El niño se acercó a la
maestra. Era un niño de buena conducta, aplicado en clase. Ella se agachó para
escucharlo. Le dijo que uno de sus compañeros le había robado el dinero que
llevaba para gastar en el recreo. Le preguntó quién y señaló. Le dijo cómo
sabes que él fue. Porque lo vi.
La maestra se dirigió al otro
niño, que estaba cerca y no sabía de qué se trataba. Me dice Rubencito que tú
tomaste su dinero. Que lo sacaste de su mochila. Y quiero saber si es cierto.
El niño se quedó callado, con los cachetes inflados y la mirada con filo. Lo
negó todo. La maestra se quedó en silencio. Vio a uno y luego al otro.
Rubencito traía los ojos salados, anunciando una lluvia ligera y honda. Quién
me va a decir lo que aquí pasó. La verdad.
Rubencito miraba al otro y a
la maestra. El otro solo lo miraba a él, recriminándole. Yo lo vi, maestra. Vi
cuando metió la mano a mi mochila y sacó el dinero. Ni modo que diga que no. Es
cierto esto, preguntó ella. Como no recibió respuesta, se levantó y fue hacia
la mochila de Irvin y ahí estaba el botín: en un rinconcito, bajo los libros,
al mero abajo y junto a una crayola roja.
La maestra lo sacó y lo
mostró. Le preguntó a Rubencito si era ese. Y sin contarlo le pidió que le
dijera cuánto era lo que le habían quitado. Le dio la cantidad. Era la misma.
Treinta pesos, un billete de veinte y dos monedas de cinco envueltas en el
papel moneda. La maestra volteó a ver a Irvin, quien seguía con los cachetes
blindados y esa mirada de vitral a punto de estallar. Le dijo, con tono severo,
que no estaba bien lo que había hecho, que debía haber respeto y honestidad. Le
exigió que se disculpara con Rubencito. Se lo ordenó una. Otra. Y otra vez. No
lo hizo. Le dijo que se fuera a sentar y que no saldría al recreo. El niño la
miró con más intensidad y la amenazó: la voy a acusar con mi papá.
Terminó el horario de clase.
La maestra los despidió y salieron todos. Se quedó un rato a ver unos papeles,
revisar tareas y una lista de pendientes de la escuela. Ya no había alumnos.
Estaban ella y dos maestros, platicando, cuando escucharon unos gritos afuera
del plantel y unos golpes producidos por el choque entre la cadena y el
barandal. Al menos eso parecía.
Sal, perra. Sal, para ponerte
una chinga. No sabes con quién te metiste, puta. A mi hijo nadie lo regaña,
menos una perra maestra. Ella escuchó. Se le hicieron de arena las piernas y se
puso a llorar y a temblar. No podía salir. El hombre traía un arma y con ella
golpeaba el cancel. Los dos maestros la sacaron casi a gatas y la ayudaron a
brincar la barda de atrás. En dos semanas no salió de su casa y cuando lo hizo
fue para cambiar de escuela.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 3 ABRIL, 2017)
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