miércoles, 24 de julio de 2013

EL IMPERIO INDECISO Y SU COLONIA TARTAMUDA

El Capitolio de Estados Unidos en Washington, D.C. Foto: Alejandro Saldívar

MÉXICO, D.F. (Proceso).- Según las medidas convencionales del poder, Estados Unidos es un Imperio. De cierto el Imperio más poderoso que jamás haya existido.

Su ideología conquistó el total del mundo en el siglo XX. Incluso la otrora renuente China es hoy parte del gran Mercado Liberal que Estados Unidos propagó por el planeta, y por momentos forzó en puntos rebeldes.

Sus ejércitos y sus agencias de seguridad hoy patrullan las calles o las veredas de una veintena de países en crisis, por ejemplo de México, donde enmascarados tras las fuerzas nacionales y de pronto de forma independiente, combaten y capturan a los capos de la droga.

Su cultura domina las otras culturas, sus estrellas de cine son las celebridades del orbe, sus académicos dictan el discurso universal y el inglés americano es la lengua franca de nuestros días, como lo fue el latín durante el Imperio Romano.

Sobre todo, y en la base de ese poderío, las megaempresas de capital estadunidense son las que rigen la economía trasnacional, empresas que a diario sorben excedentes de los cuatro rumbos del planeta para depositarlos en Wall Street, la avenida de altos rascacielos en cuyos ventanales el sol se vuelve oro.

Y sin embargo, Estados Unidos es un Imperio peculiar. Un Imperio paradójico. Inédita es su vacilación de reconocerse como un Imperio. Una vacilación que sus vecinos leemos como una hipocresía conveniente, y a su interior Estados Unidos nombra reticencia.

El Imperio reticente, así se ve Estados Unidos a sí mismo, por más que a diario ejerce y disfruta los frutos de su dominación. El Imperio que no se atreve a decir su nombre para no asumir sus responsabilidades con las colonias, así lo vemos muchos desde afuera de sus fronteras geográficas nominales.

El gran poder en la majestad de su aislamiento, dicen los estadunidenses. El centro del Imperio donde se concentran los superávits mundiales y que se rebela ante las consecuencias inconvenientes de sus propias acciones: así se nos presenta ahora, en el caso particular del destino de nuestros hermanos mexamericanos.

Más despacio y de forma más local.

Desde hace un siglo, como vecino del Imperio, México no ha tenido opción de seguir su propia ruta cultural o económica. Forzadamente a veces, también para su conveniencia en otras más, ha debido adaptarse a la hegemonía del gigante.

Estados Unidos domina nuestra cultura y domina nuestra economía. Decide qué le exportamos y qué le importamos. Hay que acotarlo: ante una docilidad enervante de nuestros gobiernos, que más que resistírsele hace décadas debieron multiplicar nuestras dependencias, con India, con China, con Rusia, con Sudamérica.

Y lo que Estados Unidos decidió hace un siglo que le exportemos son materias primas y mano de obra, mientras decidió que le importemos absolutamente todo lo demás.

Productos alimenticios, farmacéuticos, culturales, maquinaria, armamento, tecnología y un numerosísimo etcétera, que ha impedido que en nuestro país prospere una industria autóctona verídicamente competitiva a escala internacional.

Bueno pues, hoy Estados Unidos viene a descubrir que bajo su túnica de emperador romano habitan 20 millones de mexicanos. La mitad legalmente, la otra mitad indocumentada. Precisamente la mano de obra barata que hace décadas decidió que era lo que de México necesitaba.

Manos que cosechan sus campos, que lavan los platos en las cocinas de sus restaurantes, manos que mueven los productos en las gigantescas líneas de ensamblaje de los hangares de sus industrias, manos y ojos que cuidan a los hijos de las mujeres universitarias estadunidenses que salen cada día a trabajar en las oficinas.

Oh oh oh, se admira el emperador sosteniéndose recogida la túnica y mirando a los millones de mexicanos entre sus sandalias. Oh oh oh se vuelve a admirar el gigante olvidadizo. ¿Cómo han entrado acá esos 20 millones de mexicanos? ¿Puedo expulsar a esa mitad por hoy desamparada de documentos legales? ¿Debo al contrario asumirla como parte de mis ciudadanos? ¿Debo construir un muro que me separe de ese lugar distante llamado México?

Oh oh oh, míralos, una invasión de bárbaros morenos, una nueva clase social en lo más bajo de mi pirámide, The Service Class, la clase de sirvientes. Oh Anag­nórisis, oh voltereta del Destino, ¿dejaré que en adelante sean estos morenos la parte del electorado que defina las elecciones de patricios en mi noble territorio?

En contrapartida y hasta ahora, México ha sido la comparsa fiel del Imperio indeciso. Si el gigante vacila, callamos. Si el conquistador con una mano toma y con la mente olvida, nosotros olvidamos con él. Si nos insulta, de nuevo callamos, o acaso levantamos un dedo y tartamudeamos bravuconerías cortas.

Posiblemente para México y para los mexamericanos es tiempo de cambiar el juego, empezando por la narrativa de los hechos. Nos conviene una narrativa nueva, no más agresiva pero sí más franca, que le dé dignidad y racionalidad a nuestra historia colonial reciente, que responsabilice a nuestro vecino imperial y que incluya además un espacio amplio para planear el porvenir de nuestra relación con nuestros hermanos mexamericanos, que no son pocos, son 20 millones, es decir: uno de cada seis mexicanos vivos, y que no debiéramos llamar perdidos sino ganados allá, en el centro del Imperio.

Y de eso hablaré en una próxima entrega.­

/24 de julio de 2013)

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