Desde el fin de semana pasado
han tenido lugar episodios de violencia en las comunidades La Tuna, Arroyo Seco
y La Palma, en el municipio de Badiraguato, Sinaloa, que dejaron un saldo de
tres muertos, unas 250 familias desplazadas, robos a casas habitación –entre
ellas, la de la madre de Joaquín El Chapo Guzmán
– e incomunicación, pues los
atacantes cortaron las líneas telefónicas y de datos. Hasta ayer no se habían
presentado en esas localidades efectivos de las corporaciones policiales
estatales y federales ni habían hecho su aparición elementos de las fuerzas
armadas.
Aunque la incontrolable
violencia delictiva en que está sumido el país desde hace 10 años podría llevar
a considerar lógicos y normales los hechos referidos, que ocurren por lo demás
en una región que desde hace décadas tiene en la siembra y el trasiego de
drogas ilícitas el sostén de su economía, es imperativo percibir la gravedad
del problema.
Por principio de cuentas, es
ineludible constatar que desde hace décadas el estado de derecho está roto en
esa y otras regiones en las que el narcotráfico ha sentado sus reales y en las
que, pese a años de cruenta guerra contra las drogas, no ha habido hasta ahora
una real voluntad del Estado para reimplantar su autoridad. No hay allí nada
parecido a los despliegues de fuerza policiaco-militares que forman parte de
las exhibiciones mediáticas con motivo de la captura de cabecillas de las
organizaciones criminales.
Pero, lo más grave, las
autoridades de los tres niveles de gobierno no han querido o no han podido
transformar las realidades sociales y económicas que convierten a la
delincuencia organizada en uno de los más importantes generadores de empleo –si
no el principal– en extensas zonas del territorio nacional. Hace décadas se
conoce la marginada y desesperada situación de localidades cuyos habitantes no
suelen tener más opciones que emigrar o dejarse reclutar en alguno de los
eslabones del ciclo de las drogas: des-de los campesinos que se ven obligados a
sembrar mariguana y amapola para poder subsistir, hasta los niños y jóvenes
que, privados de sitio en la escuela y en el mercado laboral formal se integran
a la delincuencia en calidad de halcones, sicarios o camellos.
Es preciso reconocer, en
suma, que el narco no está únicamente compuesto por pistoleros y capos. Una
buena parte de su plantilla incluye, además, a narcomenudistas –mujeres, en
proporción creciente–, a choferes, a profesionistas como contadores y médicos,
e incluso a músicos. Se trata de cientos de miles de personas que no
necesariamente tienen una tendencia innata a delinquir, sino son desplazados de
la economía.
En sitios como el municipio
de Badiraguato casi todo el tejido social y económico se encuentra penetrado
por el trasiego de estupefacientes y las confrontaciones entre cárteles suelen
llevarse por delante a centenares de personas, como las 250 familias ahora
desplazadas por la violencia.
Es preciso que las máximas
cúpulas gubernamentales cobren conciencia del problema en toda su magnitud, su
profundidad y su tragedia y, además de restaurar el estado de derecho en ese
municipio sinaloense y en puntos del territorio nacional sumidos en circunstancias
semejantes, emprendan de una vez por todas un viraje radical en la estrategia
de combate al narcotráfico y otras expresiones delictivas mediante un enfoque
social, laboral y educativo que empiece a romper el tejido social del narco.
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ISTMO
(EL SUR DE OAXACA/ ge5tionweb/ 20 DE JUNIO M2016)
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