Javier Valdez/ Columna Malayerba
Era tan poderoso que tenía su avión privado y toda una flota para surcar
los mares y enviar droga a África. Tenía tanto pero sin tiempo para contarlo:
en sus fiestas había cuatro o cinco, dentro de una finca en la que cabían
treinta trailers y siempre imaginaba y se preguntaba, a veces en voz alta, qué
haría si entrara un comando por esa puerta de acero para aprehenderlo.
Miraba para atrás. Los lados. Una barda de tres metros, gruesa e incólume,
lo separaba del monte y los cerros y la civilización. Se sentía protegido y no.
Tú qué harías si sorpresivamente entran los militares por ese portón para
detenerte güey. Nada, le contestó su ayudante: me brinco, la verdad. Y
festejaban. Tas pero bien pendejo.
Alegre y discreto. Organizaba borracheras nomás porque sí. Mandaba a sus
escoltas a las afueras del inmueble, uno de tantos que tenía cerca de la ciudad
y en sus alrededores, y dentro, del otro lado de ese predio amurallado, solo
estaban él, los siete músicos de la banda y tres o cuatro hombres de confianza.
Y así, sin pensarla, caprichosa e inexplicablemente, llamaba. Tráeme a las
putas. Que sean cinco. Y llegaban cinco jóvenes carnosas y espigadas. Las veía
de arriba abajo y luego les pedía que se hicieran a un lado, que no lo dejaban
mirar. Tomaba de nuevo el teléfono celular y pedía otras cinco. Tan muy feas
estas.
Y llegaban otras cinco: escotes para asomarse al paraíso, miradas de
colores postizos, faldas entalladas y a dos dedos de las cavernas tibias,
zapatillas como zancos y olores de escándalo. Se quedaban ahí, sentadas. Se
formaban como esperando la pasarela: esclavas en espera del chasquido, la
mueca, la billetera, el guiño, las palmas, el dedo, las cejas.
Sácalas a bailar, le decía las más de las veces a uno de sus ayudantes. Y
pedía El niño perdido, El sauce y la palma, Caminos de Michoacán y El
sinaloense. Y bailaba con una y luego con otra. Con dos cuando le tocaban
cumbias. Sobaba sus abultadas caderas, soñaba rozando los ondulantes patios
traseros y les sonría esperando un soy tuya, papito.
Su jefe pagaba para eso y más. Solo las miraba, las formaba o sentaba. Y
les decía a los suyos, Pónganlas a bailar. Y con eso se conformaba. Y sus
treinta pistoleros afuera, fumando, con las manos en madera y acero de los
fusiles automáticos, las granadas pendiendo, los cargadores rebosando de
proyectiles.
Sonó su teléfono. El patrón quiere que vengas. Le dieron instrucciones: no
te traigas a los escoltas, aquí hay seguridad y mucha, no los vas a necesitar.
Les dio la mañana de descanso y se fue con dos de sus hombres cercanos. Ahí, en
la carretera, muy cerca de dónde lo habían citado, lo rodearon: quedaron más
orificios que músculos y luego lo quemaron.
21 de noviembre de 2012.
(RIODOCE.COM.MX/ Columna Malayerba de Javier Valdez/noviembre 25, 2012)
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