Javier Valdez/ Columna
Malayerba
Llegó como siempre por su novia. Ella trabajaba de encargada en una tienda
ocso, muy cerca de la ciudad pero en una zona deshabitada, rodeada de cerros
enanos y un tupido monte que había saludado gustoso la abundante temporada de
lluvias. Entró con ese paso de vaquero zambo, altivo, como buscando a Cristo
para que le pidiera perdón.
Dos celulares enganchados al cinto piteado, un radio Nextel en el bolsillo
del pantalón, un bolso de cuero tipo cangurera, rectangular, que le atravesaba
el torso y cuyos recipientes le quedaban en medio de sus tetillas. Cachucha de
visera ondulada y con piedras brillosas y la imagen de la Virgen de Guadalupe
en el frente. Una pistola gloc bajo la camisa y otra más en ese bolso que le
colgaba del pecho.
Jefe de matones de un capo de la localidad. Mirada de escáner. Evasivo:
cuando conversaba solía no quedarse viendo a ningún lado y a todos, pero nunca
a quien tenía de frente. Solía caminar tocándose la cacha del otro lado de la
prenda, seguro de haber dejado el tiro arriba y de poder alcanzar el gatillo
con rapidez.
La saludó con un beso de piquito y ella sonrió. Se recargó en el mostrador,
del lado de ella: puso los dos codos y en la palma de su izquierda recargó el
mentón.
La oscuridad exterior era una densa y negra nube, que fue perforada por las
luces de los fanales de varios camiones, yips y camionetas. Era un convoy
militar y se dirigían hacia la tienda ocso en la que ellos estaban. Él puso la
derecha en la gloc. Ella lo miró y le dijo, No, pérate tantito.
Sacó las llaves de un cajón bajo la computadora y lo llevó al fondo de los
pasillos y estantes. Abrió la puerta, era una bodega. Aquí quédate. Él se
resistió. Bueno, guarda esas cosas, le reviró ella. Sacó la que traía a la mano
y tomó la que escondía en el bolso. Las colocó en una caja de refrescos que
estaba al mero abajo y encima puso muchas más, algunas con recipientes llenos,
otras con frascos vacíos.
Se apuró y ella también. Cuando regresaron a la caja ya había doscientos
militares que bajaban desordenadamente de los vehículos: asían los fusiles
getres, se acomodaban fornituras, jalaban el uniforme para allá y para acá.
Pronto aquello se convirtió en un comedor castrense de toda clase de chatarra:
té de jazmín, cocas, fritos, papitas, galletas, sánduiches y tamales, café y
agua helada.
Bebieron y comieron. Descansaron, alejaron las manos de las armas y
conversaron. Él permaneció tieso. Los miraba y luego quería disimular, junto al
mostrador. A pesar del aire acondicionado, de sus poros emanaba agua con sal:
su cuerpo se derretía, formaba un charco imaginario en sus ropas, en las dos
horas que los militares permanecieron ahí.
16 de noviembre de 2012.
(RIODOCE.COM/ Columna
Malayerba de Javier Valdez/noviembre 18, 2012)
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