El padre de Jhosivani Guerrero de la
Cruz, uno de los normalistas de Ayotzinapa, se niega a aceptar que los restos
de su hijo hayan sido identificados por la Universidad de Innsbruck. En su
lucha por obtener justicia y la presentación con vida de los muchachos,
Margarito Guerrero incluso ve con esperanza la posibilidad de que el joven haya
sido secuestrado, y los narcos, en contubernio con el gobierno, lo tengan
esclavizado en la producción de estupefacientes. Un destino duro, al que él
mismo sobrevivió cuando estuvo en esa condición en el rancho El Búfalo, en los
ochenta.
CHILPANCINGO, Gro.
(Proceso).- – En la década de los ochenta, Margarito Guerrero –padre de uno de
los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa– permaneció secuestrado durante
mes y medio en el rancho El Búfalo, ubicado al sur del estado de Chihuahua,
donde más de 13 mil campesinos fueron obligados a cosechar mariguana en la
propiedad administrada por el capo Rafael Caro Quintero, puesto en libertad el
9 de agosto de 2013 y casi de inmediato declarado prófugo.
En noviembre de 1984, el
Ejército aseguró este predio de más de 3 mil hectáreas, donde decomisó
mariguana por un valor estimado de 8 mil millones de pesos. El caso exhibió los
nexos de organizaciones delictivas con agentes de la DEA, así como con mandos
militares y del gobierno federal para producir enervantes desde Guerrero hasta
Baja California a fin de abastecer el mercado de Estados Unidos.
Margarito Guerrero recuerda
esa historia para sostener su esperanza de que, a más de 18 meses de la
desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa, su hijo Jhosivani
Guerrero de la Cruz y sus compañeros continúen con vida. Tal vez, dice, lo
hayan forzado a trabajar en un campo de droga controlado por la delincuencia y
tolerado por el gobierno, como le sucedió a él en los ochenta.
El hombre de duro semblante y
piel curtida por el sol narra la singular anécdota sobre su cautiverio en aquel
campo de producción de mariguana en Chihuahua, que utilizaba mano de obra
esclava y donde él conoció a Joaquín El Chapo Guzmán cuando el sinaloense
todavía era uno de los “mayordomos” que vigilaban a los trabajadores del
rancho, administrado por el cártel de Guadalajara.
Poco se sabe de este pasaje
temprano de la carrera delictiva del Chapo, quien tras la detención de su
mentor Rafael Caro Quintero se convirtió en líder del Cártel de Sinaloa y, tras
dos espectaculares fugas que volvieron a exhibir las complicidades entre
funcionarios y narcotraficantes, actualmente se encuentra preso en el penal
federal del Altiplano.
Hasta el momento don
Margarito sólo ha compartido lo que sabe con gente de su confianza, pues
considera que políticos y autoridades se dedican a desprestigiar a toda costa a
los padres y los activistas que impulsan el movimiento social para exigir
justicia en el caso Ayotzinapa y la presentación con vida de los estudiantes
desaparecidos.
No obstante, considera que la
situación en Guerrero y el resto del país sigue igual o peor que hace 32 años,
es decir, que los campesinos y los más pobres son usados y desechados por
autoridades y delincuentes para beneficiarse a costa del sufrimiento de los
demás. Por eso decidió contar su historia.
Proceso entrevistó a don
Margarito el 25 de marzo, después de una procesión religiosa en las calles de
esta capital, en la iglesia de Santa María de la Asunción, donde los padres y
otros familiares de los 43 estudiantes afirmaron que las élites política y
económica del país les han impuesto una pesada cruz al ocultar deliberadamente
información sobre el caso con el fin de proteger a los sicarios y a los agentes
del Estado que incurrieron en graves violaciones a los derechos humanos.
“El gobierno sabe que existen
lugares donde esa gente (el narco) tiene a personas inocentes trabajando para
ellos”, dice el padre de Jhosivani Guerrero.
En la plaza central Primer
Congreso de Anáhuac de Chilpancingo este semanario le preguntó su opinión sobre
el anuncio del subsecretario de Gobernación, Roberto Campa, de que se otorgará
la reparación del daño a las víctimas directas o indirectas del caso Ayotzinapa
a partir de un Diagnóstico de Impacto Psicosocial.
En septiembre pasado, la
Procuraduría General de la República (PGR) dio a conocer que Jhosivani había
sido el segundo estudiante de Ayotzinapa identificado por los expertos de la
Universidad de Innsbruck, a partir de las muestras de restos óseos que envió la
dependencia federal. La primera víctima identificada por este instituto austriaco
fue Alexander Mora Venancio el 7 de diciembre de 2014.
Pero Margarito Guerrero
señala que él y su familia siempre han rechazado la versión oficial de que su
hijo está muerto.
ESCLAVITUD EN CHIHUAHUA
En 1984 Guerrero partió con
siete amigos del pequeño poblado mezcalero de Omeapa, municipio de Tixtla,
rumbo a los campos agrícolas del norte del país. Se unieron a unos 300
jornaleros procedentes de comunidades rurales y marginadas de la Montaña
guerrerense.
En ese tiempo aún no nacía
Jhosivani, el menor de los siete hijos de Martina de la Cruz y Margarito
Guerrero.
El enganchador les había
ofrecido 100 pesos diarios por trabajar en la pizca de manzana. Aceptaron y se
fueron en un camión desvencijado. Tras varios días, llegaron a un extenso campo
agrícola.
Cuando se percataron que se
trataba de un inmenso plantío de mariguana, sus reclutadores les dijeron,
burlones: “Ahí está su manzana”. Nadie protestó o se quiso regresar, porque
vigilaban el lugar hombres armados.
Don Margarito cuenta que
también había unos empleados a quienes les decían “mayordomos” y se encargaban
de vigilar a los trabajadores. Recuerda a uno de ellos: el joven Joaquín
Guzmán, apodado El Chapo, quien, afirma, tenía buen carácter y trataba decentemente
a los jornaleros.
“Eran muchos mayordomos.
Imagínese: uno vigilaba a 80 campesinos, y éramos como 13 mil tan sólo en uno
de los tres predios que conformaban el rancho.”
De esta forma, los 300
guerrerenses fueron obligados a sumarse al cultivo del estupefaciente que
operaba bajo la protección gubernamental y del Ejército en la década de los
ochenta, entre los municipios de Jiménez y Camargo, en el sur de Chihuahua.
Según informes periodísticos
de esa época, el rancho El Búfalo estaba equipado con la mejor tecnología
agropecuaria y fue detonante económico de los alrededores. “Había de todo”,
confirma don Margarito, y describe los jornales a los que eran sometidos en ese
ambiente, opuesto a la calidez de Guerrero:
“Trabajábamos de las cuatro
de la mañana a las 12 de la noche. Los mayordomos nos daban tres cobijas por
persona para aguantar el frío y las cambiaban a la semana porque apestaban a
mariguana.”
Agrega que diariamente
mataban tres reses, preparadas y servidas por 300 cocineros para alimentar a
los miles de cosechadores.
Explica que cada uno tenía su
función específica: unos campesinos se encargaban de sembrar, y cuando la mata
ya estaba madura otros cortaban “las colitas o lo bueno” para separar las
ramas, mientras otros más empaquetaban. Así producían 60 toneladas diarias de
la yerba.
“Al otro día, cuando nos
levantábamos a trabajar, ya no había nada. Toda la mariguana se la llevaban
sepa a qué lugar y nosotros de nuevo a juntar la misma cantidad.”
Cuando se le pregunta si
alguna vez intentó escapar, dice que no había posibilidades: “Uno que otro
burló el cerco armado, pero llegando a los pueblos cercanos la misma gente los
detenía y los regresaba al rancho. Por eso ya mejor te aguantabas y no decías
nada”.
El castigo para los
jornaleros que intentaban escapar del rancho era ponerlos a realizar las tareas
más duras. Los mayordomos decían que les iban a permitir salir del rancho hasta
que “cumplieran su contrato”.
“Nosotros nos preguntábamos:
¿cuál contrato? Si nos dijeron que nos iban a pagar 100 pesos diarios por
cortar manzana, no mariguana”, comenta.
–¿Y al menos les pagaron los
100 pesos?
–No nos pagaron nada. Yo
estuve un mes y medio en el rancho y no me dieron el dinero que nos
prometieron.
Don Margarito cuenta que en
noviembre de 1984, cuando el Ejército irrumpió en el rancho El Búfalo, todos
los mayordomos y los hombres armados que tenían cercado el perímetro escaparon
y dejaron solos a los jornaleros.
“Nos sacaron durante la
noche. Algunas personas nos indicaban un sendero con lámparas desde los cerros
y así caminamos toda la noche… hasta las seis de la mañana que llegamos a
Falomir, donde los pobladores nos atendieron con agua y comida.”
El poblado de Estación
Falomir, conocido también como Maclovio Herrera, está en el municipio de
Aldama, en Chihuahua. Los soldados lo rodearon para llevarse a los jornaleros,
entre ellos Margarito Guerrero, hasta un cuartel militar en la capital de
Chihuahua, donde permanecieron cinco días.
Finalmente el gobierno
trasladó a la Ciudad de México, en ferrocarril, a los jornaleros originarios
del sur. Los 300 guerrerenses volvieron a su entidad en autobuses, donde
todavía estuvieron detenidos unas horas, y después los dejaron libres.
Años después Margarito Guerrero
decidió emigrar a Texas, donde vivió nueve años.
(PROCESO/ EZEQUIEL FLORES
CONTRERAS/ 8 ABRIL, 2016)
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