Era buena onda ese bato, dice Juan. Aparece el mar en sus ojos pero
no se inundan las cavidades y mucho menos corre río abajo por las
mejillas. Llora y se seca, arrepentido. Reprimido, quizá avergonzado. Un
morro duro y metido en eso de andar matando cabrones no debe llorar. No
se limpia pero no pasa más.
Juan mira hacia el cielo y el horizonte. Pero esa mirada parece no
captar nada. Su boca sí: tiene el firmamento colmado de recuerdos y
añoranzas de su amigo Jorge. Era buena onda ese bato. Muy buena onda. Se
ponía contento cuando terminaba algún jale, porque siempre cumplía con
los encargos de los jefes. Y le iba bien. A lo mejor por eso, por
cumplido y confiable.
Jorge andaba en la malandrinada. Enfermo, pues. Enfermo de poder, de
gatillos y billetes. Él era feliz porque traía para invitar a sus amigos
suchi y pitzas, y si se podía se tomaban unas tecates, siempre y cuando fuera rojas, que es más fuerte que la laic, porque esas son pa’hombres, como él decía.
Pero lo mejor era estar con ellos. Escuchar sus broncas y desahogarse
mutuamente. Al final no faltaba quién le pidiera dinero. Para ir a
cotorrear, al antro, con las plebes, para más pisto o para el morrito
que más de alguno tenía o pagar el teléfono celular. Él igual repartía.
Porque antes, siempre antes de las despedidas, venían sus bajoneos: sus
padres lo maltrataban y siempre la bronca con ellos pasaba de la
regañada a los castigos y los golpes.
Ya no aguantaba, les dijo. Todos lo miraban serios. Percibían los
días nublados e invernales en ese hablar, esa voz que se escuchaba
bajito y en ocasiones como que se apagaba. Así nomás. Solo de recordar,
sin hablar siquiera, se ponía a llorar. Pero uno no llora, verdá mi
compa. Y se reían, terciaban o simulaban festejar.
Tenía apenas diecisiete y parecía un niñón de veinte. Alto, rollizo,
chapeteado, de manos gruesas y voz de oso que en ocasiones se agrietaba.
Púber en tránsito.
Él disfrutaba el respeto que le tenían sus jefes, por cumplidor. Pero
más, por encima de todo, gozaba la compañía de sus amigos. Todos de su
edad, se veían en la tienda de la esquina. Hacían bola en la banqueta y
se desnalgaban de permanecer tanto tiempo sentados. Se desvivía Jorge
juntándolos en torno a él y repartiendo sus jugosas ganancias. Sale,
plebes, échense otras. Y se iba con el cielo nublado sobre sus hombros.
Juan dejó de verlo unos días. Preguntó por él en la tienda y buscó a
sus amigos, a quienes también había perdido de vista. Encontró a uno de
ellos afuera de su casa, agavillado y con la cabeza baja. Saludó, Qué
ondas. Y preguntó por Jorge. Se acaba de matar el bato: se cansó de los
regaños, los chingazos que le daba su padre, y se pegó un balazo aquí,
en la cabeza.
5 de julio de 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario