Se lo decían los amigos, los
familiares, los compañeros del gremio. Cabrón, cuídate. Estos güeyes no tienen
madre. Son unos malditos. Pero él seguía escribiendo críticas y denuncias en su
columna, en uno de los diarios de la localidad: apedreando con sus teclas, sus
palabras, el ejercicio del poder político, la corrupción, la complicidad entre
criminales y servidores públicos, la policía al servicio de la mafia.
Tenía varios años como
reportero y suficiente experiencia para hacer trabajos de investigación. En la
región sobraban los temas, pero todos los senderos, escoltados de plantas con
espinas, conducían a la pólvora incendiada o en espera del gatillo, las miradas
densas y vidriosas de los jefes, los callejones que pueden sacar de apuros y
que no tienen salida, las calles que solo conducen a un humo caliente, que se
levanta y baila con el viento, después del pum pum.
Pero él tenía en el
pericardio un chaleco antibalas. La luna en su mirada parecía un farol que
aluzaba incluso de día. La pluma y la libreta eran rutas de escape, terapia,
crucifixión y exorcismo. Escribía y escribía en la hoja en blanco y en la
pantalla y salía espuma de sus dedos, de su boca, salpicándolo todo. Llanto y
rabia y dolor y tristeza y coraje y consternación y furia en esos textos en los
que hablaba del gobernador pisando mierda, del alcalde de billetes rebosando,
del diputado que sonreía y parecía una caja registradora recibiendo y
recibiendo fajos y haciendo tin en cada ingreso millonario.
Los negocios en la agenda de
los mandatarios eran su tema preferido. Cómo sacaban provecho de todo y la
gente jodida en las calles, donde la indigencia crecía como la basura y se
adueñaba de banquetas y esquinas, los prostíbulos estaban sobrepoblados y en
los hospitales sobraban enfermos pero no había camas ni médicos. Eso sí, las
cárceles hacinadas y el imperio del humo, de la nube negra tapando el cielo
estrellado, colmaba las cabezas de los habitantes de la región: enfermaba, pero
no hasta la indignación. Y en eso él, de plano, no cejaba ni cedía. Ni madres,
repetía. Y se ponía a escribir.
Una denuncia había puesto en
el ojo del huracán a uno de los legisladores. Él se unió a quienes criticaron
su poderío y sus lazos con las cumbres del poder político, económico y
criminal. Fueron pocos los detractores y casi ninguna pluma, pero no se quedó
callado. En el feis publicó una de esas fierezas, de palabras valientes, y le
dijeron güey, bájale. Estos cabrones te traen ganas. Te van a matar. Él
contestó Bah. No me hacen nada. Me la van a pelar.
Pasaron tres horas después de
esa publicación en redes sociales cuando lo alcanzaron y le dispararon, de
cerca para no fallar.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 27 marzo, 2017)
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