Raymundo Riva Palacio
El secretario de la Defensa
sigue muy enojado. Por tercera vez en las últimas semanas, el general Salvador
Cienfuegos aireó la molestia del alto mando y la tropa y recurrió a los medios
para defender públicamente a los oficiales, a los soldados y a la institución,
de que no son violadores de los derechos humanos, como los acusan con
insistencia. Al general no lo comprenden mucho en los medios, y mucho menos en
la sociedad política, que tiene puesto sobre él su dedo índice. Tampoco, por
paradójico que parezca, tiene el respaldo pleno del Gobierno, cuyo diseño de
política de seguridad y combate a criminales, lo colocó en la situación que hoy
vive.
En una larga entrevista que
concedió a Televisa, el general Cienfuegos defendió a los elementos del
Batallón 27 de Infantería, que tiene su sede en Iguala, donde la noche del 26
de septiembre del año pasado desaparecieron 43 normalistas de Ayotzinapa,
capturados por la Policía Municipal y entregados al grupo criminal Guerreros
Unidos. El general alegó que los soldados ni siquiera estaban en Iguala hasta
después, dijo, que habían pasado los hechos violentos. El general estableció
que los soldados regresaron a su cuartel cerca de las 10 y media de la noche y
no realizaron acciones de seguridad pública. Su verdad es a medias.
Personal del Batallón 27 de
Infantería tenía presencia en la sala de control del C-4, el sistema de
televisión de circuito cerrado que utiliza la Policía. Asimismo, sabían lo que
pasaba y una célula de Inteligencia militar había seguido a los normalistas
desde su salida de la Normal en Tixtla. En Iguala, como dijo el secretario, no
actuaron contra los estudiantes, aunque puede argumentarse que el haber
impedido que uno de ellos fuera atendido en una clínica privada por heridas de
bala, puede interpretarse como una intervención directa. De la misma forma
podría argumentarse que hubo participación cuando el comandante del Batallón rechazó
la petición del entonces fiscal de Guerrero, Iñaki Blanco, para llevar a sus
instalaciones a los policías municipales para desarmarlos y tomarles las
primeras declaraciones.
La justificación jurídica del
secretario de la Defensa es que sin haber una solicitud expresa de la autoridad
civil, los militares no pueden participar en acciones de seguridad pública. Sin
embargo, la vulnerabilidad del argumento no está en sus responsabilidades de
esa noche, sino en los antecedentes al crimen. Iguala, de acuerdo con la
información que tenía la Fiscalía de Guerrero cuando menos cinco meses antes,
estaba controlada por Guerreros Unidos con la participación activa del entonces
alcalde, José Luis Abarca. El jefe del Batallón 27, el coronel José Rodríguez,
mantenía una relación institucional y social, incluso, con Abarca y su esposa,
María de los Ángeles Pineda Villa, a cuyo informe de labores al frente del DIF,
acompañó horas antes que empezaran los sucesos. El Batallón, que nació en los
70 para enfrentar a la guerrilla rural, cuenta con una oficina de Inteligencia
que estaba a cargo del mayor Luis Alberto Rodríguez. Entonces, se puede
plantear, ¿no sabían los militares de la incrustación criminal en las
instituciones en Iguala?
Esta cara del papel que
jugaban los militares en Iguala mucho tiempo antes del crimen, es un misterio.
El secretario Cienfuegos relevó al coronel Rodríguez hasta que pasaron 10 meses
del crimen, y no se sabe qué ha sido de él. Se desconoce también la suerte del
mayor Rodríguez y del mayor de Infantería Raymundo Barrera, que era jefe de
Personal en el cuartel. Dos de sus subalternos habían sido denunciados
públicamente de tener vínculos con la delincuencia organizada. No se sabe si el
Ejército inició una investigación por su cuenta para determinar si sus
oficiales y soldados estuvieron o no involucrados con Guerreros Unidos en
Iguala. En todo caso, la defensa del general Cienfuegos ha sido unidimensional
y tajante, lo que ante la sociedad política y los organismos internacionales
que defienden los derechos humanos, lo colocan en una situación vulnerable.
El secretario de la Defensa
está hablando, pero no parece estar diciendo todo lo que le molesta. Si un
observador analiza lo que hizo el Batallón 27 de Infantería, salir a la calle,
hacer acopio de información, reportar lo que está viendo y establecer un
perímetro de seguridad sellando Iguala, como ha sido narrado en testimonios
desde el sábado 27 de septiembre, no deja de sorprender la analogía con el
modus operandi que tenían en Michoacán, donde por diseño, cuando los grupos de
autodefensa civil –donde había sicarios renegados- iban a aniquilar a sus
enemigos, Los Caballeros Templarios. En Michoacán, donde el Gobierno organizó y
armó a los grupos de autodefensa civil, la instrucción al Ejército era que
sellaran las comunidades mientras había una depuración de los cárteles.
En Michoacán, esa estrategia
la diseñó el comisionado para la Seguridad y el Desarrollo, Alfredo Castillo,
quien fue nombrado por el presidente Enrique Peña Nieto y recibió el aval y
respaldo de la Secretaría de Gobernación. Ese modelo generó el rechazo del
secretario de la Defensa, que se enfrentó con Castillo.
El diferendo fue resuelto en
la oficina del exjefe de Oficina, Aurelio Nuño: Castillo dejó de lastimar al
Ejército y el Ejército aceptó el modus operandi. Si Iguala fue una réplica de
la arquitectura construida en Michoacán, ¿quién tiene la primera responsabilidad
del costo que hoy pagan los
militares?
La respuesta es simple: el
Gobierno. Los civiles. Los mismos que les causaron la herida de Tlatelolco y
que sin recordar la historia, volvieron a infligirles un nuevo daño. El
secretario de la Defensa grita todo el tiempo por la injusticia con la que
tratan al Ejército, pero es parte del andamiaje institucional que como en 1968,
son ellos la parte más delgada del hilo cuando se rompe.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
/ twitter: @rivapa
(ZOCALO/ COLUMNA “ESTRICTAMENTE PERSONAL” DE RAYMUNDO
RIVA PALACIO/ 09 DE OCTUBRE 2015)
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