Foto: Archivo
Entonces traía yo las
glándulas propias del hombre en el cuello. Día de Muertos como hoy, pero hace
veintidós años. De pronto se me apersonaron un joven alto y un señor chaparro.
No supe cómo aparecieron y por eso tampoco de dónde venían. A uno lo conocía en
fotografías, en películas y televisión. Ni modo de confundirlo: Carlos
Monsiváis. Al otro lo veía de vez en cuando en los eventos políticos u
oficiales pero no nos tratábamos. Alto, pelo quebrado, bien dado sin llegar a
lo robusto. Aquel día vestía como luego lo vi casi siempre: Pantalón y camisola
de kaki. Nada más le faltaba la cuartelera y se vería igualito a como nos uniformaban
en los tiempos de conscriptos allá por 1954. Se acercó y plantó frente a mí
como luego lo vería normalmente: sonriente.
Seguramente el afamado y
fértil escritor pensó que nos conocíamos de años cuando su acompañante me
habló. Lo hizo con las manos entrelazadas atrás e inclinándose. No creo que por
respeto ni por igualarse a nuestra baja estatura o dejarse oír. Después lo vi
hacerle igual y comprendí que era una forma muy suya de ser gentil. Me dijo
algo así como “…el maestro Monsiváis tiene mucho interés en hablar con Usted”.
Y bueno, en aquel 1977 y ahora no hay quien diga “No. No quiero hablar con este
señor”. Nada de eso.
Estábamos en el
estacionamiento del periódico ABC en las calles de Jalisco de la Colonia Cacho
en Tijuana. Monsi no era tan canoso como ahora pero el grosor de sus antiparras
no ha cambiado. La chamarrita de mezclilla y la camisa arrugada ya lo
distinguían. La verdad de las cosas, yo andaba navegando entre lo nervioso y el
derrame de bilis. El pérfido Francisco metió al hueco cerebro de su hermano
Roberto de la Madrid la idea de cerrarnos el periódico y, naturalmente,
mandarnos mucho a toditita la inactividad. No aguantaron que les descubriéramos
sus transas y andanzas. Nos inventaron una huelga, quedamos cesantes y de
reporteros fuimos noticia. Por eso Monsiváis quería platicar. “Aquí no”,
recuerdo que respondí y sugerí mejor y más tarde en mi departamento. Les dije,
allí estaremos más a gusto ¿señor Monsiváis y…? –Ochoa Palacios, Arturo Ochoa
Palacios para servirle.
Llegaron puntuales.
Seguramente en automóvil porque mi vivienda estaba lejos del “Caesar’s”, a
donde luego supe le gustaba llegar siempre a Monsi. Un hotel de renombre, de
fama, albergue de María Félix o de Rita Hayworth, de Carlos Arruza o Richard
Nixon. De moda entonces, aún existe.
Vivía yo en un edificio de
cuatro pisos. Eran doce departamentos y estaba en el número cuatro de la planta
baja. Monsiváis entró y más tardó en hacerlo que irse a la pared donde apilaba
mis libros. Empezó a ver los títulos y luego a pronunciarlos en voz leve.
Después dijo algo así como “somos de la misma época”. Y mencionó algunos puntos
de referencia innegables y por ello coincidencia en vivencias: Tongolele,
Solamente una vez, Jorge
Negrete. Entonces, la verdad,
no le seguí la plática que ahora me arrepiento y me hubiera sido harto
pedagógica. Pero en aquellos momentos mi estado de ánimo era otro.
No recuerdo que Monsiváis
hubiera tomado nota de nuestra plática. Solamente que se apropió de mi sillón.
Que se acomodó tan bien que ahora me imagino, lo sentía más a gusto que yo. A
los pocos días publicó una excelente crónica en Proceso. Nos ayudó muchísimo.
La suya fue una actitud de solidaridad que no tuvimos jamás en Baja California.
Recuerdo haberlo conocido
hacía años y de vista en una convención nacional del PRI en el Cine Roble de la
Avenida Reforma en los años sesenta. Andaba también con su chamarrita de
mezclilla. Luego nos volvimos a ver varias ocasiones. Cuando se presentó con
Blue Demond en Tijuana me dedicó uno de sus libros ahora sí que tras bambalinas
y otras veces desayunamos en el hotel “Caesar’s”, o cenamos con mutuos amigos
en el Distrito Federal. Siempre me preguntó y estuvo pendiente del asesinato de
mi compañero Héctor Félix.
Aquella reunión de hace 22
años fue motivo para que Arturo y yo tuviéramos una excelente amistad. No sé si
era tan amigo que caía en lo servicial, o era tan atento que desembocaba en la
amistad. Amigo del Maestro Jorge Carpizo, me lo presentó en Tijuana cuando fue
Presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Arturo fue de los
primeros a los que llamó el Doctor cuando fue nombrado Procurador General de la
República. Lo colocó en Bienes y Adquisiciones. Su jefe inmediato era Mario
Ruiz Massieu a quien conocí, también por él.
Arturo era infaltable a los
desayunos o comidas a las que me invitaba el Maestro Carpizo para hablar sobre
el narcotráfico y algunos otros problemas. Allí conocí a Jorge Carrillo Olea y
preferí jamás abrir la boca delante de él. Nunca me inspiró confianza.
Cierto día que visite México,
Arturo me recibió con la novedad confidencial “me voy a Tijuana como Delegado
de la Procuraduría”. Recuerdo que cuando niño en San Luis Potosí y por mi
barrio de Santiago, los postes eran de metal y a veces “daban toques”. El más
grande de la pandilla hacía contacto con su mano. Luego nos uníamos como si
hiciéramos valla, de forma que según eso creíamos que la intensidad de los
“toques” llegaban al último de la fila
con menor fuerza. Se cimbraba uno de los pies a la cabeza. Y así me sentí
cuando Arturo me hizo su revelación.
“No te vayas, maestro” le
advertí. Y le expliqué que él jamás había estado en ese ambiente. Que era muy
sucio. “Tú más que nadie sabes”. Le hice ver que allí estaría cerca de Carpizo.
Que era de sus cercanos de confianza. Que a lo mejor ascendía. Pero nada valió.
Su ambición era llegar a Baja California como Delegado Federal. De lo que
fuera, pero Delegado Federal. Y como en los cuentos infantiles, hizo realidad
sus sueños.
Cierto día el Maestro Carpizo
me comentó que Arturo era el mejor Delegado en todo el país. Tenía razón. Sacó
de su cuchitril a la PGR de Tijuana. Cerca de la zona roja, y la ubicó en un
edificio tan decoroso como pocos en el país y en el área más moderna de la
Ciudad. Su paso por allí estuvo marcado por dos acontecimientos: La captura de
Francisco Arellano Félix. El único de los hermanos que está en prisión. Y el
asesinato de Luis Donaldo Colosio.
Cuando Carpizo se fue a
Gobernación lo suplió Diego Valadés. Era muy amigo de Arturo y lo ratificó.
Luego llegó Benítez Treviño a la PGR. Ruiz Massieu fue Sub-Procurador y lo
primero que hizo fue cesar a Ochoa Palacios, precisamente cuando esperaba de su
antiguo jefe una mejor posición. Le dolió mucho.
Anduvo un tiempo navegando en
la cesantía y luego fue Delegado del Servicio Postal Mexicano. Allí duró un
tiempo. Monsiváis lo bromeaba sugiriéndole una emisión especial de sellos con
la cara de Mario Aburto. Gozaba con esas puntadas. Pero un día, el menos
esperado, prefirió retirarse por su cuenta. Se dio cuenta que no repartían las
cartas informando a los ciudadanos pasar por su tarjeta electoral estatal. Y
luego surgieron versiones que el correo era utilizado por el narcotráfico. Creo
que esa fue la referencia más poderosa para zafarse.
Aunque a ciertos periodistas
no les caía bien, Arturo era para mí una enciclopedia política. Se sabía de
todas, todas. Por eso cada rato nos reuníamos a tomar café. Me sacaba de dudas
o me ilustraba sobre cualquier funcionario.
Ni de la fecha me quiero
acordar, pero nos citamos para desayunar. Ese día estaba yo preparándome para
salir cuando mi esposa me interrumpió. Recién oyó en la radio que habían matado
a Ochoa Palacios. No podía creerlo. Las noticias del telediario lo confirmaron.
Un hombre lo alcanzó cuando trotaba y le disparó por la espalda con una pistola
calibre 45. Allí quedó en la pista. De tenis, shorts y camiseta. Boca abajo. Me
dolió mucho ver la imagen.
No fue como hace veintidós
años.
Tomado de la colección Dobleplana de
Jesús Blancornelas y publicada por primera vez el 2 de marzo de 1999.
(SEMANARIO ZETA/ Dobleplana / Jesús
Blancornelas /Lunes, 15 Mayo, 2017 12:00 PM)
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