BUENOS
AIRES (apro).- “Este congreso tiene por objetivo generar una discusión
en sentido crítico sobre la tortura; por eso hemos convocado a jueces y
fiscales que están comprometidos con el tema para que puedan marcar
cuáles son las deficiencias desde los poderes institucionales”, dice a Apro
Nicolás Laino, funcionario de la Defensoría General de la Nación, a
cargo de la organización del Primer Congreso Internacional Sobre Tortura
y Otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes, desarrollado el 6 y 7
de junio en la Biblioteca Nacional de la ciudad de Buenos Aires.
El
congreso internacional es uno de los puntos destacados de la Campaña
Nacional contra la Tortura. Ésta fue lanzada en marzo de este año por la
Defensoría General de la Nación, que depende del Ministerio Público de
la Defensa.
Se extiende a lo largo de 2013, en homenaje al bicentenario
de la Asamblea Constituyente del año 1813, cuyos representantes
criollos, emancipados del poder español, abolieron la tortura, que hasta
entonces era un instrumento legal del proceso penal.
“Cada vez
que se tortura, atrasamos 200 años”, es la consigna de la campaña. El
llamamiento evoca el hito histórico y a la vez la lucha contra la
persistencia de la tortura ilegal en lugares de encierro, como cárceles e
institutos siquiátricos.
“Hay un componente de tolerancia social a
la violencia institucional, a las torturas, al maltrato carcelario,
sobre el que hay que trabajar muy fuerte”, dice a Apro
la panelista del congreso internacional Paula Litvachky.
“Este congreso
sirve para dar visibilidad al tema y discutir socialmente la tolerancia a
ciertas prácticas de tortura y malos tratos que es necesario erradicar,
porque justamente esta tolerancia es la que después genera políticas de
demagogia punitiva”, sostiene.
Litvachky dirige el área de
Seguridad y Justicia del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS),
uno de los organismos de derechos humanos más prestigiosos de Argentina.
Los
panelistas abocados al análisis de la situación en Argentina coinciden
en señalar que aquí los casos de tortura no se presentan de manera
aislada. La lucha contra esta práctica necesita, por consiguiente,
enfrentar poderes y estructuras.
“No hay en la sociedad un rechazo
visceral a la tortura”, sostuvo la propia defensora general de la
nación, Stella Maris Martínez, en declaraciones que publicó el diario
Página 12 el pasado 2 de junio. La funcionaria comparó, para graficar su
postura, la reacción social mediática frente a dos noticias de julio de
2012:
A mediados de ese mes se divulgó un video, grabado con un
celular, en el que se veía a policías torturando a detenidos en una
comisaría de la provincia de Salta. La repercusión del hecho en los
medios se disolvió rápidamente.
Días más tarde, se reveló que el
Servicio Penitenciario Federal disponía de un programa de salidas para
que algunos presos asistieran a actividades culturales, coordinadas por
una ONG cercana al gobierno.
El escándalo ocupó portadas y títulos
durante más de una semana. “Frente a estos casos, yo creo que todavía
tenemos una sociedad cómplice”, dijo la defensora Stella Maris Martínez
en el citado artículo.
Sostuvo que a las fuerzas de seguridad se
les exige, ante casos de gran repercusión mediática, que encuentren una
solución sin reparar en los medios.
El congreso internacional en
Buenos Aires abarcó los aspectos culturales, sociológicos e históricos
de la tortura, su persistencia en tiempos de democracia, su
judicialización, las experiencias en materia de prevención; además de
las obligaciones de los Estados.
La conferencia inaugural estuvo a
cargo de Juan Méndez, relator especial de Naciones Unidas sobre la
materia. Entre los panelistas puede citarse a Alberto Pérez Pérez, juez
de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; al director de
legislación y políticas de Amnistía Internacional, Mike Bochenek; al
miembro de la Corte Suprema argentina, Eugenio Raúl Zaffaroni; al
magistrado de la Audiencia Nacional española, Ramón Sáez Valcárcel; y a
la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto.
Justicia permisiva
Argentina
ratificó en 1986 la Convención de las Naciones Unidas para prevenir y
sancionar la tortura. Desde 1989 rige en el país la Convención del
Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos. A ambas
convenciones se les asignó un rango constitucional en 1994.
La
Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó en diciembre de 2002 un
Protocolo Facultativo a la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o
Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. En 2004, Argentina aprobó por
ley este Protocolo, cuya finalidad es controlar las prácticas cotidianas
dentro de las cárceles a través de un sistema preventivo de visitas
periódicas.
“Nosotros estamos impulsando fuertemente que Argentina
ponga en funcionamiento el mecanismo nacional de prevención de la
tortura y que empiece a funcionar de manera articulada con los
mecanismos provinciales”, sostiene Litvachky.
Mientras tanto, la tortura en los sitios de detención persiste. Su cifra negra se presume elevada.
El
número de condenas por torturas en cárceles o comisarías argentinas es
bajísimo. La actitud de jueces y fiscales frente a este delito es
permisiva. “En general los poderes judiciales en Argentina están
respondiendo en forma muy débil a las denuncias que existen sobre
violencia institucional en los lugares de encierro”, dice Litvachky.
“Es
necesario que los poderes judiciales profundicen sus políticas de
sanción frente a las denuncias sobre prácticas de tortura y malos
tratos”, dice, ya que “el modo en que el poder judicial responde en
estos casos es también, indirectamente, una política de prevención”,
puntualiza.
Jueces y fiscales optan generalmente por desconfiar
del preso que dice haber sido golpeado o torturado. Y cuando existen las
pruebas, es difícil deslindar las responsabilidades. Desde el
advenimiento de la democracia, en 1983, “se aprobó un artículo que
responsabilizaba a título de culpa al director de la unidad”, contó la
defensora general Martínez en la nota citada. “Ese artículo, que está
vigente desde hace 30 años, se aplicó una sola vez”, señaló.
“La
impunidad que encuentran este tipo de hechos se ha vuelto una tolerancia
no social y general, pero sí una tolerancia del sector del Estado, en
concreto del Poder Judicial, que debería tomar estos crímenes cometidos
al amparo o con la actuación de agentes estatales como los crímenes más
graves, tal como se considera en el derecho internacional”, sostiene
Laino.
“Frente a estos hechos, los jueces y fiscales no
investigan, no requieren medidas, los miran como algo leve o simplemente
no les creen a los presos cuando cuentan sus historias de maltrato”,
grafica el funcionario.
Otro de los expositores del congreso,
Jorge Taiana, fue canciller argentino entre 2005 y 2010. Taiana sabe de
lo que habla. En 1975 fue detenido ilegalmente por la Policía Federal.
Fue registrado como desaparecido. Posteriormente fue legalizado y estuvo
preso en distintas cárceles de la dictadura hasta noviembre de 1982.
Taiana
considera que la tortura no sólo es un medio para obtener información
sino que también constituye un elemento de disciplinamiento, que se
aplica a delincuentes y al conjunto de excluidos que hay en la sociedad.
“Lo
que nosotros tenemos mayormente estudiado, por lo menos a nivel del
sistema federal y provincial, es que hay un fuerte componente del
maltrato y la tortura como forma de disciplinamiento y de gobernabilidad
de los lugares de detención”, coincide Litvachky. “Y se identifican
también algunas prácticas de violencia policial y de tortura o maltrato
en comisarías, pero no en el nivel que se ve en las cárceles”, sostiene.
La
especialista cree que el uso de lo que se conoce como tortura procesal,
que es la tortura para la confesión, no está tan extendido. “Aunque
existen sí, claramente, prácticas de hostigamiento y maltrato a jóvenes,
como la detención para averiguación de antecedentes, que tienen que ver
más que nada con una función de control territorial”, explica.
Menciona
el caso de Luciano Arruga, un chico que está desaparecido desde el 31
de enero de 2009, cuando contaba con 16 años de edad. La familia
sostiene que fue secuestrado por efectivos de la policía de la Provincia
de Buenos Aires, para los que se habría negado a delinquir. “Nosotros
vemos que esa desaparición sería como la manifestación más extrema de
esas prácticas de hostigamiento policial”, dice Litvachky.
Vulnerables
Laino explica la situación que enfrenta un preso que ha sido víctima de torturas:
“Frente
a la impunidad absoluta en que quedan los hechos, los presos dicen
‘Para qué voy a denunciar, si terminan archivando todo porque no me
creen o no me hicieron la prueba a tiempo; además me van a seguir
cuidando los mismos torturadores’.
“Y si lo mandan a otra cárcel,
los penitenciarios federales se conocen, lo mismo los de las provincias,
saben que es un denunciante y le terminan pegando. El temor a
represalias hace que no se denuncien hechos”, resume.
El
Ministerio Público de la Defensa asiste a la víctima que quiere
presentar una denuncia y lo acompaña con su equipo de abogados si quiere
ser querellante. Pero también ha creado en 2010 un organismo que
permite al detenido exponer la tortura sufrida sin tener que hacer la
denuncia.
Laino coordina esta Unidad de Registro, una especie de
observatorio que monitorea casos de tortura en lugares de encierro y el
uso de violencia desmedida de las fuerzas de seguridad en sus
operativos. La idea del organismo es fortalecer la prevención de estos
delitos. Se busca establecer patrones y producir estadísticas. “Los
defensores oficiales, que defienden a muchos de los 10 mil presos que
hay en las cárceles federales registran los hechos en una planilla”,
sostiene Laino. “Allí hay información sobre la víctima, la unidad
penitenciaria y el lugar donde ocurrió el hecho, el horario, sobre las
características de los agresores en caso de que se conozcan”, sostiene.
El
observatorio ha permitido establecer que los grandes complejos
carcelarios del Gran Buenos Aires presentan los índices más altos de
violencia institucional. En el caso de las detenciones, la policía suele
desplegar una violencia excesiva contra chicos en situación de calle o
que vienen de las “villas de emergencia”.
La mayoría de las
víctimas de este maltrato provienen de la clase social más
desfavorecida, que es la que hoy es la que se hacina en cárceles y
comisarías.
Litvachky advierte: “Los Estados que proponen modelos
de inclusión social no pueden al mismo tiempo trabajar sobre modelos
punitivos que impulsan un endurecimiento del sistema penal, que en
general está orientado hacia los sectores populares. Porque eso es todo
lo contrario a un sistema de inclusión.”
La especialista propone,
en cambio, reorientar los esfuerzos del sistema penal para dirigirlos
contra las redes y no sobre los últimos eslabones.
“Lo que uno ve
en general es que el sistema penal está lleno de pobres y que las
personas que son detenidas son los últimos eslabones de las cadenas
—dice Litvachky— porque el Estado no tiene la inteligencia ni la
política contra la criminalidad suficiente como para trabajar sobre las
redes de ilegalidad, que son las que también generan violencia social y
las que en última instancia producen delitos violentos que provocan
alarma social.”
El congreso internacional abordó también la
tortura contra otros grupos de personas en situación de vulnerabilidad.
En ese marco, se elogió la reciente reglamentación de la Ley de Salud
Mental, que pretende evitar torturas en los lugares de encierro
siquiátrico.
“Para estas personas con problemas de salud mental la ley
crea un mecanismo, un órgano de revisión, que va a tener facultades para
controlar las internaciones”, explica Laino. “Porque mucha gente que
está detenida en centros siquiátricos no está a disposición de un juez
penal, el problema es que están a disposición de jueces civiles”,
sostiene.
“Los jueces civiles se vienen oponiendo a aplicar esta
ley con el argumento de que no estaba reglamentada”, dice. “Se van a
empezar a aplicar muchos derechos que surgían de la norma y que muchos
jueces civiles, reacios a los nuevos paradigmas de derechos humanos, en
el caso de internación siquiátrica, se estaban negando a aplicar”,
afirma.
La Ley de Salud Mental encontró “mucha resistencia de las
corporaciones clásicas, que tenían todo el poder en el tema de salud
mental, como por ejemplo los siquiatras”, explicó la defensora general
Martínez en el artículo citado. La nueva ley “no concibe al enfermo
meramente como un objeto de protección sino como un sujeto de derechos”.
Tiene derecho a tener un abogado “que lo asesore sobre la racionalidad
de que sea tratado privándolo de su libertad, con tratamientos que
aplican mecanismos como la sujeción, el electroshock”, dijo la
defensora. “Hemos logrado revertir esa medida extrema en un altísimo
número de casos”, sostuvo.
Extramuros
El
Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) presenta cada año un
Informe de Derechos humanos. En el informe publicado en 2012, el CELS
advierte que algunos indicadores, como la evolución de muertes en las
cárceles, han mostrado un incremento preocupante. “Mientras que en 2010
hubo 33 muertes, en 2011 hubo 39”, puede leerse.
“Esta ocurriendo
en el Servicio Penitenciario Federal un número muy elevado de muertes”,
constata Laino, cuyo sector en la Defensoría General de la Nación lleva
el registro de las muertes en situación de encierro que se producen en
el ámbito federal.
“Algunas de esas muertes se producen por
enfrentamientos entre internos, entonces dicen ‘No, se pelearon entre
ellos, se mataron entre ellos’”, refiere el funcionario.
“¿Por qué se
matan? Se matan por un par de zapatillas, se matan porque no alcanza la
comida”, sostiene. “Eso nos habla de una deficiencia estructural en el
servicio penitenciario, ya que el poder de custodia tendría que evitar
que esto pasara”.
“Adentro y afuera, una frontera imaginaria. La
brutalidad intramuros se propaga al resto de la sociedad y, lejos de
pacificarla, aumenta los niveles de violencia”, escribió el 27 de julio
de 2012 el periodista y director del CELS, Horacio Verbitsky, en el
diario Página 12.
“Más temprano que tarde estas prácticas intramuros se
diseminan en toda la sociedad, que no está formada por compartimentos
estancos”, sostiene el periodista.
“Allí donde una vida no vale nada,
todas se devalúan —dice—. Los asaltos a familias o personas mayores que
son golpeadas en forma salvaje o sometidas al paso de corriente
eléctrica prueban el aporte de las prácticas carcelarias a la
inseguridad.”
—¿Ve usted una relación entre los niveles de
violencia institucional que viven los presos en las cárceles y la
violencia que han asumido en los últimos 15 o 20 años los asaltos o
robos? —se le pregunta a Litvachky.
—Es difícil responder
linealmente esa pregunta —dice la especialista— No hay estudios de
impacto que puedan hacer esa relación tan directa. Lo que sí está claro
es que cuando uno trabaja sobre la violencia social, sobre su
disminución, la violencia institucional es uno de los aspectos centrales
sobre los que hay que intervenir.
Litvachky sostiene que “si la
cárcel o las instituciones de encierro pretenden resolver algún aspecto
vinculado con la generación de violencia social, que se expresa en
algunos casos en el delito, aunque no siempre, esta respuesta estatal no
puede ser una respuesta en la que se aplique violencia”.
Dice: “Ahí hay una discusión moral, una discusión ética y una discusión político-institucional también”.
Desde
la Defensoría General de la Nación se plantea a futuro un cambio
radical. El contacto con los presos estaría a cargo de personas con un
rol de educadores antes que de guardias. El personal de seguridad haría
sólo protección perimetral.
Hacer cárceles pequeñas, gobernables. No
abusar de la prisión preventiva. Desarticular la convicción de que el
Estado debe castigar al delincuente a modo de venganza en vez de
privarlo de la libertad en lugares sanos, limpios y seguros para
sancionarlo e intentar recuperarlo.
En lo inmediato, según
Litchavsky, “es necesario que los poderes ejecutivos (nacional y
provinciales) desarrollen sus propias políticas de prevención de la
tortura, que tiene que ver con el modo en que funcionan los servicios
penitenciarios y las policías”, dice.
“Hay necesidad que tanto los
servicios penitenciarios como las policías reformen sus prácticas, se
reformen las leyes orgánicas, se fortalezca el control político tanto de
los servicios penitenciarios como de las policías, y mejoren los
sistemas de control interno”, sostiene la especialista.
/ 7 de junio de 2013)
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