MÉXICO, D.F. (apro-cimac).- En su diario andar por las calles
del municipio mexiquense de Atizapán, José Diego Suárez Padilla se
encontró un maletín con un expediente judicial de una víctima de
feminicidio.
Al empezar a hojear el legajo de 800 fojas se llevó una fuerte
impresión al darse cuenta de que se trataba de un caso que le atañía
personalmente: era el expediente de su hija Rosa Diana Suárez Torres,
asesinada a puñaladas por Gilberto Campos García el 31 de diciembre de
2010.
Dedicado a la albañilería, José, como le dicen sus conocidos, dedicó
varios días a leer el documento y de paso a consultar el Código de
Procedimientos Penales del Estado de México. Todo ello le permitió
encontrar inconsistencias en la investigación del crimen de su hija que
trata de corregir con algunos recursos interpuestos ante la Procuraduría
General de Justicia del Estado de México (PGJEM).
Apoyado en su esposa, María Victoria Torres Fernández, José dice que
están en espera de alguna respuesta de las autoridades encargadas de
impartir justicia.
La historia
La tarde del 31 de diciembre de 2010, unos meses antes de su
cumpleaños número 22, y a la mitad de sus estudios en Administración de
Empresas en la Universidad Autónoma del Estado de México, Diana volvía a
su casa después de una reunión con sus amigos.
Unas cuadras antes de llegar a su domicilio, donde ya la esperaban
sus padres y sus dos hermanos, la joven contestó la llamada de Gilberto,
el novio que se creía dueño de su vida y le exigió una explicación de
por qué pasó la tarde sin él.
Tras la llamada ambos se encontraron en un parque de Atizapán, donde
los reclamos se convirtieron en navajazos y cerraron para siempre los
ojos cafés de Diana. Ella quedó inerte en la calle; su pareja y la
navaja del odio huyeron al estado de Hidalgo.
Ese día, a las 11 de la noche, del celular de Diana salió una llamada
a casa de sus padres. En lugar de su voz cálida se escuchó una pregunta
seca: “¿Es familiar de Diana Suárez?”. Sin esperar la respuesta, la voz
tosca agregó: “Tienen que venir al Ministerio Público, tenemos a su
hija”.
Desde esa madrugada el dolor se instaló para siempre en la casa luego
de que el cadáver de la joven fue entregado a sus padres sin
explicación alguna de los agentes ministeriales, quienes incurrieron en
lo común cuando se trata de asesinatos de mujeres en el Estado de
México: perder las pruebas del homicidio.
Advertencias ignoradas
Como muchos casos de feminicidio en la entidad, la muerte de Diana
fue un crimen anunciado. Y también como en la mayoría de los asesinatos,
las autoridades mexiquenses ignoraron las advertencias e incluso se
negaron a proteger a Diana cuando lo solicitó.
En 2008 Gilberto entró a su vida de repente. Ella, como la recuerdan
sus padres, era toda responsabilidad, alegría, compromiso y empatía. Él,
todo lo contrario. Aunque en un inicio se presentó como la persona más
amable, la situación cambió casi de inmediato: se volvió celoso y
agresivo; era despedido cada 15 días de algún empleo por su carácter
conflictivo.
Los jaloneos, moretones y prohibiciones no se hicieron esperar. Su
compañía tenía un precio y era que ella guardara silencio. “Señora,
tiene que venir por Diana; se está peleando con Gilberto”, fue lo que un
día se escuchó en el teléfono. Una amiga de la joven, alarmada por una
pelea entre la pareja, llamó a don José y a su esposa.
Cuando llegaron al lugar, un vigilante contó lo sucedido: “Estaban
peleando y el muchacho le aventó a la chava una botella de caguama”.
Nadie hizo nada.
Incluso 90 días antes del asesinato, un hecho advirtió que Gilberto
podía terminar con la vida de Diana. El 4 de octubre de 2010, cerca de
las 10 de la mañana, Gilberto empujó el portón de la casa de su novia y
entró. La joven estaba sola porque sus padres habían ido a trabajar.
“Quiero el celular”, le reclamó Gilberto. Lo que él contaría más de
un año después ante el Ministerio Público (MP) es que el teléfono
guardaba más de 200 fotos sexuales de la pareja.
Diana se negó a darle el celular y corrió a su cuarto. Trató de
esconderse, gritó, pidió ayuda, imploró, recordó que él decía amarla.
Nada consiguió. Gilberto la tomó por los brazos y la aventó. El golpe
quebró el cristal de la ventana.
Con una navaja oprimiéndole el cuello, Diana acertó a decir que el
teléfono que su novio reclamaba estaba en la sala. Ambos bajaron las
escaleras. Las manos temblorosas de ella entregaron el celular, que no
se sabe si efectivamente contenía imágenes sexuales de Diana, pero sí
guardaba fotos que mostraban los golpes que ella recibió durante los
casi dos años de noviazgo.
Cuando Gilberto por fin se fue, Diana llamó a su tía para que fuera a
acompañarla. Cuando su madre volvió a casa y supo lo sucedido llamó a
la mamá del novio de Diana. “No puedo creer que mi hijo haya hecho eso,
pero no pierda el tiempo en la denuncia, tengo familia en el MP”, fue la
advertencia que María recibió como única respuesta.
Ya en la noche, cuando José llegó a la casa, los tres fueron a
presentar la denuncia por el allanamiento de morada. Las nueve de la
noche marcaron el momento en el que empezó a fragmentarse la ilusión de
que en el Estado de México existe la justicia.
Ante el MP, Diana relató la agresión excepto a un médico legista,
pues éste nunca fue presentado con la joven. Sin embargo, las
autoridades después dijeron que ella lo había rechazado.
“Quiero que le pongan una orden de restricción a Gilberto; tengo
miedo de que se enoje más y me mate”, pidió Diana en ese momento.
“Eso no existe en México, las órdenes de protección sólo se dan en
Estados Unidos”. “No te robó el celular; tú lo entregaste”. “Las peleas
entre novios no son un delito”… fueron algunas de las respuestas del
personal judicial.
De acuerdo con el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio
(OCNF) –que ha acompañado a muchas familias en sus denuncias de
violencia de género–, ese tipo de respuestas son un común en los MP del
Estado de México, pues para otorgar una orden de protección se pide a la
denunciante pruebas de los hechos y seguir un juicio contra su agresor.
Así, la MP de Atizapán, Clara Rulfo Fernández, y el secretario Juan
Ignacio Robles Márquez, así como los agentes Mónica Hernández Ruiz y
Francisco Alfonso Bonifaz Muñoz no determinaron algún delito que
ameritara una orden de protección, y sólo acusaron a Gilberto de
allanamiento de morada; nunca lo citaron a declarar, mucho menos lo
detuvieron.
Empezaron 90 días angustia, días rutina en los que había que extremar
precauciones. Las llamadas de Gilberto debían contestarse de inmediato;
la vida de Diana estaba amenazada, la de sus padres también. La amenaza
se concretó el 31 de diciembre de 2010 cuando la asesinó.
En esos días, la única esperanza para el padre de la joven era ir al
MP de Barrientos, en el municipio de Tlalnepantla –a donde, sin
explicación alguna, se trasladó el expediente–, para conocer el avance
de las investigaciones por el allanamiento.
Impunidad
José deja escapar el llanto cuando recuerda a su hija, cuando revive
cómo las autoridades judiciales lo discriminan por ser de origen
humilde.
De la impunidad José se defiende llevando a todas partes el viejo
maletín con el expediente de su hija como si fuera un escudo, y muestra
su Código de Procedimientos Penales cual espada contra las mentiras de
las autoridades.
Con sus manos gastadas por el trabajo, José también sostiene un
bastón pues por una misteriosa enfermedad poco a poco ha quedado ciego.
“Si no hubiera perdido la vista ya hubiera acabado de leer este libro y
les demostraría que me están mintiendo y que lo que está haciendo (el
personal judicial) está mal hecho”.
Tras el asesinato, don José pasó nueve meses dando vueltas a las
agencias del MP de Atizapán y Barrientos, e incluso fue a la sede de la
PGJEM, en Toluca, capital de la entidad, para aportar pistas sobre el
paradero de Gilberto. Sólo había dos lugares posibles donde el asesino
de su hija podría resguardarse: Hidalgo y Veracruz, donde tenía a su
familia.
“Exijo que me cambien a ese pinche comandante”, dijo un día José en
Toluca. Lo cambiaron y finalmente el 19 de octubre de 2011 Gilberto fue
aprehendido en Hidalgo. La prensa local reportó que durante la detención
el hombre, de entonces 23 años, argumentó “que su novia lo puso celoso y
tuvo que darle 65 puñaladas”.
No obstante, Gilberto aún no es sentenciado. José explica que el
abogado de oficio asignado al caso de Diana sostiene que el agresor
“tiene derechos”. De la confesión del asesinato nadie parece acordarse.
Incluso el abogado del MP le dijo a don José que esa declaración a la
prensa no cuenta ante la PGJEM, porque para una sentencia es necesario
que el presunto criminal confiese que cometió un feminicidio.
Fue la lucha e insistencia del padre de Diana las que lograron que la
causa penal 175-2011, en la que se acusaba a Gilberto Campos García de
homicidio, se reclasificara por el delito de feminicidio en la causa
619-2012.
Fueron también sus constantes reclamos los que lograron que el
expediente 3838/2010-10, que da cuenta del allanamiento de morada, fuera
desempolvado e incluido como antecedente en la causa por feminicidio.
Las inconsistencias que las autoridades judiciales cometieron desde
la primera denuncia llevaron a José a acusar las irregularidades en la
PGJEM, en Toluca. “Eso es muy raro; yo conozco a los agentes del MP y no
cometen irregularidades”, justificó Antonio Soto, funcionario de la
Procuraduría.
En septiembre de 2012, con todo y sus zapatos desgastados y
reclamando justicia, el padre de Diana se plantó frente a la oficina del
entonces procurador mexiquense. “Quiero ver a Miguel Ángel Contreras
Nieto”, demandó José “armado” con el expediente de su hija.
La mirada de la secretaria barrió la vestimenta sencilla de José
Diego y le dijo: “No es posible, el procurador está ocupado”. Los ojos
aún buenos del hombre recorrieron la sala y vieron al menos a cuatro
hombres de traje a la espera de ser recibidos por Contreras Nieto.
“Debajo de la ropa todos somos iguales; si el procurador no me puede
recibir porque me ve humilde y con esta ropa desgastada dígame la verdad
y mañana me baño, pido prestado un traje y vengo a verlo. Soy humilde
porque tengo que hacer el trabajo de las autoridades y no tengo tiempo
de hacer el mío y ganar dinero. Quiero ver al procurador y no me voy de
aquí hasta que lo haga”.
El 22 de septiembre de 2012 a las 10:45 de la mañana los ojos fríos
del procurador se encontraron con las lágrimas de José, quien contó las
injusticias que los agentes ministeriales y policías habían cometido.
Contreras Nieto ordenó que se revisaran las presuntas irregularidades en
la averiguación previa 3838/2010.
Aunque a Diana no se le protegió tras el allanamiento y la pelea del
celular y nueve meses después perdió la vida, el órgano de control de la
PGJEM determinó: “No a lugar a instaurar procedimiento administrativo
disciplinario en contra de servidores públicos”.
El hombre resistencia encarnado en José continúa en solitario con
ambas batallas: la sentencia para Gilberto Campos y el castigo para
quienes hicieron mal su trabajo.
“A mí hija la mataron, como a las hijas de muchas madres que me he
encontrado en el camino por entregar el corazón; si logro obligarlos a
que en un futuro hagan bien lo que tienen que hacer, puedo evitar que a
más jóvenes enamoradas el amor les cobre el precio. Eso es lo que Diana
hubiera querido”.
/7 de agosto de 2014)
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