Dedos entrelazados
Ahí está su mejor amigo,
llorando. Sentado en la banca de ese parque. Huérfano de ese que era su media
sangre, su hermano. Los ojos rojos por la lluvia que anuncian y que llega sin
pedir permiso. Las manos atadas, entre los dedos, temblando, tristes y resignadas.
Hablaba de su cuate y se le hacía de chicle la barbilla, los pómulos.
De niño era el peleonero. El
berrinches le decían. Pero para él, su mejor amigo, era el bitache: por
corajudo. Se perdía de su casa por días para irse de vago, dormir en la casa de
algún conocido, acudir a fiestas, a embriagarse y perderse en los brazos de la
noche, sin el tic tac ni las órdenes de mamá o papá.
Un día, un vecino lo mandó a
que comprara droga. La probó antes de saborear hondamente el tabaco y al rato
ya la andaba vendiendo. Empezó con churros de mota y luego cocaína. Con una
rapidez impresionante para sumergirse en los pantanos de la vida y besar desde
la cima los abismos, le llegó a las metanfetaminas. Consumir y vender todo,
menos la chiva. Esa, la heroína, es más adictiva: despierta la negrura de las
venas, las hace saltar, en espera, ávidas y sedientas, una vez que entra,
enciende, tatema por dentro, y ahí se queda.
Sus pasos agigantados lo
llevaron a convertirse en un buen vendedor. Narcomenudeo en popa, tiendita en
jauja. Los consumidores de la colonia y de otras vecinas, lo buscaban. Igual
taxistas, policías adictos y otro que otro aficionado. Coca, mariguana, chiva y
cristal. Él la vendía y era muy movido. Un pequeño narco de barrio en ascenso
es siempre un peligro para los que estaban un escalón arriba.
Hablaron con él y le dijeron
que no vendiera tanto, que no distribuyera más allá de tal colonia, que
respetara los precios. Y sobre todo, que pagara. Entre los billetes gruesos que
ya abultaban y las nubes de ese éxito de humo y fantasmal, le dio por consumir
y consumir. Todo para dentro. Y dejó de pagar.
Le cobraron, lo buscaron,
amedrentaron y advirtieron. No hizo caso. Se vio por encima de todos, poderoso
e intocable. Así se miró, frente al espejo, como un dios: el de las drogas, el
narco, la lana, el sol en esa mirada. Dieron con él y lo sacaron a patadas de
su casa. Lo subieron a una camioneta y atrás de ella iba otra con cinco hombres
armados. Le decían no pagaste güey, y eso les pasa a los que se quieren pasar
de cabrones. Te crees muy chingón, pues así terminas puto. Por malapaga.
Tres días después lo
encontraron cercenado. La cabeza a dos metros y las piezas de su cuerpo
perforado. Él, desde esa banca de la plaza, mantiene atados sus dedos y parece un
nudo difícil. Recuerda al bitache. Ahora tiemblan sus cachetes y los hilos de
lágrimas bajan sin piedad. Era su amigo, ese que siempre lo defendía y por
quien él no pudo hacer nada.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 20 marzo, 2016)
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