El poeta saltillense Otilio González,
murió por órdenes del Gobierno de Plutarco Elías Calles; se cree que el joven
de 33 años fue asesinado por sus convicciones políticas, así como periodistas,
activistas y jóvenes que todavía hoy son silenciados o desaparecidos
“¡Silencio pavoroso
horizontalidad,
eterna paz
infinito sin más
habré de recibiros llanamente
con el mismo interés y el manso gozo
con que acoge mi espíritu en espera
las diarias maravillas de las cosas
sencillas!”.
Otilio González, poeta.
Por: Quetzali García
Ilustraciones: Federico Jordán
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Égar de la Garza
Sepultaron su cuerpo todavía
caliente y con huellas de tortura en la orilla de una carretera a Cuernavaca.
El lodazal se convirtió en su sepulcro mudo y colectivo. Podría ser la historia
de uno de los 27 mil desaparecidos que hay en México. Pero pasó hace 90 años. A
la calle “Democracia” que atraviesa Saltillo le cambiaron el nombre en honor a
él. Hoy lo tenemos presente más por su boulevard que por su historia. Hablamos
de Otilio González Morales (1894-1927), un poeta que no le tenía miedo ni al
Gobierno... menos a la muerte.
A Otilio –que vivía para
escribir– lo mataron por adelantado siete golpes a una máquina de escribir. Su
asesino material, el general Claudio Fox, aseguró que Plutarco Elías Calles le
dio una orden escrita en la que decía que trajeran a los prisioneros –Otilio y
compañía– a la Ciudad de México. Pero antes de que saliera éste del despacho,
se la quitó Álvaro Obregón, y en la misma máquina de escribir, tecleó la
palabra: muertos. Siete letras de la autoridad competente calaron tan hondo como
los versos del escritor, esos que se memorizaba la muchachada de entonces en el
Ateneo Fuente.
UN SILENCIO PAVOROSO
Huitzilac, Morelos. 3 de
octubre de 1927
La madrugada se desangraba,
como las manos de Otilio amarradas con alambre de púas contra su espalda. “Bien
apretado” porque el general que los detuvo era particularmente cruel, señalan
los historiadores.
Si la tragedia no lo hubiera
asaltado, quizás estaría desvelado haciendo el ritual que lo caracterizaba:
sostenía despistado del mundo un cigarro con la mano derecha y con la otra daba
rienda suelta a sus textos. Hubiera celebrado con algún discurso el cumpleaños
de Francisco Serrano, opositor del Presidente de la República y su amigo
incansable. Pero el hubiera no existe y el cuerpo de Serrano fue de los
primeros que alimentó la tierra de una manera macabra.
Antes que Otilio, sin derecho
a juicio, habían sido aniquilados 12 de sus compañeros, amigos, camaradas de
lucha ideológica y política. “A chillidos de puerco, oídos de carnicero”,
decían los victimarios cuando alguno de los postrevolucionarios pedían perdón o
piedad o que le telegrafiaran al general Calles para que aclarara que ellos no
tenían nada que ver o suplicaban que se cercioraran de que alguno era
periodista. Otro pidió permiso para rezar y la respuesta fue un seco
“québrenlo”, seguido por varios balazos. No hubo tiempo para aclaraciones
políticas ni religiosas.
Entre sargentos y
revolucionarios, el único que se mantuvo en silencio fue el poeta Otilio
González. “Permanece indiferente a la tragedia, no ruega ni pide nada”,
aseguran los historiadores. Otros sugieren que incluso sonreía y que dirigió su
última mirada al cielo. Ésta sería la segunda vez que González vería la muerte
a los ojos. Antes, le había hablado de tú en su poema: “Oh, muerte, no te
huyo”:
“¡Silencio pavoroso/
horizontalidad, eterna paz/ infinito sin más/ habré de recibiros llanamente/
con el mismo interés y el manso gozo/ con que acoge mi espíritu en espera/ las
diarias maravillas de las cosas sencillas!”
“Los artilleros saquearon y
desnudaron el cadáver todavía caliente, mientras la tierra recibía la sangre de
un hombre que no había hecho daño a nadie”, rezan las memorias de la tragedia
de Huitzilac. El historiador Vito Alessio Robles asegura en su libro “Desfile Sangriento”
que el general Claudio Fox sólo bajó la mirada y alcanzó a decir: “Otilio
González, soñador”, cuando se le entrevistó para aclarar las versiones sobre
esta masacre. ¿Qué siente un soldado al matar un poeta? ¿Con qué se borra la
sangre de un inocente? Fueron preguntas que quedan sólo al margen de la
historia.
La pólvora de Fox no tuvo
piedad ante un cuerpo de 33 años cuyo espíritu todavía tenía mucho qué escribir
sobre el desierto, la vida del campo, el amor y en una extraña ironía: la vida
de Jesús. El estudiante de escuela Acuña dejó esta tarea pendiente en algunas
estampas bíblicas que escribió y se publicaron después de su muerte.
Cualquiera diría que Otilio
estaba en el momento equivocado, en el lugar equivocado. Ande no, ¿qué anda
haciendo un poeta entre tanto político? Pero él sabía perfectamente que el
tiempo no estaba para tentarle el agua a los camotes y que las consecuencias de
sus discursos no eran para tomarse a la ligera. Antes que todo era un hombre de
palabra y había jurado lealtad a Francisco R. Serrano. Sus sueños estaban
arraigados a los juegos imposibles de la política mexicana. En su última misión
como abogado apoyaba fervientemente la sublevación militar contra el Gobierno
de Calles que el general Serrano, candidato antirreeleccionista a la
Presidencia de la República en 1927, estaba determinado a que sucediera.
Ilustración: Vanguardia/Federico Jordán
Amar el bien es la mejor manera de ser feliz y
vivir querido”,
OTILIO GONZÁLEZ, POETA.
INFECTADO POR EL VIRUS DE LA POLITICA
Un hombre que salía a cazar
estrellas en sus poemas y buscaba democracia en la vida real, sabía
perfectamente que ésta sería su segunda oportunidad para terminar su
participación política o que se cumplieran las amenazas hechas por la
Presidencia de la República. Estuvo exiliado antes en Estados Unidos y en Cuba,
dicen que cuando regresó del exilio, prometió a su mamá y a su esposa no volver
a líos gubernamentales. Tenía el anhelo de disfrutar la paternidad y su preparación
se lo permitiría. Pero, como su hermano Héctor aclararía después: “Era tarde,
estaba ya infectado con el virus de la política”.
La devoción de su hermano le
hizo publicar post mortem “Triángulo” (1938) y “Luciérnagas. Estampas bíblicas”
(1947). Están en la Biblioteca Central del Estado de Coahuila. Intactos, hechos
casi a mano, con una dedicación editorial que revela cariño y cuidado,
contienen, además de los célebres poemas del autor, dedicatorias íntimas,
diálogos personales que parecen no ser dignos de esta década. Tocarlos es
arriesgarse a sentir el orgullo del hermano y el vacío de la pérdida. Estos
ejemplares tienen 90 años y son parte del duelo de un hermano que se quedó solo
antes de tiempo. El color pastel de las hojas y la caligrafía perfecta de
Héctor no pueden disimular un dolor hondo, profundo que apenas se cura con este
homenaje. No está impreso en ellos un Héctor adulto firmando los libros y
escribiendo exactamente el número de ejemplar, pensando en cómo enviarlos al
gobernador del Estado y donarlos a las bibliotecas más importantes del país
para que no muera su legado.
No señor, están en estas
hojas un intento de Héctor por saber qué hacer cuando recibió el telegrama de
la muerte de su hermano. Era el más pequeño de su casa y abrió el que marcaría
uno de los capítulos más tristes de su vida. Así lo narró en una entrevista con
Helia D´Acosta:
“Vivíamos temporalmente en
Concepción del Oro, mis padres se preparaban para asistir a una fiesta. Mi
hermana Gudelia estaba desanimada, no quería ir. Tenía un presagio. Llegó un
telegrama de México que me tocó recibir. Por indiscreción o por presentimiento,
lo abrí. Y aunque lo leí una sola vez, y ha pasado una larga vida, voy a
decirte el texto de ese telegrama:
“Con profundo dolor,
participamos fallecimiento de su hijo Otilio.
“Lo puse en las manos de mi
padre. Vi que la cara se le hizo larga y se le puso verde. Desde ese momento,
mi casa fue un manicomio. Mi madre sufría desmayos constantes, tres doctores no
podían hacerla vivir. Mi hermana gritaba como una fiera acosada. Porque eran
los tiempos en que se lloraba. Ahora no se llora. Ahora hay mucho control
emocional. No sabíamos si Otilio había muerto en una riña, si en un accidente
de tránsito. No sabíamos nada. Recibimos ese telegrama cuando mi hermano ya
estaba debajo de tierra”.
Cierro el “Triángulo” a mitad
de un poema bucólico, sencillo, indefenso. Pero su plataforma me parece atroz.
La angustia del pequeño Héctor transformada en lo que tengo en mis manos me
deprime. Tengo que terminar de leer el poema en una antología completísima que
editó la Universidad Autónoma de Coahuila en 2004 titulada: “Otilio González:
Un alción en la tormenta”. Dejo a un lado el libro estremecedor, está numerado
y ése justamente formaba parte de la biblioteca personal de Federico Berrueto
Ramón. Si es más atrevido que yo, puede acceder al ejemplar original en la
Biblioteca Central ubicada en la Alameda de Saltillo. Sólo pregunte por la obra
de Otilio González en la sección Coahuila y una amable señorita le entregará
los libros que no tuve la valentía de terminar.
Ilustración: Vanguardia/Federico Jordán
Si la tragedia no lo hubiera
asaltado, quizás estaría desvelado haciendo el ritual que lo caracterizaba:
sostenía despistado del mundo un cigarro con la mano derecha y con la otra daba
rienda suelta a sus textos
Ilustración: Vanguardia/Federico Jordán
‘OH, MUERTE, NO TE HUYO’
A Otilio lo mataron sus
afiliaciones políticas, pero por negarse a ser orador para el Gobierno de Elías
Calles le valieron el exilio. Vivió primero en Houston, Texas, donde se casó y
posteriormente viajó a La Habana, Cuba, con su esposa. Durante su exilio, hubo
un certamen literario para premiar un canto a la mujer cubana, y Otilio, con un
soneto obtuvo el premio. El soneto se titula “Eres cubana, un cáliz”. En el
principal teatro de La Habana fue coronado con laureles. Pero, misteriosamente,
la esposa regresó a México. Ningún historiador tiene registro de alguna pelea
marital, pero quizá no le hubiera parecido a él que su esposa ganara un premio
por una oda titulada “Eres cubano: un caliz”. Independientemente de los
motivos, ella regresó a México, con un niño en su vientre.
Tras el nacimiento de la
criatura, Otilio no pudo resistir estar separado de su familia. Así que fraguó
un plan para que en caso de que se le prohibiera la entrada tuviera algún
sustento para permanecer en el país. Estando su madre perfectamente bien de
salud, su esposa le envió un cablegrama urgente donde le aseguraba que estaba
la mujer muy enferma. González intentó entonces entrar a México por el puerto
de Veracruz donde le prohibieron entrar. Los periódicos publicaron que el poeta
no podría pisar su patria y estaba custodiado como si fuera un asesino.
Tras una dura batalla
legal, Calles dio permiso para que
estuviera 30 días en el país por la “gravedad de su señora madre”, pretexto que
le valió el privilegio de regresar a casa. Lamentablemente, la siguiente vez que
aparecería en los medios sería en la
prensa francesa, que publicó grandes titulares que rezaban: “Los crímenes de
Huitzilac, son una mancha de sangre, que México nunca podrá borrar”. Antes de
conocer a su bebé, le pidió a su esposa que el nombre de su primogénito fuera
Claudio, de ser hombre. Pero, ironías de la vida, Claudio fue el nombre también
del hombre que le dio muerte. La esposa, al enterarse de este horrendo detalle,
decidió cambiar el registro del muchacho y bautizarlo con el nombre del poeta.
Antes de que la persecución
fuera tan álgida, fue orador oficial de la campaña de Francisco Serrano,
antagonista de Calles. En repetidas ocasiones, Obregón le envió emisarios a
proponerle el puesto de orador de su campaña. Pero fue inútil, pues la lealtad
era uno de sus valores guías. El último discurso que pronunció fue en Puebla,
en la campaña de Serrano y ha sido descrito como sensacional. Incluso algunos
periódicos de Estados Unidos lo reprodujeron. Los medios mexicanos decían que
estuvo lloviendo toda la tarde, pero la gente no se movía por escuchar a
Otilio. Luego salió el sol quemante, y la gente seguía inmóvil, escuchando el
último canto de este guerrero.
Ilustración: Vanguardia/Federico Jordán
El historiador Vito Alessio
Robles asegura en su libro “Desfile Sangriento” que el general Claudio Fox sólo
bajó la mirada y alcanzó a decir: “Otilio González, soñador”. ¿Qué siente un
soldado al matar un poeta?
Ilustración: Vanguardia/Federico Jordán
REBELDÍA Y ESPERANZA
Antes de paralizar a las
masas, su voz magnética fue descubierta en las aulas del Ateneo Fuente. En la
investigación realizada por VANGUARDIA en el Archivo Municipal –apoyada con la
buena intención del licenciado Iván Vartan– se encontraron documentos que
recalcan la importancia de sus participaciones en festividades cívicas el 16 y
18 de Julio de 1913, cuando pronunció discursos por el aniversario de la muerte
de Benito Juárez.
Su obra poética y discursiva
ha sido señalada por poseer rasgos modernistas, avanzados a la época y con una
profunda pasión por la vida. Hay un detalle que llama la atención y que podría
pasar desapercibido: las cartas y solicitudes que están en el Archivo
Municipal, dirigidas a las autoridades educativas para obtener fondos para
pagar su carrera y transporte. En estas misivas encontramos filones de esperanza
de que quizá haya más Otilios que piden una oportunidad para construir un mundo
mejor.
Como ejemplo está el ejemplar
de el 23 de junio de 1912 donde solicita una beca para el Ateneo Fuente con las
siguientes palabras: “Con el más ferviente anhelo de instruirme para poder
adquirir un título y de esta manera ser útil a la sociedad y ver realizadas mis
más bellas esperanzas espero se fije en aquellos que necesiten una ayuda”. La
respuesta del Municipio: “Se autoriza una pensión de $12.50 pesos”. En otra misiva,
el poeta gestiona una ayuda por buena conducta, pues “tropieza con un gran
obstáculo: su pobreza”. Y finalmente recibe, en 1913, ocho recibos de su
pensión en uno solo para trasladarse a la Ciudad de México para estudiar en la
Escuela de Derecho. ¿Hubiera sido el mismo su destino si sus peticiones
hubieran sido rechazadas?
Hoy, volver a Otilio es
entender una locura domiciliada en la esperanza, en la educación, en una
rebeldía perenne que buscaba un cambio. Su muerte todavía sin resolver,
inmortalizada en el nombre de la calle manchada de sangre en los últimos años
por los crímenes del narcotráfico y las pandillas, es un recordatorio de que
podemos cazar estrellas y mantenerlas, pues como reza una de sus parábolas:
“amar el bien es la mejor manera de ser feliz y vivir querido”.
Ilustración: Vanguardia/Federico Jordán
Su muerte todavía sin
resolver, inmortalizada en el nombre de la calle manchada de sangre en los
últimos años por los crímenes del narcotráfico y las pandillas, es un
recordatorio de que podemos cazar estrellas y mantenerlas
(VANGUARDIA DE SALTILLO/ QUETZALÍ
GARCÍA/ SÁBADO, MAYO 20, 2017 - 21:28)
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