño que quiere juguete nuevo. “Samanta,
verdad que me vas a prestar tu casa de campaña, verdad que eres mi amiga”, le
preguntaba a la hija de la maestra, frente a todos sus amiguillos del barrio.
–No sé qué pasó –se pregunta
la maestra apenas termina de contar la anécdota y sus anteojos se empañan.
Ya de adolescente y mayor de
edad, Ángel siempre fue un caballero con la maestra. La saludaba de beso y de
abrazo fuerte, sentido, como se abraza a quien se extraña. Lo veía llevar a sus
sobrinos a la escuela Salvador Allende, donde ahora Concepción es directora.
–Como sociedad, qué no le
dimos –se cuestiona la maestra–. Me quedo con ese dolor de pensar qué nos faltó
para rescatarlo y traerlo de vuelta a donde pertenecía.
El niño Ángel solía destruir
las cosas para volverlas a armar. Quería ser ingeniero.
NAILA, DROGAS Y MUERTE
Ángel conoció a Naila Teresa
Duarte Castro en el barrio. Ángel acostumbraba a tener muchas amigas. Vivían a
unos metros uno del otro. Ella de cabello negro y sonrisa pícara. Él 14, ella
17 años.
Quienes los conocieron, como
los amigos del barrio, recuerdan a los novios siempre alegres e inseparables.
“Iban de aquí pa allá juntos”, cuenta uno de ellos. La madre de Ángel y la
madre de Naila, Yolanda Castro, dicen
que se llevaban muy fuerte, que jugaban rudo, que jugaban violento.
En una ocasión –relata
Yolanda– le avisaron que Ángel andaba golpeando a su hija. Fue con otro joven
del barrio a donde estaban y miró cómo el novio la empujaba. “Métete conmigo”,
le reclamó el joven que acompañaba a Yolanda. “No me está haciendo nada”, lo
defendió Naila.
Naila había abandonado la
preparatoria, pero quería regresar. “Me la voy a traer a la casa”, le decía
Ángel a su mamá. “Hasta que cumpla 18”, le respondía Antonia.
Yolanda siempre desaprobó la
relación porque decía que Ángel se drogaba. Antonia recuerda que los dos se
drogaban. Yolanda asegura que una sola vez encontró a su hija tomando pastillas
de clonazepam. Ángel siempre cargaba con un chocolate; a lo mejor, piensa
Antonia, era para calmar su viaje con thinner. “Cascarita” se drogaba desde los
12 años.
La mañana de 28 de julio de
2010, Ángel y Naila se encontraban por un lugar llamado los Arcos de la
Hacienda, una especie de callejón angosto con una curva de casi 90 grados. En
esa curva hay unas escalinatas que llevan a un predio verdoso, con grandes
pinos. Esa mañana una noticia se difundió en la XEJQ, una radiodifusora local:
habían encontrado a una muchacha muerta cerca de un estanque. Quien difundió la
noticia fue Gerardo Herrera, padre de Ángel. Cuando el noticiero salió del
aire, Gerardo dijo: “Creo que fue mi hijo. Ya ni modo”.
EN LOS ARCOS DE LA HACIENDA
La versión oficial de la
muerte de Naila, la novia de "La Cáscara", es que ella se desnucó y
bronco aspiró. Antonia asegura fue un accidente.
Cinco meses después de la muerte
de la joven, en la misma esquina hubo una riña entre pandillas. "La
Cáscara" asesinó de 12 puñaladas a "La Avispa". Todavía hay una
cruz metálica con flores marchitas, con el nombre de Gabino Ponce.
"Dicen que la agarró, que lo veían desesperado. A lo mejor sí quiso auxiliarla”.
“La traía cargada, se le cayó
y se desnucó. La quería mucho”. María Antonia Abasta, madre de ‘La Cáscara’.
Esa noticia la escuchó
Yolanda, y de inmediato sospechó que era su hija. Naila no había llegado a
dormir la noche anterior y ella pensó que estaba cuidando a un tío en el
hospital.
La versión oficial es que
Naila se desnucó y bronco aspiró. Antonia asegura fue un accidente. “La traía
cargada, se le cayó y se desnucó. La quería mucho”, defiende. “Dicen que la
agarró, que lo veían desesperado. A lo mejor sí quiso auxiliarla”, cuenta
Yolanda. En el cuerpo de Naila encontraron marcas de las manos de Ángel y se
concluyó que quiso revivirla.
Ángel cargó a Naila y la
llevó hasta unas tapias, la recostó –los ministeriales dicen que “la tiró”–
entre unos arbustos, le echó una camisa para taparla, le lloró y le rezó lo que
sabía rezar. “Le pudo mucho. Te aseguro que no la mató”, me dice Antonia con
los ojos fijos.
Un ministerial que quiso
obviar su nombre asegura que Ángel andaba bien drogado, que no recordaba, que
nunca supo lo que dijo. “Andaban drogados los dos”, menciona Antonia. Nunca
pisó la cárcel porque no fue encontrado culpable.
Un tío de Naila fue hasta la
casa de la familia de Ángel, les gritó y amenazó que dejaría tirada la cabeza
de su hijo. “Mi hermano era muy atrabancado”, excusa Yolanda. La misma Yolanda
reconoce que sintió coraje cuando no encontraron pruebas, cuando veía paseándose
Ángel por el barrio, con su eterna sonrisa. “A lo mejor era su forma de ser”,
lo disculpa a la distancia.
Yolanda se sumergió en la
iglesia, donde, dice, le nació ver y abrazar a Ángel cuando estuvo preso. Pero
nunca lo hizo. Ya no vive en Parras, pero visitó a su familia por motivo de las
vacaciones y las fiestas de la ciudad.
Cuando viene atiende una
precaria tiendita. A siete años de la muerte de su hija la más pequeña, Yolanda
asegura que no tiene nada contra Ángel, que lo perdona, que no es nadie para
juzgarlo; que no sabe si lo hizo drogado, que si su intención fue matar a su
hija, en su conciencia habrá quedado.
–No he ido a darle el pésame
a la familia –menciona Yolanda como si se disculpara.
–¿Le gustaría ir?
–Sí.
–¿Qué la ha detenido?
–Han pasado muchas cosas,
tiene poquito que falleció mi mamá y mi cuñado. Soy valiente, siento que Dios
me ha dado fuerza.
–¿Qué le diría a la mamá, a la familia?
–No tendría palabras, sólo
abrazarlos, no sé. Sólo a lo mejor el acompañamiento, lo que se les ofrezca. Da
tristeza, el muchacho era joven, tantas cosas que están pasando, ¡ay, señor!
–¿Qué pensó cuando se supo que se había suicidado?
–Nada. Sólo tristeza.
Yolanda miró cuando pasó por
las calles el cortejo fúnebre de Ángel. Miró que muchos jóvenes lo acompañaban.
“En qué momento se nos escapan los hijos”, pensó muy dentro de ella. No
recuerda cuándo fue la última vez que vio a “Cáscara”, pero cree que sí había
cambiado, que se le veía diferente.
“No sé qué trajera en su
interior, sólo él sabía. Así como yo siento mucha tristeza. Se veía mucho que
hablaban mal de él, pero no somos nadie”, reflexiona Yolanda.
En estos días, Moi, el
hermano de Ángel, fue a comprar a la tienda de Yolanda. “¿Cómo andas?”, le
preguntó y Moi agachó la cabeza y la movió de lado a lado. “A ver si voy al
novenario a acompañarlos”, le dijo. Pero no ha acudido.
A partir de la muerte de
Naila Teresa, Parras encasilló a “Cascarita”. Cierto o no, el pueblo lo tildó:
era el “Cáscara”, el muchacho de 14 años que había matado a su novia.
Naila Teresa Duarte Castro vivía en el
mismo barrio que Ángel. Ella tenía 17 años y él 14 cuando eran novios.
LAS RIÑAS DE PARRAS
Antonia, la madre de Ángel,
intentó ingresar a su hijo en diferentes centros para combatir las adicciones.
Cristo Vive, Mesón del Cielo fueron algunos de los centros que trataron de
ayudarlo. Antonia cuenta que en uno trataban mal a los pacientes, en otro tenía
que ser voluntario y “Cascarita” no quería estar. Y así sin más, no pudo
rehabilitarse completamente.
Así llegó el tradicional
baile de fin de año en la colonia Hacienda, apenas cinco meses después de la
muerte de Naila.
Una riña entre pandillas
volvería a torcer la vida de Ángel, cuando fue acusado de matar de 12 puñaladas
a Gabino Ponce Ríos, “La Avispa”, y de herir a José Juárez Dávila, “Adonis”, en
la madrugada del primero de enero de 2011.
J, una muchacha que presenció
los hechos, narra lo sucedido. Pide el anonimato porque, pese que ya murió
Ángel, siente que puede tener represalias:
“El pleito empezó por una
discusión con otra persona. Calmaron el pleito y el grupo de ‘La Cáscara’ se
fue. Nos fuimos cerca de las tres de la mañana ya a nuestras casas, íbamos en
una camioneta como unas siete personas, cuatro éramos mujeres y dos estaban
embarazadas. En los Arcos (mismo sitio donde murió Naila) empezaron a lanzar
piedras contra la camioneta. Vimos a tres que lanzaban. Entonces los hombres se
bajaron, pero cuando se bajaron, salieron muchos otros del arroyo. Fue una
emboscada. ‘La Cáscara’ se entramó con ‘La Avispa’. Yo vi que él estaba de
frente y lo apuñalaba. Después corrieron todos”.
“La Avispa” fue hallado
muerto de 12 puñaladas, 9 enfrente y 3 en la espalda. J asegura dos cosas:
Ángel no fue el único que mató a “La Avispa” y no fue quien hirió al otro
chico.
Antonia asegura que presentó
a su hijo ante el Ministerio Público porque lo querían linchar. Afirma que no
fue él, que ese día andaba de blanco, con converse blancos y que no le encontró
ninguna gota de sangre. “Nada más veían lo que hacía él”, reniega la madre.
Según Antonia, Ángel no quiso decir quién era el verdadero asesino porque presumía que no era “peine”, es decir, que no
iba a delatar a ningún amigo del barrio. Decían que el asesino era otro compañero
al que apodaban “El Gurros”.
Ángel cargó a Naila y la
llevó hasta unas tapias, la recostó –los ministeriales dicen que “la tiró”–
entre unos arbustos.
En el Ministerio Público
tienen otra imagen. Aseguran que Ángel no sentía culpa: “Yo lo piqué, yo lo
piqué”, confesaba con la frente en alto, como quien no tiene miedo de sus
palabras, aseguran ministeriales.
Las crónicas periodísticas
mencionan que Ángel huyó en un autobús de línea con rumbo a Saltillo. Su
familia narra que siempre estuvo en casa.
El 26 de abril de 2011, Ángel
fue detenido, según su mamá, sin orden de aprehensión. Y un mes después, sin
oportunidad de presentar pruebas para defenderse, le dieron sentencia: 14 años
y 8 meses de prisión. Ángel casi se desmaya. “Diles que yo no fui”, le rogaba a
su madre. “Ya no se puede”, le dijo.
Fue internado en la
Residencia Juvenil de Saltillo, donde se refugió en el ejercicio. Hacía hasta
150 lagartijas diarias. Se deprimió y se llenó de granos. Le apenaba que las
hermanas de los otros jóvenes internos lo vieran graniento. Terminó la secundaria
y empezó la prepa en la Residencia.
Antonia no le fallaba en
viajar desde Parras a Saltillo cada fin de semana.
–Lo querían mucho ahí. Tenía
sus arranques, pero a quién le gusta el encierro –relata la madre.
En la colonia Lago de los
Padres vive la familia de “La Avispa”. En la parte más lejana de Parras, allá
donde las viviendas se empalman con el cerro. La casa de la familia tiene una
cerca de quiotes, suelo terroso, gallos y gallinas merodeando por todos lados.
No quieren hablar. “Pasó lo
que tuvo que pasar. No supimos nada de la riña. Se hizo la ley”, dice un
familiar. Sobre el suicidio de Ángel: “No estamos contentos ni felices ni
tristes”.
A más de seis años del
homicidio de “La Avispa”, todavía hay una cruz metálica con flores marchitas en
la esquina de “Los Arcos”. La cruz con el nombre de Gabino Ponce Ríos, la fecha
de su nacimiento y su muerte. Imagino en esta curva el pleito de pandillas,
imagino a los chavales salir de repente a atacar con furia a sus rivales,
desenfrenados, coléricos; hundiendo el puñal como cuchillo en mantequilla. Una
y otra vez.
J, la muchacha que presenció
los hechos, platica que cuando la muerte de “La Avispa”, sintió odio y coraje.
Después sintió lástima de Ángel. “Algo ha de haber sufrido para tener esa vida.
Ojalá se haya arrepentido y haya pedido perdón. Pudieron haber hecho algo para
rescatar a la persona”. Pudieron: ¿quién?
MADRE DE NAILA LO PERDONA
A siete años de la muerte de su hija la
más pequeña,
Yolanda asegura que no tiene nada contra
Ángel, que
lo perdona, que no sabe si lo hizo
drogado o si su
intención era matar a Naila. Ángel nunca
pisó
Yolanda Castro, madre de Naila.
No sé qué trajera en su
interior, sólo él sabía. Así como yo siento mucha tristeza. Se veía mucho que
hablaban mal de él, pero no somos nadie”.
YOLANDA CASTRO, MADRE DE
NAILA.
LA FUGA
El 27 de diciembre de 2012,
cinco menores se fugaron de la Residencia Juvenil de Saltillo, luego de agredir
supuestamente a un celador. Entre ellos estaba el nombre de “La Cáscara”, Ángel
Uriel. Fue la versión oficial de las autoridades.
Ángel le contó a su mamá que
no se fugó, que los Zetas tocaron a la puerta de la Residencia Juvenil y
entraron como entran los invitados. Iban supuestamente por Pedro García
Castañeda, “El Chiquidrácula”, y se llevaron también a “La Cáscara”. A él
–relata la madre–, le apuntaron en la cabeza y lo obligaron a salir. “Imposible
que pasaran por cinco rejas”, argumenta.
Eran los tiempos en que los
Zetas tenían azotado Coahuila. Eran años en que los chavalos presumían ser
parte de los narcos porque tenían mujeres y dinero, sin importar que sólo fuera
por uno, dos años. Eran los tiempos en que los morros eran usados como el
primer escudo frente a la línea de fuego. En aquellos años –2006-2015–
asesinaron en la entidad a mil 295 huercos entre 15 y 24 años, el 28 por ciento
del total de homicidios violentos en ese periodo, según datos del Inegi.
–Si usted lo tiene,
entréguelo –le advirtieron policías a Antonia apenas se fugó.
Ángel nunca se comunicó a
casa.
Hasta que el 23 de enero de
2013, Antonia llegó a su trabajo y miró que todos las observaban como a un
fantasma.
–Vete, tienes permiso de irte
–le dijeron en el trabajo.
–¿Por qué, qué pasó?
–respondió.
Las crónicas del día hablan
que hubo un enfrentamiento en Saltillo a plena luz del día, donde se
enfrentaron a balazos policías con pistoleros. En el lugar, los policías
abatieron a dos personas. Uno era “El Chiquidrácula”, compañero de Ángel en la
Residencia Juvenil, y otro era un reo fugado del penal de Piedras Negras.
Ángel y Carlos Humberto
Aguillón, “La Mija”, presunto asesino de un funcionario del Instituto Electoral
y de Participación Ciudadana de Coahuila, resultaron heridos.
"PARRAS LO CRUCIFICO": MAMA DE "LA CASCARA":
Fichado: Desde que salió de
la cárcel, lo detuvieron tres veces en Parras.
En una ocasión un ministerial
y su hermano lo golpearon en la calle.
Ángel cojeaba, no podía
correr. Su mamá denunció la agresión y no recibió respuesta.
Una fotografía de un diario
muestra a Ángel tirado sobre el pavimento, contorsionándose de dolor. Un doctor
le aseguró a la madre que su hijo había recibido un balazo a una distancia
corta, cerca de la columna. “Mi hijo me dijo que ya se había rendido cuando le
dispararon a quemarropa”, cuenta la madre. La bala quedó alojada en la cadera.
Recibió antes otro disparo en una pierna.
En un comunicado, la
Secretaría de Seguridad de Coahuila informó en su momento sobre la salud de
Ángel: “quedará postrado de por vida en una cama”.
Antonia habló con el papá de
Ángel y juntos acudieron al Hospital General de Saltillo. Allí en el hospital
se toparon con policías, ministeriales, policías de élite, grupos especiales.
Parecía como si custodiaran al capo más temible, y no Ángel Uriel, un
muchachillo moribundo.
–Ayúdame, amá, dame agua –le
pidió Ángel a su mamá cuando ella pudo entrar a la habitación.
Dos intendentes eran quienes
ayudaban al muchacho porque los policías lo estaban dejando morir.
–Señora, no lo deje porque
éstos quieren que se muera –le avisaron a Antonia.
Ángel no sentía sus piernas.
Querían amputarle su pierna izquierda, pero Antonia se negó. “Yo sabía que si
se la quitaban, mi hijo iba a querer suicidarse… mira ahora”, relata la madre.
Usaba pañal. Tuvo que usar
sonda. Tomaba hasta 15 medicamentos. La columna la tenía casi cercenada. Ángel
salió del hospital en silla de ruedas con rumbo a la Residencia Juvenil. En un
mes que estuvo hospitalizado, su papá sólo lo visitó una vez.
Las autoridades le
acondicionaron una celda. Antonia le pagaba a otro interno para que le cambiara
el pañal a su hijo.
Pero poco a poco, contra todo
diagnóstico médico, Ángel empezó a andar en muletas y le removieron la sonda.
Fue trasladado entonces al penal. Con ayuda de fisioterapia, Ángel comenzó a
dar sus primeros pasos. Soñaba con ser abogado para defender gente.
Para las autoridades
penitenciarias, Ángel era ejemplo del final que podría tener quien fuera
seducido por el crimen organizado, así que aprovecharon para que, redimido y
arrepentido, diera pláticas los jóvenes.
ULTIMA DENUNCIA
Un mes y medio antes del
suicidio, Juan Enrique señaló
a "La Cáscara" como
la persona que lo apuñaló y le
causó una lesión de 3
pulgadas en el intestino grueso,
Ey, carnal, agarra la onda, somos del barrio’,
cuando se hizo pa un lado y sólo vi el brillo del cuchillo. Fue ‘El Cáscara’.
Me empezó a correr sangre”.
JUAN ENRIQUE VÁZQUEZ, GUARDIA
DE SEGURIDAD.
ESQUINERO 13
En una esquina de la colonia
Ciudadela se hallan tres chavales que se dicen amigos de Ángel: “La Cáscara”,
“Cascarita” o “El Cascarón” para ellos. La esquina está a unos metros de la
casa que habitaba Ángel. Es la esquina de la casa de Yolanda, la madre de
Naila.
Allí en el barrio todos son
amigos. En las buenas y en las malas se defienden y protegen. “Lo pintaban mal,
pero siembre fue un chavo que estaba para apoyarnos”, cuenta un chaval de unos
17 años. Hay otro amigo más callado que sólo mira atento, y otro más que sólo
bromea con fumar mois (mariguana); sin camisa y con gafas obscuras en plena
tarde.
Se dicen llamar “Esquineros
13”. De morros se juntaban para jugar en las maquinitas, a echar cotorreo, a
divertirse. No hablan de los asesinatos que le imputaban a su amigo. “Nunca
tocábamos esos temas. Era camarada del barrio. Lo vamos a recordar”.
Aseguran que en los últimos
días no se dejaba ver porque se la pasaba con la novia. Se enteraron que se
ahorcó por una página de Facebook, 24 horas Parras. “No lo creo, no lo creo”,
recuerda que decía el chaval que más habla.
Era amigo de la banda. Se
daban ánimos. “La mayoría dice cosas malas de él, pero nosotros lo conocimos”.
La gente asegura que Ángel se
volvió violento, que siempre lo fue. La familia lo niega. “Si le hacían algo,
se defendía”, dice la abuela.
Llega otro integrante, más
alto, más viejo, un veterano de “Esquineros 13”. Arriba como si hubiera salido
de la obra. Es desconfiado y cuestiona todo. Asegura que él conoció a Ángel en
el tutelar para menores. “Siempre te sonreía”, dice.
En el municipio de Parras el
principal problema es el alcoholismo y el pandillerismo. Pero a este hombre que
recién llega no le gusta que le llamen pandillero. “Sólo porque uno anda
tumbado (cholo) ya te discriminan”, se defiende.
En 2016, el periodista Saúl
Sánchez de la cadena Televisa, presentó el reportaje “Víctimas y victimarios:
una historia de malandros”, donde narra para el programa “Los Reporteros”, la
radiografía de las pandillas en Coahuila, principalmente de Saltillo. En el
trabajo Saúl Sánchez entrevistó a Ángel Uriel cuando estaba en el Centro Correccional
para Menores. Ángel aparece con el rostro difuminado, con el número uno en su
antebrazo derecho y el tres en el izquierdo, para formar el 13 de su pandilla
cuando levantaba los brazos como boxeador que se defiende de los golpes.
Concepción Beltrán, maestra y
directora de la escuela Salvador Allende.
Me ofrecía en el recreo lo que trajera. Sabía
que me gustaba la goma de mascar y me daba. Era líder. Siempre buscaba la
compañía”.
CONCEPCIÓN BELTRÁN, MAESTRA,
DIRECTORA DE LA ESCUELA SALVADOR ALLENDE.
“Empecé con las pandillas”,
es lo primero que suelta Ángel en el video. “Desde chiquillo empieza uno a
jugar, jugar y luego pelearse (…). Es el modo que te vas conociendo gente,
peleándote, y dándote a conocer, te creas famita, te fichas tú solo”, le
confiesa al periodista.
En la entrevista, Ángel
admite que ingresó a las filas de un cártel, pero no dice cuál. “Meterte ahí es
la cárcel o la muerte. Yo apenas empezaba (…). Ya me quemé yo solo”.
En la entrevista, asegura que
quiere cambiar, empezar de nuevo.
¿Qué pasó?
Poco a poco, Ángel empezó a
caminar. Los doctores le decían a Antonia que su hijo era un milagro médico. Un
año la bala le quedó sumergida en la cadera hasta que se la pudieron extirpar.
Antonia todavía guarda esa
bala que estuvo a punto de dejar parapléjico a su hijo.
–¿Por qué la guardó? –le
pregunto a la madre.
–Para mí era una prueba de
que Dios quería mucho a mi hijo.
El 30 de junio de 2016, Ángel
Uriel salió de la cárcel. Únicamente cumplió 5 años y dos meses en prisión.
Salió por una reforma federal en la Ley de Justicia para Adolescentes, la cual
establece que menores de 14 a 16 años pueden ser internados hasta por un
periodo máximo de tres años, mientras que menores de 16 a 17 años hasta cinco
años.
Antonia Abasta, su madre,
ingresó papelería una y otra vez para que las modificaciones de ley aplicaran a
su hijo. Nadie sabe por qué no se le imputó después por la supuesta fuga o por
el enfrentamiento con policías. Ángel Uriel quedó libre.
14 años y 8 meses de prisión
le dieron como sentencia por el asesinato de "La Avispa".
Ángel salió de prisión y
quería ser feliz, recuperar su vida. Regresó a Parras, pero pasaba más tiempo
en Saltillo o Monterrey, trabajando. “No me lo dejaban”, cuenta Antonia sobre
la gente en Parras. “Vete, mi flaco, porque la gente no te va a dejar en paz”,
le dijo la madre al hijo.
Perla, una prima de Ángel,
relata que en una fiesta, un chavo que conoció le preguntó si era prima de
“Cáscara”. “A ver si no viene y nos mata”, le dijo.
Ángel deambulaba con la
mirada de la gente en sus talones. Le volteaban la cara, lo hacían menos.
–Ahí va ese asesino –decía la
gente sin empacho.
En una ocasión, pidió trabajo
en una textilera con mala fama porque pagaban mal. No había quién no entrara
allí.
–Me dijeron que me iban a
hablar –le contó un día emocionado a su abuelo después de pedir chamba.
–Ay, mijo, no te van a hablar
–le respondió–. Pero demuéstreles que usted puede –le animaba.
Ángel aparentaba que todo se
le resbalaba. “Yo voy a demostrar que soy decente, no les voy a dar gusto. Soy
perro de guerra”, confiaba a su gente. Pero en el fondo, su gente cree que le
podía el rechazo. “Sé que le dolía. La gente no lo quería. Parras lo
crucificó”, asegura la madre.
Esa imagen la cultivaba la
sociedad, asegura Antonia. Cualquier delito en el pueblo el culpable era
“Cáscara”. También se aprovecharon los policías y ministeriales, acusa Antonia.
Desde que salió de la cárcel,
lo detuvieron tres veces en Parras. Una vez lo acusaron de que había asaltado
un Oxxo, cuando, cuenta la mamá, sólo fue a comprar cigarros. En otra ocasión,
un ministerial y su hermano lo golpearon en la calle. Ángel cojeaba, no podía
correr.
Fue el 6 de febrero de 2017.
La madre me enseña el oficio 023/2017 de la Dirección General de Servicios
Periciales donde se certifican las lesiones de su hijo. También me muestra el
expediente CDHEC/7/2017/004/Q de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de
Coahuila, en la que denuncia los golpes y abusos de autoridad en contra de
Óscar Ríos, agente ministerial, y Adrián Juárez.
Antonia me muestra las fotos
de su hijo con lesiones en el cráneo, en la boca, en la cara, en la espalda, en
el cuello, en el tórax y abdomen. Asegura lo golpearon en la cabeza con una
pistola. Afirma que el judicial estaba tomado, fuera de servicio, y simplemente
quiso crucificar a su hijo.
–¿Por qué el Gobierno
permitió tanta injusticia? Lo detuvieron tres días sin razón. Él hacía su vida
normal.
La madre nunca recibió
respuesta a la denuncia.
En el Ministerio Público
aseguran que mes y medio antes de su muerte, Ángel picó a otra persona en la
colonia Esmeralda. Afirman que el lunes siguiente a su muerte lo iban a citar
porque tenía una denuncia por lesiones. “En él no aplicaba eso del robo”,
refiere un agente.
Antonia, la madre, lo niega.
Argumenta que su hijo ya no podía correr, que el muchacho que picaron salió
corriendo y que su hijo salió a ver qué pasaba y lo acusaron; que fue un
invento más.
Juan Enrique Vázquez, 38
años, dice lo contrario:
“Me hablan que se está
peleando mi sobrino y voy a ver. El chavo con el que se estaba agarrando
corrió. Le dije a mi sobrino que nos fuéramos. ‘Somos del barrio, tranquilos’,
les decía. Llegué a parar bola. ‘Calibra’, le dije al más grande. Entonces
regresó el chavo, ‘El Pájaro’. ‘Ey, carnal, agarra la onda, somos del barrio’,
cuando se hizo pa un lado y sólo vi el brillo del cuchillo. Fue ‘El Cáscara’.
Me empezó a correr sangre”.
Juan Enrique, guardia de
seguridad, tuvo una lesión de 3 pulgadas en el intestino grueso. Duró 25 días
en el hospital. Interpuso denuncia y señaló a “La Cáscara” como la persona que
lo picó, que lo apuñaló.
'Siempre te sonreía'. En una esquina de
la colonia Ciudadela, a unos metros de la casa de Ángel, amigos lo recuerdan
como un joven sonriente que estaba para apoyarlos.
Lo pintaban mal, pero siembre fue un
chavo que estaba para apoyarnos”.
AMIGO DE “EL CÁSCARA”.
ALO, HAWAI, BOMBAY
–Alo, hawai, bombay –solía
decir Ángel cuando contestaba el teléfono.
Nadie sabe por qué esa frase.
Tampoco muchos recuerdan cómo
conoció a su última novia, Fernanda o Cora, como le decía él, una jovencita que
quería estudiar derecho. Ángel siempre tuvo muchas amigas, era un enamorado. Y
se enamoró rápido de Cora.
Alma, una tía de la joven,
recuerda los videos en el celular que gustaba mostrar su sobrina. Eran videos
de ella y Ángel divirtiéndose. “Era una buena persona, lo juzgamos mal por lo
que hizo antes”, comenta ahora Alma.
Pero antes, la familia de
Cora le tenía prohibido acercarse a “La Cáscara”.
–Señora, no me juzgue por lo
que la gente dice. Quiero mucho a Cora –le dijo Ángel a la mamá de la muchacha
en una ocasión.
Al final, la familia de Cora
la dejó tomar sus propias decisiones. Y decidió quedarse con Ángel. Se fueron a
vivir juntos. Llevaban casi seis meses de novios.
Ángel decía que su novia era
la única persona que había creído en él. Sin embargo, la tía asegura que la amó
tanto, que hasta la encerraba por temor a perderla, a que se fuera un día.
Pero ese día llegó. “Vete,
mija, no va a cambiar”, le dijo Antonia según cuenta la tía.
Cora se fue y Ángel se enojó.
El 6 de agosto, la mamá de Ángel fue a llevarle la maleta a Cora a unas
albercas donde ella estaba.
–Me acaba de hablar Ángel,
que quería hablar conmigo, le dije que no porque estaba mi mamá –le comentó
Cora a Antonia cuando se presentó.
Entonces, el celular de
Antonia sonó. Su hijo se había ahorcado. Era su segundo intento del día. “Le
habíamos quitado todo, pero encontró la forma con un alambre y su playera
interior”, recuerda la abuela.
Al revisar el celular de
Ángel, su madre encontró que las últimas llamadas habían sido a Cora y que
había dejado abierta su sesión de Facebook donde aparecían fotos de su novia;
alegre, feliz, disfrutando con su familia en las albercas, disfrutando porque
ese 6 de agosto era su cumpleaños.
–Nadie creyó en él y todos le
dimos la espalda. Estábamos equivocados –reflexiona la tía Alma.
Unos días antes, Ángel había
cavado un pozo en su casa porque quería plantar un nogal. La familia me muestra
esa foto del hijo frente al pozo, sonriente, animado. Aparece también su perro
“Tomas”, que el día que murió Ángel, lloró tanto toda la noche, que amaneció
muerto. Fue echado al pozo que había cavado su dueño.
Al velorio y al panteón
acudieron decenas de personas. Al padre no le permitieron pasar. La madre cree
que quizás acudió mucha gente por una sola razón: el morbo de querer ver a “La
Cáscara” muerto.
Desfiló de una primaria a otra porque lo
tenían fichado como un niño inquieto. La mamá de Ángel dice que tenía que
pelear para que aceptaran a su hijo. La abuela recuerda que al niño le pegaban
sus compañeros en la escuela.
CRONOLOGÍA
* Nacimiento: 25 de septiembre de 1995.
* Encontraron el cuerpo de Naila cerca de un estanque:
28 de julio de 2010.
* Muerte de “La Avispa” por 12 puñaladas: 1 de enero
de 2011.
* Detención de “La Cáscara”: 26 de abril de 2011.
* Fuga de la Residencia Juvenil de Saltillo: 27 de
diciembre de 2012.
* Enfrentamiento a balazos con la policía: 23 de enero
de 2013.
* Sale de la cárcel: 30 de junio de 2016.
* Golpeado por un ministerial y su hermano en la
calle: 6 de febrero de 2017.
* Suicidio: 6 de agosto de 2017.
El Altar. Ocho veladoras reposan
alrededor de una cruz blanca encima de un trozo de periódico. Una figura de San
Judas Tadeo custodia la cruz. Hay un vaso con agua bendita, arreglos florales y
dos fotografías de Ángel.
'Como sociedad, qué no le dimos. Me
quedo con ese
dolor de pensar qué nos faltó para
rescatarlo
y traerlo de vuelta a donde pertenecía'
Concepción Beltrán, maestra y directora
de la escuela Salvador Allende.
(VANGUARDIA/ FRANCISCO RODRIGUEZ/ 26 DE AGOSTO 2017)
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