Raymundo
Riva Palacio
La
cultura mexicana sobre el tema del conflicto de interés, es de opereta. Se
enarbola como instrumento de golpeteo político en los momentos donde los grupos
de interés miden sus fuerzas, y se guarda cuando la confrontación se deja
atrás. Se argumenta con sofismas, donde para algunos ilegal es igual que
ilegítimo, y para otros que sostienen que al no haber nada ilegal, tampoco es
ilegítimo. Los dos casos son equívocos y contribuyen por igual a la opacidad
con la que se desarrolla la sociedad política mexicana. De paso, impiden que se
construyan mecanismos para reducir los márgenes de conflicto de interés en
servidores públicos que beneficien a actores y audiencias por igual.
La
semana pasada sucedieron dos eventos que muestran lo ramplón de la cultura
política. El coordinador de Vinculación de la Presidencia de la República,
Jesús Ramírez Stabros, renunció ante la presión pública que lo señalaba de
incurrir en un conflicto de interés al ser funcionario federal y al mismo
tiempo, consejero de la empresa española de generación de energía Iberdrola.
Ramírez Stabros dejó el cargo no en reconocimiento que había incurrido en una
falta de ética política –que ha afirmado tajantemente que no existió–, sino
porque aferrarse al cargo empezó a tener un costo político para el Presidente.
Con
el ruido de esa renuncia, Luis Téllez, presidente de la Bolsa Mexicana de
Valores y miembro del Consejo de Administración de Sempra, la multinacional que
distribuye energía eléctrica, fue designado por el Senado como integrante del
comité técnico del nuevo Fondo Mexicano de Petróleo, que garantizará el manejo
transparente sobre el uso de los ingresos petroleros. Criticado por sus
intereses en una empresa energética, Téllez aseguró que su nombramiento estaba
dentro de la ley, por lo que no incurría en falta ética alguna.
Téllez
y Ramírez Stabros están mal. No se necesita incurrir en una ilegalidad o
aprovechar su puesto para beneficio personal para colocarse en un conflicto de
interés. Un conflicto de interés se presenta incluso, ante el potencial que exista
del choque del interés público con el particular. En muchos casos es un tema de
percepciones que en otros países se ataja para que no se conviertan en realidad
o sean motivo de ataques. Por ejemplo, un pre-requisito con el presidente
Barack Obama para que el senador John Kerry, casado con la multimillonaria
heredera de la corporación Heinz llegara a secretario de Estado, fue que
redujeran sus acciones en empresas estadounidenses y extranjeras, y sus activos
en Bolsa, para evitar un posible conflicto de interés.
Es
un asunto claro: la mejor forma de manejar un conflicto de interés, y evitar
ser acusado de ello y lastimar a la institución para la que trabaja, es no
tenerlo. Kerry no tiene problemas, pero un colega en ese gobierno, el
vicepresidente Joe Biden, ha sido sujeto de crítica por estar en los linderos
del conflicto de interés. En estos días volvió a ser sujeto de polémica, pues
su hijo acaba de ser contratado por una compañía de Ucrania que promueve su
independencia energética de Rusia, que es lo que Biden, como emisario de Obama,
ha estado trabajando en Ucrania.
En
los países más maduros, quienes asumen una posición pública suelen vender sus
acciones o colocarlas en un fideicomiso, retirarse de todos los consejos de
administración y dar a conocer todos sus activos. En México, ni siquiera las
declaraciones patrimoniales completas, son una obligación moral darlas a
conocer. Un conflicto de interés no requiere de un acto ilegal o ilegítimo.
Basta que exista la percepción para que se genere la sospecha y la falta de
credibilidad.
En
el caso de Téllez, una buena decisión por la experiencia del actual presidente
de la Bolsa Mexicana, es lastimada por la dualidad de sus funciones. ¿Por qué
no renunció al Consejo de Administración de Sempra? ¿Por qué no eliminó todo
margen de sospecha? Esa dualidad de funciones afectará la credibilidad no sólo
sobre él, sino sobre el nuevo instrumento financiero de la Reforma Energética.
¿Por qué sucedió el caso Stabros? ¿Cómo pudo haber trabajado para una empresa
extranjera seis años como legislador, y trabajar en un gobierno que se embarcó
en una profunda reforma energética? Las lecciones son públicas y no se quieren
tomar en cuenta sus experiencias.
Pero
una posibilidad está al alcance del gobierno: crear un mecanismo que antes que
se anuncie cualquier nombramiento, la persona sea examinada en forma
escrupulosa para descubrir sus fantasmas en el clóset. Este mecanismo tendría
que voltear de cabeza a la persona designada y revisar todo aquello que pueda
afectar al Gobierno. En lo personal, en lo político, en lo financiero, en todo
lo que signifique riesgo de controversia –la OECD tiene un manual para
administrar el conflicto de interés–. Se haría discreto, sin lastimar a la
persona, en dado caso que tenga pecados insuperables, y sin dañar a sus jefes.
De esta forma no habrá sorpresas para nadie. Habrá transparencia e inyectará
credibilidad a los asuntos públicos, que buena falta les hace.
(ZOCALO/
COLUMNA ESTRICTAMENTE PERSONAL DE
RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 17 DE SEPTIEMBRE 2014)
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