Un ex cabo salvadoreño lleva en su rostro las cicatrices que le
dejó un ataque a machetazos por "Los Maras", las cuales lo vuelven un
blanco potencial de ejecución si regresa a su país.
Tapachula.- El ex cabo José Roberto Hernández de la Policía Nacional de El
Salvador se toca la cara y recorre con el pulgar el largo y profundo
surco que se extiende desde lo que alguna vez fue su oreja izquierda
hasta la barbilla, solo unos centímetros arriba de la yugular. Un poco
más abajo y no estaría ahí, sentado en una piedra, contando su relato de
desgracia.
—El machete me cortó aquí y aquí —señala el
salvadoreño, alojado por ahora en el albergue Belén para migrantes de
Tapachula—. Me abrió la mandíbula y luego, cuando me iban a rematar,
pude detener (la hoja) con la mano. Me partió el dedo en dos. Lo rebanó
como si fuera… qué le digo. ¡Me dolía tanto! La verdad no sé cómo pude
escapar corriendo.
Hernández, de 45 años, se considera un hombre
marcado para morir. Como sobreviviente, está sentenciado a ser rematado
por una célula de la M-18 que no puede perder cara con un trabajo
inconcluso como el que le aplicaron en mayo pasado: fue víctima de un
ataque por pandilleros cuando se dirigía a visitar a su madre en un
barrio bravo de San Salvador. A causa del atentado pasó un mes en el
hospital y tan pronto como fue dado de alta, huyó a México, mezclándose
en el caudal de la oleada migratoria de menores de edad que ha sumido a
la región en una crisis política.
Llegó a Tapachula a mediados de julio
pasado y desde entonces vive de trabajos eventuales y del dinero que
recolecta en los semáforos de esta ciudad fronteriza.
Hoy asegura
que su vida está en manos del gobierno mexicano. Para las autoridades
migratorias es un nuevo dilema: a la larga lista de problemas que ha
traído la oleada migratoria hacia Estados Unidos, ahora deben sumar cómo
enfrentar el sustancial aumento en las peticiones de asilo por parte de
centroamericanos, algunos de los cuales corren el riesgo de realmente
perder la vida en caso de ser enviados de vuelta. Extraoficialmente, se
estima que este año se romperá el récord absoluto de solicitudes de
refugio.
Hernández dice que volver a El Salvador es enviarle a la muerte.
—¡Yo
no quiero ir a Estados Unidos! Quiero quedarme en México. Necesito que
me den asilo en el país —implora—. Si vuelvo me matan.
La pregunta
es si califica para asilo en México, algo que se niega a la gran
mayoría de los extranjeros que lo solicitan. Las estadísticas no están a
su favor. Prácticamente 82 por ciento de todos los centroamericanos que
piden refugio en el país son rechazados o retiran sus casos, de acuerdo
con estadísticas de la Secretaría de Gobernación.
Desde 2002,
mil 200 hondureños y 895 salvadoreños han presentado solicitudes de
refugio ante la Comisión Mexicana de Asistencia a Refugiados (Comar). De
ellos, solo 404 han tenido suerte. Por nacionalidades son los grupos
con mayores tasas de rechazo, algo que contrasta con el trato que se da
actualmente a colombianos y que históricamente se ha dado a
sudamericanos: cuatro de cada 10 que piden asilo tienen éxito y logran
quedarse en México.
***
Las cicatrices de Hernández son
profundas y llaman la atención. Y ese es el problema: su visibilidad.
Según explica el cabo, le hacen un blanco potencial de ejecución. En su
país las heridas en el rostro atraen automáticamente la atención de
cualquier miembro de la M-18 y la Mara Salvatrucha. Son un letrero a
flor de piel que se utiliza para estigmatizar a traidores, aquellos que
han desertado o quienes pertenecen a una banda rival. Una moderna letra
escarlata.
Su caso hace eco en los de otros tantos migrantes que
en las últimas semanas han arribado a territorio mexicano, solicitando
asilo ante el colapso de la seguridad pública en Honduras y El Salvador.
Esta
semana, en el albergue Belén de Tapachula, además de Rodríguez media
decena de migrantes hondureños estaban en proceso de presentar
peticiones de asilo ante la Comar, un órgano dependiente de la
Secretaría de Gobernación. Una vez que formalicen sus peticiones, su
destino quedará en manos de un “comité de elegibilidad”, integrado por
representantes del Instituto Nacional de Migración y las secretarías del
Trabajo y Relaciones Exteriores, que determinarán si cuentan con los
méritos para recibir refugio.
Para obtener asilo, deben cumplir
uno de dos requisitos, de acuerdo con la ley: que su vida, seguridad o
libertad hayan sido amenazas por violencia generalizada, conflictos
internos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden
público en su país de origen; y que no puedan volver a su país por
“fundados temores” de ser perseguidos por motivos de raza, religión,
nacionalidad o pertenencia a determinado grupo social u opiniones
políticas.
En caso de que se les otorgue asilo, el gobierno
mexicano les garantizaría apoyos en salud, educación y hasta una ayuda
económica para subsistir en tanto encuentran trabajo. Después de un
tiempo, incluso se les permitiría buscar la reunificación familiar.
Pero
si las estadísticas son guía, es una posibilidad que queda lejos para
la mayoría y que a Hernández no le hacen ser demasiado optimista. Entre
los migrantes es vox pópuli que los números no están a su favor.
—Solo sé que si pierdo me voy a tener que esconder en este país —sostiene el ex cabo—. Mi vida en El Salvador se terminó.
(MILENIO/ Víctor Hugo Michel
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