Lejos del poder
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- En sus comienzos, el PAN fue un partido
esquizofrénico: simpatizante del fascismo e impulsor de la democracia.
Fundado días después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, sus
militantes –unos más, otros menos– no ocultaron su inclinación por el
Eje y en 1942 aconsejaron al presidente Ávila Camacho mantener una
estricta neutralidad en el conflicto.
Hispanistas, casticistas,
“católicos de Pedro el Ermitaño”, fueron críticos de la derrotada
República Española y de la política de asilo de Lázaro Cárdenas.
Por si
faltara, muchos albergaron también prejuicios antisemitas, similares a
los de Action Francaise, el movimiento que inspiró su filosofía
política.
Pero en ese mismo primer lustro que coincidió con la
guerra, los diputados del PAN introdujeron en la Cámara una batería de
iniciativas de carácter democrático que no tenían precedente desde
tiempos de Madero y que tardarían 50 años en traducirse en legislaciones
e instituciones efectivas: integración de órganos electorales
independientes del gobierno, exigencia de membresías estrictas en los
partidos políticos, creación de una comisión federal (ya no local o
municipal) de vigilancia electoral y un consejo del padrón electoral.
Tras
la derrota del Eje, un sector del PAN se aferró a su rancio
conservadurismo y a su temática religiosa.
El brillante y malogrado
Adolfo Christlieb Ibarrola, presidente del PAN en los años sesenta, los
llamaría en su momento “meadores de agua bendita” para diferenciarlos de
su propia corriente, preocupada por desempeñar con responsabilidad el
papel de una oposición civil al cada vez más poderoso sistema político
mexicano. Adolfo Ruiz Cortines, que no hacía distinciones, los llamaba a
todos “místicos del voto”.
En cualquier caso, aquellos profesionales de
clase media, para quienes la decencia era un imperativo, se empeñaban
en dar sustancia al viejo lema de Madero “Sufragio efectivo, no
reelección”.
Sin presupuestos públicos, trabajando por el partido en
ratos libres, los militantes del PAN fueron creando una red ciudadana
que cada tres años (sobre todo en el norte y el occidente del país)
contendía por los puestos de responsabilidad ejecutiva y legislativa en
estados y municipios.
Libraban su batalla con poca suerte, gran tesón y
muchos riesgos, porque la maquinaria electoral del PRI fue afinando sus
métodos de coacción, fraude y represión justamente a costa suya.
Por
tres décadas, el aplastamiento no pareció desalentarlos. Después de
todo, su fundador y presidente de 1939 a 1949, Manuel Gómez Morin, había
declarado que la lucha histórica del PAN era una “brega de eternidades”
en la que la conquista del poder no era urgente ni prioritaria.
Lo
prioritario era despertar la conciencia política del ciudadano en todo
el país y construir, a partir de ella, de abajo hacia arriba, un orden
democrático institucional cuyo primer y elemental principio era el
respeto al voto. En 1967, declaró:
“Estamos todavía en la
situación clásica de un partido de oposición. No de ‘Her Majesty’s loyal
oposition’, que puede ocupar los puestos al día siguiente que sale el
gobierno, sino en la posición de la oposición latina: un partido que
está señalando errores, que está indicando nuevos caminos, que está
tratando de limpiar la administración, de mejorar las instituciones, de
programar el esfuerzo colectivo de mejoramiento y de formar ciudadanos y
personas capaces de ocupar con rectitud y eficacia los puestos
públicos.”
A raíz del 68, aun esta “oposición latina” se volvió
imposible. El gobierno cerró todos los espacios de diálogo con la
oposición, incluido el trato con el PAN. La muerte de Christlieb
Ibarrola, que enfrentó con lucidez y dignidad el autoritarismo de Díaz
Ordaz, precipitó una crisis profunda en el partido. Fue entonces –en
septiembre de 1970– cuando conocí a Manuel Gómez Morin.
Lo traté
de cerca hasta su muerte, en abril de 1972. Su crepúsculo y desazón
coincidían con los del PAN. Estaba cansado de bregar –él, que había
construido tantas instituciones perdurables– y no disimulaba su
decepción ante las nuevas generaciones del PAN: desconcertadas frente la
omnipresencia de Echeverría, desgarradas por rencillas internas,
incapaces de discurrir nuevas propuestas sociales y económicas (el PAN
de Gómez Morin, hay que apuntar, nunca fue propiamente liberal en esos
aspectos).
Gómez Morin temía la disolución del PAN que, en efecto,
estuvo a punto de ocurrir en 1976 cuando, en un acto desesperado, el
partido se abstuvo de presentar candidato presidencial.
El arribo
al poder de José López Portillo y la súbita riqueza petrolera parecían
augurar el reinado milenario del PRI. La Reforma Política ideada e
instrumentada por Jesús Reyes Heroles para abrir espacios parlamentarios
a la izquierda revolucionaria recogió –sin dar el debido crédito–
algunos proyectos del PAN archivados desde los años 40. La democracia
avanzaba a pasos de tortuga, tutelada desde Los Pinos y Bucareli por la
Presidencia Imperial.
Pero si algún candidato protestaba más de la
cuenta (como fue el caso de Carlos Castillo Peraza en Mérida) el Estado
Mayor Presidencial se sentía con la legítima facultad de reprimirlo
físicamente. En 1979, a 40 años de su fundación, el PAN no podía
presumir de mucho más que una tenaz voluntad de sobrevivir.
Pero
en esa tenacidad estaba su mérito histórico. A lo largo de esas cuatro
décadas, absolutamente nadie en el espectro político de México había
acompañado al PAN en su defensa de la democracia.
El PRI, por obvias
razones (la democracia era su antítesis), y las diversas corrientes de
izquierda porque su convicción y vocación a todo lo largo del siglo XX
había sido la conquista del poder por la vía revolucionaria y no por la
vía “burguesa” de los votos.
Fragmento del análisis que se publica en la edición 1913 de la revista Proceso, actualmente en circulación.
/ 1 de julio de 2013)
No hay comentarios:
Publicar un comentario