Mucho
dinero y su familia, eran lo más importante que tenía el empresario. Tranquilo,
con buena posición e imagen pública y un negocio muy próspero que le estaba
dando para el resto de sus vidas y las de sus hijos y más, mucho más. Un dinero
sin mancha le daba la garantía de asomarse a la calle, andar sin escoltas,
optar por la apacibilidad de una vida entre sus operaciones mercantiles, los
hijos y la esposa.
Esa
tarde sonó su teléfono celular. Tenemos a tu hijo. Era el hijo mayor, único
varón, buen estudiante y mejor profesionista. No es posible, contestó. Pensó
que era una extorsión y prefirió colgar. Me están mintiendo, musitó. Llamó al
teléfono de su hijo. Nada. Llamó otra vez. Es que no puede ser. Lo dijo ya en
voz alta, como quien protesta en medio de la calle.
Amor,
le dijo a su esposa por el auricular, sabes dónde está el júnior. No, ni idea.
Colgó rápido. No quería preocuparla. Antes de que volviera a llamarle sonó su
cel. Eran ellos. Amigo, no haga desmadre ni escándalo. No se equivoque. Pobre
de su hijo si llama a la policía. Esto lo podemos arreglar usted y yo, sin
problemas. Yo tengo a su hijo y usted tiene mucho dinero y yo quiero ese
dinero. Le voy a entregar a su hijo enterito. Ni siquiera lo hemos tocado, lo
vamos a tratar bien. Pero eso le va a costar. Cuánto, preguntó. Todo.
Le
dijo a su esposa y a sus hijas. Hay que pagar, respondió para sí. Se preguntó
qué pasará si acudía a la unidad antisecuestros de la policía. Mucha corrupción
e incapacidad. O complicidad. O no sé. Desesperado, le dijo a otro empresario a
quien le tenía mucha confianza. Paga, le recomendó. Tu hijo no tiene precio
pero esos cabrones no tienen madre.
Cuando
le volvieron a llamar, le dijeron cuánto querían por dejar libre al joven. Él
fue más allá: agresivo, decidido a recuperar a su vástago, temiendo lo peor,
les contestó les doy todo. Todo lo que tengo. Todo mi dinero. Díganme cómo se
los hago llegar. Nada de policías, ya sé. Nadie sabe. Solo ustedes y nosotros.
Les doy todo, pero déjenlo en paz y con vida. Pidió hablar con él y se lo
pasaron. El muchacho lloraba pero estaba bien. Aceptaron el trato y convinieron
la entrega mutua. Se llegó el día. Millones y millones y millones, en costales
de lona. Al rato apareció el hijo, vivo y sin lesiones físicas.
Estaban
borrando ese episodio trágico, cuando volvieron a llamarle. No nos diste todo,
cabrón. Ahora tenemos a tu hija. No lo podía creer. Era demasiado. Le habló a
un especialista. Un profesional. Mátalos a todos, porque no me van a dejar en
paz. Prefiero pagarte a ti, no a ellos. El sicario le dijo no son cinco ni
ocho: son unos veinte los que están metidos. Mátalos. Así lo haré, pero usted
se tiene que ir del país. Tragó gordo.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER VALDEZ/ 30
enero, 2017)
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