MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- El 25 de junio en San Antonio, Texas, la periodista Marcela Turati pronunció un discurso
frente a decenas de reporteros y editores de investigación, en él habla
de como algunos reporteros mexicanos se convirtieron en corresponsales
de guerra o de cómo algunos fueron asesinados o torturados o abandonados
por ejercer su trabajo, y hace una sugerencia a los periodistas
estadunidenses: Muchas pistas sobre el narcotráfico están aquí, en
Estados Unidos…
Dedicado a Lise Olsen, quien se ha dedicado a capacitar y a cuidar a los periodistas de investigación mexicanos
Buenas tardes a todos. Me siento muy honrada de hablar en la
conferencia de IRE sobre un tema tan importante para todos nosotros,
especialmente considerando que esta es una organización que ha
practicado desde hace mucho tiempo el periodismo de investigación en la
frontera, especialmente después del asesinato del cofundador de IRE, Don
Bolles, que fue asesinado por el crimen organizado en Arizona.
Como ustedes saben, a partir de 2006 el presidente Felipe Calderón
declaró la “guerra contra las drogas”, parcialmente financiada con
fondos de Estados Unidos. Nuestro país se convirtió en un campo de
batalla. Sacó a las calles a militares y policías federales
supuestamente para combatir narcotraficantes, encarnando una guerra
irregular que dejó al menos 70 mil víctimas de homicidio, más de 20 mil
personas desaparecidas. Son crímenes sin resolver y que por eso mismo
aún no terminamos de entender.
Los periodistas de muchas regiones del país quedaron atrapados en
medio de los enfrentamientos. Y, por la falta de investigación por parte
de las autoridades, sigue siendo difícil quiénes están verdaderamente
detrás de estos crímenes.
Los periodistas mexicanos nos convertimos en corresponsales de guerra
en nuestra propia tierra. En mi caso, por ejemplo, yo era una reportera
que cubría historias sobre la pobreza, que de un día a otro ya estaba
cubriendo masacres de jóvenes, documentando pueblos fantasmas de los que
huyó la gente después de una serie de asesinatos o programas sociales
para niños huérfanos por la violencia o tenía frente a mí una fila de 30
mujeres con las fotos de sus hijos desaparecidos, que querían contarme
su historia.
He dedicado mucho de mi trabajo como periodista de Proceso a indagar
esos episodios y a hacer visibles a las víctimas de la guerra.
A los periodistas la violencia nos encontró desprevenidos. De pronto
estábamos ahí, avasallados, en plena confusión, en medio de una guerra
que no fue como se nos dijo, contra el tráfico de drogas, sino por el
control de territorios. Una guerra por ver quién se queda con los
lugares de siembra de narcóticos y las rutas de tráfico y los puestos de
venta de drogas en el país. Por ver quién controla el comercio, quién
cobra los impuestos a los comerciantes, quién impone al alcalde, al
próximo jefe de la policía y al director de las cárceles.
En un escenario así, obviamente, es indispensable tener el control de
la prensa para que nadie cuestione. Para asegurar el control de la
población.
Yo junto con otras colegas fundamos una organización llamada
Periodistas de a Pie, que se dedica a dar capacitación a periodistas que
trabajan con el tema de la pobreza. Sin embargo, tuvimos que cambiar
los temas para atender la emergencia. Los talleres eran sobre cómo
sobrevivir en una cobertura, cómo entender al narcotráfico, cómo
entrevistar a un niño sobreviviente de una masacre, cómo encriptar
información que nos ponga en riesgo o cómo limpiarnos el alma para poder
seguir cubriendo sin perder la alegría de vivir.
Cuando nos dimos cuenta ya éramos una central de atención de
emergencias. Los periodistas que trabajamos en levantar esta red, a
cualquier hora del día, incluso en momentos tensos del cierre de
edición, hemos recibido llamadas de auxilio de compañeros de alguna zona
lejana que pide ayuda desesperado porque sabe que están por ir a
matarlo y busca refugio. O peticiones de apoyo psicológico para
reporteros que no quieren salir a trabajar después de un evento
traumático, como el incendio o el ataque a su redacción.
En esta guerra por control del territorio, hemos vivido una cacería
de periodistas. A diferencia de las guerras tradicionales, en México los
periodistas no mueren por un fuego cruzado, por una bala perdida, por
caminar en un campo minado. En México los asesinos van por los
periodistas, los sacan de sus redacciones, de sus casas, los interceptan
en la calle.
Los reporteros que deberían de mandar la nota se han convertido en la
nota. En los últimos 10 años, más de 17 periodistas han sido
desaparecidos y más de 72 asesinados. Los crímenes no han sido
resueltos.
Una de las víctimas es Regina Martínez, la valiente periodista que
señalaba la corrupción y las mafias en Veracruz, lugar de donde era
corresponsal para Proceso. Hace un año fue asesinada dentro de su casa
por estrangulamiento. El gobierno local, que es sospechoso del crimen,
determinó sin pruebas creíbles que su asesinato había sido por robo y
encarceló a un joven que dijo haber sido torturado para autoculparse del
crimen y que está incomunicado.
Como en los demás crímenes de periodistas, las autoridades judiciales
no investigaron su trabajo periodístico como causa del asesinato. Como
los demás, culpó al periodista de su muerte. Puso en duda la
honorabilidad del asesinado.
Días después de su asesinato, otros dos periodistas fueron cazados
junto con otro que había dejado la profesión por miedo. Sus asesinatos
surtieron efecto: sirvieron para callar al resto.
Al menos 17 periodistas huyeron de ese estado, algunos financiados
por el mismo gobierno del estado para que se fueran y regresaran hasta
después de las elecciones. Varios dejaron la profesión en un intento
para salvar su vida. A varios de ellos los hemos encontrado cortando el
pasto en Estados Unidos o realizando actos de solidaridad para
sostenerse, mientras esperan el juicio para pedir asilo. Otros
trabajando como vendedores ambulantes en las calles de la ciudad de
México o en lo que pueden, intentando rehacer su vida. Asustados, sin
dinero, con la vida rota.
La situación tiene sus matices en cada región de México. En algunas
zonas, los narcotraficantes dejan videos o mantas y llaman a los
periodistas para que las publiquen. En otras la advertencia siempre va
acompañada de golpizas y los periodistas que publican información que
molesta a un grupo son secuestrados temporalmente, torturados y marcados
en la piel, como advertencia de que no tendrán otra oportunidad. En
otras son citados a conferencias de prensa donde los capos de la zona
les dictan la línea editorial y la información que deben cubrir y la que
deben ignorar. Generalmente asignan a un periodista para que de las
instrucciones a los demás, los vigile y les pague un salario. Las
redacciones también han sido infiltradas por ellos. Quien quiere
rehusarse tiene que cambiar de oficio o empezar su vida en otra parte.
En lugares como el DF se reciben visitas de los llamados “narcoabogados”
que indican la información que molestó a su cliente.
En esta disputa por el territorio, los medios de comunicación son
blanco de ataques: reciben llamadas intimidatorias, explosiones de
granadas o ráfagas con armas de alto poder en sus instalaciones. Se han
dado casos que los empleados (no siempre periodistas) son tomados de
rehenes para obligar a que se publique algo a favor de un grupo en
disputa, y algunas redacciones han sido incendiadas cuando los
periodistas escribían adentro.
Algunos estados del país se han convertido en zonas de silencio, y
estamos viendo cómo el silencio se extiende. Cómo vamos perdiendo el
pulso y la señal de algunas zonas que ya son territorio vedados para
todos, que las que no sabemos información tan básica como cuántas
personas son asesinadas cada día. Sólo cada tanto, cuando ocurre una
masacre lo suficientemente espectacular como para no poder ser ocultada
–como la de los 72 migrantes-, o cuando un pueblo entero huye a otro
lugar, podemos colar la nariz y asomarnos a mirar los efectos de la
información que se oculta.
Uno de esos lugares está sólo a 265 kilómetros de aquí, a menos de
tres horas de viaje en carretera, del otro lado de la frontera, donde la
información ha sido silenciada.
Lugares como Tamaulipas, donde ocurren episodios espeluznantes que
podría escribir cualquier corresponsal de cualquier guerra. Por ejemplo,
durante meses los pasajeros de los camiones públicos eran bajados en un
sitio, ahí mismo reclutados a la fuerza, tomados como esclavos o
asesinados y enterrados. A las terminales de camiones llegaban las
maletas, no los pasajeros. Ocurrió muchas veces. Nadie dijo nada hasta
que se descubrieron fosas con casi 200 cadáveres.
En lugares como ese y en varias partes de la franja fronteriza, gente
“desaparece” en la carretera, con todo y su automóvil o su camión.
Personas que van en su camino a McAllen o a Laredo, para ir de shopping o
de paseo. Algunos eran estadunidenses visitando a sus parientes en
México.
Recuerdo cuando fui a Matamoros, frontera con Brownsville, a cubrir
el hallazgo de la fosa con casi 200 cadáveres. Se decía que había miles,
pero no se siguió excavando. A ese lugar llegaron cientos de familias
de todo el país, ansiosas, porque buscaban a un hijo desaparecido.
Cuando una mujer que estaba en el lugar esperando a ver si alguno de
esos cadáveres era el de su hijo, supo que yo era periodista comenzó a
reclamar, furiosa.
–Periodistas ¿ya para qué vienen? Llevábamos meses diciendo que en
esas carreteras se perdía gente, pero nadie nos hizo caso. Parecía que
hablábamos desde abajo del mar.
Su frase, hablando desde abajo del mar, sintetiza perfecto esa situación que se vive en esa zona perdida. Donde Dallas Morning News
documentó que había ocho periodistas desaparecidos, información que los
propios mexicanos ignorábamos. Donde existen campos de entrenamiento
para futuros sicarios, algunos de ellos adolescentes de Laredo, Texas,
que desertaron de la high school para llegar a ser asesinos del lado mexicano.
En esa tierra llena de fosas clandestinas, sembrada de cadáveres,
ciudadanos son asesinados todos los días, pero sólo sabemos de los
famosos, de los alcaldes o el candidato que iba a convertirse en
gobernador. Hasta el cruce fronterizo es controlado por los
narcotraficantes, que secuestran a quien no paga y deciden quién pasa y
quién muere.
Muchos periodistas locales intentaron decirlo hasta que fueron
silenciados. De la manera que pueden siguen intentando. Algunos viven
con una pistola recargada sobre su cabeza, otros tuvieron que
refugiarse, sólo con la llave de su casa en la bolsa, para empezar de
nuevo en otro lugar. Hasta que los agarró la noche. Lo mucho o poco que
pueden hacer depende de dónde viven.
Recuerdo mucho una nota de un periódico sobre casas habitadas
únicamente por perros, en colonias abandonadas, que aunque no explicaba
la causa del abandono era una forma de decir lo indecible.
Los ciudadanos, en esfuerzos desesperados, han intentado tomar el
papel de los periodistas. Recuerdo aquel video filmado por una ciudadana
anónima que salió a la calle para grabar con su celular los destrozos
de la batalla de la noche anterior y las balaceras que las autoridades
negaban. Usan redes sociales o crean blogs, como Valor por Tamaulipas,
donde se reciben reportes ciudadanos de los enfrentamientos armados que
los medios de comunicación tienen prohibido cubrir. Estos sitios de
noticias no duran mucho, pues los cárteles de la droga ponen precio a la
cabeza de sus administradores. Además, el gobierno también está
interesado en acabar esa fuente de información que contrarresta la
propaganda oficial que indica que no pasa nada.
Conozco a un periodista que entró a Tamaulipas a reportear y estando
en la plaza principal, frente al palacio de gobierno, fue rodeado por un
convoy de camionetas que llevaba en sus placas la insignia del cártel
al que pertenecía. Él y el camarógrafo fueron secuestrados, torturados,
advertidos de que no siguiera preguntando. En ese lugar, la tierra se
tragó al freelance Zanne Plemmons de San Antonio, que salió del hotel
donde se hospedaba en Tamaulipas para tomar unas fotografías y no
regresó jamás. Desconocía que ese es un lugar prohibido para ir a
reportear. Otra reportera que administraba un blog aparentemente
ciudadano que informaba por dónde no transitar para evadir balaceras fue
decapitada y junto a su cuerpo se encontró un mensaje contra quienes
usan las redes sociales. ¿Cómo puede decirse que el periodismo es
posible en una zona así?
La violencia ha alcanzado a la ciudad de México. Un ejemplo, es la revista para la cual trabajo, Proceso, fundada hace casi cuatro décadas y aún considerada líder en investigaciones sobre corrupción y crimen organizado. Proceso
es uno de los medios que más agresiones ha sufrido. No sólo el
asesinato de Regina Martínez, también cuatro periodistas han tenido que
ser desplazados forzosamente -unos fuera del país, otros reubicados de
una ciudad a otra-. Tan sólo este año, cuatro reporteros han sido
amenazados y varios han tenido que recurrir al mecanismo gubernamental
de protección, recién creado.
No es un caso único, existen otras empresas más golpeadas como
Notiver, en Veracruz, que cuenta con cuatro periodistas asesinados y uno
exiliado.
Ante esta situación varios periodistas, sin saber cómo, de pronto nos
convertimos también en defensoras de derechos humanos. Hemos convocado a
marchas para exigir que cese la impunidad y se haga justicia a nuestros
colegas, subastas y colectas en apoyo a periodistas refugiados y
desplazados o informes sobre la situación de censura en zonas como
Veracruz. También apoyamos a pequeñas redes de periodistas locales para
que se fortalezcan, se organicen y creen sus propios protocolos para
enfrentar emergencias. No estamos de acuerdo en que la única solución
para atender las emergencias –por parte del gobierno y de algunas
organizaciones internacionales— sea sacar a los periodistas de su lugar
de origen. Porque de esa manera los silenciadores ganan la partida.
Nuestra batalla actual no es sólo por la libertad de expresión, es por el derecho de la gente a estar informada.
En un panorama así, el periodismo de investigación ha sucumbido. Los
periodistas no somos más el perro guardián de la democracia, como nos
solíamos definir. En muchas regiones ese perro está encadenado,
amordazado, no tiene permiso de ladrar. Es un perro golpeado,
“levantado” y “tableado” para que aprenda a no ladrar cuando viene el
enemigo. Es un perro domesticado por gobernantes que le compraron su
silencio. Es un perro forzado a cerrar los ojos ante los ilícitos y
voltear a otra parte.
Pocos son los perros bravos que siguen peleando para defender a los
dueños de la casa que cuida y que luchan para que no les pongan encima
la cadena. Porque hay esfuerzos aislados, individuales, de verdaderos
héroes que se juegan la vida con cada nota.
Claro que no todos los lugares son extremos y de muerte. Pero la
muerte va ganando territorio. El silenciamiento se va extiende no sólo a
punta de balazos, también con métodos más sofisticados como
encarcelamientos a periodistas que escribieron notas que no gustaron al
gobernante; compra de publicidad gubernamental en los medios para
controlar su contenido, a manera de castigo o recompensa; o la compra
directa de los propietarios o directores.
El presidente recién electo ha insistido en “hablar bien” de México.
En este momento políticos y crimen organizado tienen un mismo objetivo:
que no se caliente la plaza. Que la violencia no salga en los medios
para dar la impresión de que lo que ocurre son hechos aislados.
Los asesinatos o desapariciones de periodistas no son casuales. Los
blancos algunas veces son reporteros incisivos que aparentemente han
sido seleccionados para mandar un mensaje poderoso y silenciarlos no
sólo a ellos, sino a los demás a través de ellos.
Ramón Angeles Zalpa denunciaba la extracción de recursos naturales,
de mineras y tala bosques del crimen organizado en Michoacán, su tierra.
No volvió a ser visto jamás.
María Esther Aguilar Casimbe, también en Michoacán, publicó la nota
de un alcalde narcotraficante, la historia de un policía torturador y el
decomiso de un cargamento. Cualquiera de las tres pudo ser causa de su
desaparición.
Alfredo Jiménez Mota, el que inauguró la lista de desapariciones, era
un joven valiente, que investigaba a un capo local. Salió a una
entrevista, no se le vio más.
En 1976, la IRE hizo un enorme esfuerzo por arrojar luz en el
asesinato de Bolles por narcotraficantes. Ustedes no se sentían capaces
de vivir con este asesinato encima e hicieron un gran esfuerzo para
investigar porque él era su compañero. En el otro lado de la frontera
los periodistas están muriendo como moscas. Algunos eran jóvenes que
soñaron con ser periodistas de investigación, otros eran periodistas
especializados que murieron investigando historias. Mañana puede ser el
reportero que un día les dio información cuando acudieron a cubrir algo y
necesitaban un guía local. Puede ser cualquiera.
Uno de ellos, Armando Rodríguez, “El Choco”, fue un miembro del
proyecto IRE-México y habló en sus conferencias. Él era el reportero que
para El Diario de Juárez tomaba el pulso de la ciudad y los asesinatos
diarios. Fue asesinado cuando llevaba a su hija a la escuela.
Ellos y ellas son sus colegas, nuestros colegas, miembros de la
familia de reporteros de investigación. Por eso les digo que no nos
ignoren. Este problema y estas técnicas que mencioné no se detienen en
la frontera. En un taller de IRE supe por reporteros de Laredo y
McAllen, Texas, que ellos también reciben amenazas y la prohibición de
cruzar la frontera. El corresponsal Alfredo Corchado fue amenazado
adentro de un bar en Texas.
Reconozco que algunos periodistas estadounidenses han hecho grandes
esfuerzos por hacer una buena cobertura. Algunos de ustedes seguramente
viajaron a Ciudad Juárez, casi todos los diarios del mundo tuvieron a
alguien ahí, e hicieron una cobertura magnífica. Hay asuntos que se
descubrieron gracias a la cobertura de periodistas de investigación
estadunidenses o sus corresponsales, como la operación “Rápido y
Furioso”, que tanto nos indigna. O la revelación de la existencia de
bases de datos con hasta 25 mil nombres de personas desaparecidas el
sexenio anterior.
Pero conforme pasa el tiempo, tanta muerte, tanta masacre, tanta fosa, tanto cuerpo, tanto desaparecido deja de ser noticia.
La periodista Lise Olsen escribió en un libro, próximo a salir, que
por razones económicas y por la violencia, los medios de comunicación
han despedido a muchos reporteros que cubren la frontera, algunos de
ellos con experiencia y buena información, o eliminado sus
corresponsalías. Ha sido el caso de medios fronterizos tan importantes
como The San Diego Union, Los Angeles Times, The Arizona Republic, Dallas Morning News, Houston Chronicle y Express-News.
En algunos casos no permiten a sus reporteros cruzar la frontera. Y
medios mexicanos y estadounidenses cubren menos la relación bilateral.
En varios foros de periodismo la gente nos pregunta cómo podemos ayudarlos.
Podríamos decir que con colectas, que brindando asilo, que
concientizando sobre la situación, pero lo que pedimos es que hagan acá
su trabajo. Pero lo que necesitamos de los miembros de IRE es que hagan
su trabajo en su país. Que investiguen las redes de tráfico en su país.
Que compartan este problema que es mutuo.
No es sólo el tráfico de armas que matan en nuestro país. Es
investigar la política estadounidense hacia México y a los funcionarios
estadounidenses corruptos, a los vendedores de drogas y pandillas
locales, los lavadores de dinero y los empresarios que hacen negocio con
el dinero sucio. Los líderes de cárteles y sicarios que también son
ciudadanos americanos, los que viven o tienen propiedades aquí.
No pedimos nada que no les competa. Como amigos que somos,
necesitamos ver que ustedes encaran el problema como propio. Que se
pregunten quién es mi vecino. Quién realmente controla los estados
vecinos. Porque compartimos 3 mil kilómetros de frontera. Porque,
ustedes lo han reportado, los cárteles mexicanos tienen presencia en más
de 200 ciudades, y el número sigue aumentando.
También pueden empujar a sus propios medios a que cubran historias
sobre cómo la política mexicana ha costado vidas o forzado a periodistas
y a otras muchas personas al exilio. Muchos de esos obligados a
desplazarse están aquí, en Texas, y están anotados en la lista, siempre
creciente, de los buscadores de asilo.
Me hubiera gustado venir aquí a hablarles de otro panorama. Decirles
cómo fructificaron los cursos que IRE (con Lise Olsen a la cabeza)
organizó en los 90 en la ciudad de México y en los dos encuentros
binacionales en Tijuana y Ciudad Juàrez. O lo empoderadas que están las
redacciones que durante esos años invirtieron en capacitación a su
gente.
¿Qué más queda si rafaguean tres veces a un diario como El Siglo de
Torreón, aun cuando cuenta con protección federal? ¿O si te matan
editores y te avientan una granada que hiere a periodistas a un diario
como El Mañana, en Tamaulipas? ¿Qué niveles de violencia vivió El Diario
de Juárez, con dos reporteros asesinados, para escribir una editorial
que pregunta a los capos de la droga que controlan la ciudad cuáles son
sus reglas, evidenciando que no es el gobierno federal el que controla
la ciudad fronteriza más grande?
El combate por controlar la información se libra en este mismo
momento. Y vemos también que no todo está perdido, que se están haciendo
esfuerzos importantes de valentía. El semanario Zeta, de Tijuana, por
ejemplo, mensualmente nos indica las cifras correctas de asesinados
cuando la información oficial no es creíble. O RíoDoce reporta desde el
estado donde nacieron la mayoría de los capos de la droga y tienen a sus
familias.
Ha habido también esfuerzos de periodistas fronterizos que han
abierto portales de noticias desde el lado texano, bajo otro nombre,
para publicar sin ser detectados las notas donde no pueden. O esfuerzos
de editores que se pusieron de acuerdo en publicar una misma nota cuando
presionan a alguien del grupo. O colaboración entre reporteros y
corresponsales extranjeros, para que la información prohibida en México
se divulgue desde otro país. Conozco a varios que están escribiendo a
escondidas un libro, esperando que las condiciones cambien y puedan
publicarlo.
También hemos creado nuestras propias redes, como la que les he
contado, para crear condiciones de autocuidado y protección al ver que
estamos entre varios fuegos: el de las empresas que no responden por sus
reporteros, el del gobierno, el del crimen organizado.
Llevo en el alma atorada una historia que me contó un reportero. La
repito mucho, quizás ya lo escucharon, pero no puedo dejar de repetirla.
Una noche recibió una llamada en la que le avisaban que un escuadrón
de hombres armados había sacado de su casa al colega y amigo con el que
él cubría información policiaca. El se levantó de la casa, se vistió, se
despidió de su esposa, besó a sus hijos y se sentó en la sala a esperar
a que fueran por él. Esa fue la noche más larga de su vida.
-¿Por qué no huiste?, le pregunté sorprendida.
-¿A dónde podía correr?, respondió. Mi único deseo era que no
entraran a mi casa y me atraparan frente a mi familia. No quería que mi
familia se quedara con esa imagen.
Él sobrevivió y puede contarlo, pero su amigo apareció al siguiente
día, muerto, tirado en la calle, como si fuera basura. En la ciudad
donde vive, los policías son los narcos.
Tengo otra que no olvido. Me la contó una colega que atendió un
llamado de periodistas de Veracruz en crisis, quien le preguntó a uno
del grupo en qué podíamos ayudarlo. Él le dijo: Tráeme una pistola.
Ella quedó estupefacta. ¿Una pistola?
-Si, no es para matarlos a ellos, es para matarme por si vienen por mí, porque ya no sólo matan, ahora torturan.
Cuando pienso en estas historias me pregunto cuántos periodistas
estarán sintiendo esa misma soledad cada noche, sin saber a quien
llamar, resignados al hecho de que ser asesinado es un riesgo laboral.
Entonces, la pregunta del qué podemos hacer toma distinto sentido.
Pueden hacer muchas cosas. Podría recomendarles que hagan muchas cosas,
pero lo que se tiene que hacer es periodismo, porque eso somos,
periodistas. Necesitamos desnudar el negocio, las redes de tráfico de
armas y de droga, las autoridades corruptas, dar seguimiento en los
juicios para develar las piezas del rompecabezas de dónde quedaron las
personas desaparecidas, qué gobernador financió su campaña con dinero
del narcotráfico. Seguir el narcodinero. Esa información está aquí.
¿Qué pueden hacer para ayudarnos? Un amigo mío del semanario RíoDoce
me lo dijo de esta manera: “Están aislando a los que seguimos cubriendo
la violencia. No nos abandonen”. Eso mismo digo a ustedes.
Como el periodista polaco Ryszard Kapuscinski escribió un día: En la lucha contra el silencio, la vida humana está en juego.
Gracias.
*** Mis agradecimientos a Alma Delia Fuentes, Daniela Pastrana, Elia
Baltazar, John Gibler, Mike O’Connor, Tracy Wilkinson, Alfredo Corchado,
Lise Olsen, Javier Garza, Margarita Torres, Sandra Rodrìguez, Gerardo
Albarrán, Alejandra Xanic and Jorge Luis Sierra por su retroalimentación
como colegas y amigos, por brindarme artículos, consejos, ideas o
compartir conmigo sus experiencias, y que fueron materia prima e insumo
para escribir estas palabras.
28 de junio de 2013)
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