El desastre en las cárceles de Nuevo
León estalló a inicios de año, cuando una revuelta dejó 49 muertos en Topo
Chico, y que en el arranque de este mes vio el asesinato selectivo de un jefe
de la mafia. Entre otras cosas, el hecho reveló que en las prisiones de la
entidad hay quienes hace años deberían haber sido liberados, pero nadie se ha
tomado la molestia de avisarles; internos que nadie sabe qué delito cometieron,
y gente con enfermedades mentales que no debería estar recluida.
MONTERREY (Proceso).-
Rosalinda Martínez Zul vive en el pabellón psiquiátrico del ala femenil del
Penal de Topo Chico. De acuerdo con reportes internos, fue internada por
homicidio.
Pero hace 15 años que cumplió
su condena, señala una compañera. No sale porque nadie ha ido por ella. No
tiene a dónde ir.
Éste es uno de los numerosos
casos similares que menudean en el viejo reclusorio, donde hay internos que
están olvidados por la sociedad y por el sistema penitenciario.
Una fuente de la Secretaría
de Seguridad Pública del Estado (SSPE) reconoce que el gobierno de Nuevo León
revisa más de 500 expedientes de hombres y mujeres que pudieran estar en un
limbo jurídico. Muchos de ellos, admite, están en condiciones de regresar a la
calle.
No salen por ignorancia o
porque la Dirección Penitenciaria del Estado no les ha mostrado la salida, a la
que ya tendrían derecho.
El pasado 10 de febrero se
perpetró la peor masacre en la historia penitenciaria del país. En el Penal de
Topo Chico (en la colonia Nueva Morelos, al norte de esta capital) fueron
asesinados 49 internos en un enfrentamiento entre bandas que buscaban controlar
el jugoso cobro de extorsiones, privilegios y venta de droga.
La masacre provocó el colapso
de los sistemas de gobierno y autogobierno en la penitenciaría, que fue
construida hace casi 70 años. Nuevo León capitalizó la tragedia para
reestructurar todo el sistema de convivencia entre los 3 mil 800 internos.
Fue anunciado el fin de las
mafias y de los perniciosos sistemas de control informal, a través de los
cuales se cobran cuotas por todo.
La renovación fue total.
Luego de la matanza, los internos remozaron el inmueble. Pintaron toda la
penitenciaría. Se reconstruyeron las tuberías de agua potable y drenaje. Se
instaló, otra vez, una red de gas natural. Las cámaras de vigilancia fueron reparadas.
Más de 200 tendajos, que ocupaban toda el área transitable, fueron
desmantelados.
Sin embargo, la tragedia
regresó.
La noche del miércoles 1, un
grupo de internos asesinó a golpes y puntazos (puñaladas) a Javier Orlando
Galindo Puente, El Maruchan, quien pretendía obtener el control de la prisión
luego del motín de febrero. Con él fueron ultimados dos de sus seguidores.
Manuel González, secretario
general de Gobierno, explicó que el Cártel del Noreste decidió “suprimirlo”
debido a que ya no recolectaba los 20 millones de pesos mensuales en cuotas que
se obtenían con anterioridad.
El funcionario dijo que con
ese dinero se financiaban actividades criminales del cártel en el exterior.
Sin embargo, los reproches
sociales le cayeron de inmediato, y desde el Congreso local se llamó al
mandatario para que convoque de nuevo a las autoridades federales para que se
encarguen de la seguridad del lugar.
Los pasillos y espacios de
convivencia, eso sí, ya se ven despejados. Los internos pueden caminar por los
reducidos confines del antiguo penal. Y avanzan los trabajos por mejorar las
condiciones de confinamiento.
Pero cuando el polvo de la
remodelación se asentó, de entre los escombros se hicieron visibles algunos
casos dramáticos.
La Administración Penitenciaria
de Nuevo León encontró que, en Topo Chico, había centenares de expedientes
olvidados en archiveros arrumbados en bodegas. No habían sido tocados en años.
Al revisarlos, encontraron
centenares de casos sorprendentes. En total, la SSPE revisa 529 carpetas para
ver qué reclusos ya debieron ser excarcelados.
En un recorrido hecho por
Proceso se conocieron algunos casos. Otros ni siquiera han salido a la luz.
SIN SALIDA
La sección de mujeres está en
la esquina suroriente del penal. A esta área se le conoce como La Femenil. El
espacio es cerrado, con dos paredes de cemento de unos cinco metros de alto,
que ofrecen buena sombra. En lo alto hay una alambrada y, en una esquina, un
torreón.
Una serie de mesas y bancas
de acero y concreto están alineadas en el centro del amplio patio, en forma de
L, cubierto por un toldo de lona.
Hay dos edificios, donde
habitan las 400 mujeres que purgan condenas. Afuera de los cuartos hay ropa
tendida que se seca mecida por el viento caliente. Las ventanas sirven también
para colgar las prendas y los uniformes anaranjados. En algunas mesas fijas de
metal se extienden sábanas húmedas.
Cuando ocurrió el cruento
incidente, las mujeres entraron en pánico. Su temor era que los varones
cruzaran hasta su espacio para lastimarlas. Sólo cuando la policía llegó a
imponer el orden se tranquilizaron.
Adentro, en los ambulatorios,
la sensación es de claustrofobia. Las celdas son estrechas Es complicada la
convivencia en las espacios de tres por tres metros, donde interactúan, a
diario, cuatro mujeres.
Ellas se esfuerzan por hacer
grato el entorno. Colocan en las paredes cuadros religiosos, en las esquinas
hay muñecos de peluche. Sobre los colchones hay cobertores de colores.
Al fondo del patio están los
lavaderos y los tendederos. Detrás de ellos, como si disimularan una puerta
secreta, se accede a un área que se conoce como pabellón psiquiátrico.
En esta área se huele la
humedad. No llega la luz del sol. Las paredes están desnudas. Nadie se ocupa de
colocarles un mínimo ornamento. Aunque la temperatura afuera es alta, la
atmósfera entumece. El espacio no tiene calor humano. Aquí hay mujeres de las
que se sabe muy poco.
En esta sección, como en las
otras, cada cubículo tiene cuatro camas, pero las celdas sólo son ocupadas por
una sola huésped.
En la primera reja, a la
derecha, hay una mujer rolliza con el torso desnudo, dormitando bocabajo. Se
alivia el calor despojándose de la blusa. Las costillas se mueven ostensiblemente,
como un fuelle. Nadie recuerda cómo se llama y sus compañeras no quieren
preguntarle para no interrumpir su siesta.
En el cubículo contiguo está
una mujer que grita sin descanso. La encargada del pabellón le pregunta su
nombre: Paula Contreras Guajardo, responde. Viste un suéter rojo. Aunque todas
deambulan libremente en los patios a esa hora de la tarde, ella está encerrada
con candado. Por entre las rejas saca los brazos y quiere tocar a las visitas.
Está visiblemente emocionada.
Alegre, canta: “Marieta, no seas coqueta, porque los hombres son muy malos.
Prometen muchos regalos, y lo que dan son puros palos…” Repite la melodía en un
loop, cuatro, cinco veces. Piden que le den agua, Kool Aid.
Luego suelta otra frase:
“Mándame un beso”. La repite unas 10 veces.
La encargada de vigilarla
informa que está encerrada por homicidio. No saben a quién mató. Entre ellas
sólo saben que hace mucho tiempo privó de la vida a alguien. Lleva 15 años en
esa celda y todavía le faltan otros 10.
Paula, quien aparenta unos 60
años, tiene la mirada extraviada y pronuncia frases sin sentido. Aunque ríe, en
sus ojos se percibe ansiedad.
Enfrente de ella está otra
mujer, vestida con un atuendo rosa. Está sentada frente a la reja, a la orilla
de la cama. Sus rodillas tocan el acero que la separa del corredor y del
bullicio de sus compañeras. La encargada la mira con extrañeza y se da cuenta
de que no sabe su nombre. La señora de rosa no habla. Su vista está clavada en
el piso. Es indiferente a la visita. Su apatía es completa.
A la izquierda de esa interna
está Rosalinda Martínez Zul. Una compañera explica que fue encerrada por
homicidio. No se sabe si el señalamiento es preciso. Eso se cree. Rosalinda
está “imposibilitada a razonar”, dice. No habla. Todo el tiempo tiene una sonrisa
extraña. Parece que no tiene noción del lugar que ocupa en el mundo.
Viste una blusa verde y le
faltan los dientes frontales. El cabello desteñido se le esponja. Aparenta unos
50 años y su aspecto es amistoso.
Desde hace 15 años terminó su
condena, dice su compañera. Es libre, pero no lo sabe. En todo este tiempo
nadie ha acudido a visitarla. No se le conocen familiares. No hay quien
responda por ella.
Está sola en su celda,
cubierta por las sombras. Está sentada en la litera y con la espalda pegada a
la pared. Con la visita su mirada se anima y se pone de pie para escudriñar al
intruso. Luego vuelve a su asiento.
Adentro de la celda de
Rosalinda hay una toma de agua que sale de la pared. Es el espacio donde toma
su ducha. No está cubierto, nada protege su intimidad. Más que un goteo, escapa
del tubo un chorro pequeño, que tiene mojado el piso por el que camina. El
ruido incesante y monótono taladra el silencio como un cincel. Quién sabe si
pueda dormir.
Sus pantalones de mezclilla
están mojados hasta las rodillas. Se levanta de nuevo, curiosea y regresa a su
lugar, sentada sobre un cobertor de lana, sin colchón, sobre la plancha de
concreto que le sirve de cama.
Al fondo del ambulatorio hay
una mujer enigmática. Es de cabello claro y ojos verdes. Las facciones son
finas. No parece mexicana. La mujer que guía el recorrido, la señala en un
susurro: “Es rusa”.
Viste un incómodo suéter de
rayas horizontales de colores y, además, está cubierta con una cobija de lana.
Se tapa hasta la cabeza. Dicen las mujeres que se llama Elena. Cuando se le
pregunta directamente su identidad, responde: “Anónimo”. Su acento es extraño.
Con voz entrecortada dice que no puede hablar, porque necesita que esté
presente un abogado.
No se sabe cómo llegó a Topo
Chico. Tiene ahí como año y medio, dicen sus vecinas. Hasta donde se sabe no
cometió ningún delito.
Reportes de prensa de 2013
señalan que se llama Elena Gouliakova, es rusa y llegó hace 10 años a Monterrey
como instructora de patinaje.
Pero tiempo después policías
municipales la encontraron dormida al lado de un cajero automático, al poniente
de la capital. Fue llevada a los separos municipales y, desde ahí, a un
hospital psiquiátrico.
No se sabe qué circunstancias
la llevaron a recalar en el reclusorio. Sus compañeras dicen que es huraña y
que no convive. La Rusa, como la conocen, echa una última ojeada a las visitas
y vuelve a cubrirse hasta la cabeza. Al momento de la conversación, su celda
estaba con candado.
En el área de varones circula
Alberto Canavatti Frech. Es un hombre calvo, alto, de 70 años. Camina entre
jóvenes con un gesto de constante estupor. Se siente desubicado, pero habla con
propiedad, como un hombre instruido. Pernocta en el área psiquiátrica.
“Ya me debieron haber dejado
salir, pero las leyes no me dejan. Estoy aquí por abuso de confianza, tengo
tres años y medio. Es ridículo, ya tengo 70 años. Se supone que el gobernador
nos iba a dejar salir a todos los viejos, pero no ha habido nada”, apunta.
No refiere cuál es el tiempo
de su condena. Parece querer seguir hablando, pero los ojos le tiemblan y
decide guardar silencio.
Canavatti deambula como un
fantasma por los patios. Se rasca la cabeza moteada por lunares. Por lo que se
ve, no se encuentra a gusto en medio de los jóvenes.
No se sabe cuántos más casos
hay como éstos.
Luego de la masacre hubo un
recuento de fallecidos. Los números no le cuadraron al gobierno de Nuevo León.
De los 49 muertos, 40 fueron identificados y nueve estaban sin nombre. Cinco
perecieron calcinados. Pero había cuatro que no aparecían en las listas. No se
sabe qué hacían ahí.
Días después la autoridad
afirmó que todos habían sido plenamente identificados, aunque no se preocupó en
documentar su dicho.
REVISIÓN DE EXPEDIENTES
En Seguridad Pública del
Estado, institución encargada de los penales, se conoce el rezago en la
revisión de los expedientes. Saben que muchos de ellos no han sido tocados ni
mirados en años.
Por eso es necesario rescatar
los archivos para verlos uno por uno.
Existe un plan del gobierno
de Nuevo León, para reunir unos 13 millones de pesos para pagar la fianza de
248 internos y que puedan salir. Los beneficiados deberán haber cumplido, como
mínimo, 60% de sus condenas.
El secretario general de
Gobierno, Manuel González Flores, señaló que el subsidio será aplicado para
reparar el daño hecho, pagar un abogado o saldar la fianza. La preliberación de
estos reclusos representa, para el estado, un ahorro de 64 millones de pesos
anuales, dijo.
El hecho es que a la
administración de Jaime Rodríguez Calderón le urge despresurizar los tres
penales que hay en la entidad. En Topo Chico existe una población de 3 mil 800
internos; en el de Apodaca, mil 890; y en el de Cadereyta, mil 944. Hay unos 8
mil internos en total y la capacidad de los tres reclusorios es de 7 mil.
MURIÓ EN EL OLVIDO
El 16 de mayo pasado murió en
Topo Chico Elías Alberto Canavatti Frech.
La noticia fue dada a conocer
por la asociación civil Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (Cadhac),
que señaló que el hombre era un interno del pabellón psiquiátrico. Era
inimputable.
Su muerte “refleja la
probable tardanza con la que se atiende a las personas internas que presentan
alguna enfermedad”, denunció el organismo ciudadano.
Con motivo del deceso, Cadhac
exigió al gobernador que procure que los internos vivan en condiciones dignas,
con higiene, acceso a los servicios y atención médica.
El organismo presidido por la
monja Consuelo Morales Elizondo señaló que personas como Canavatti Frech están
indefensas.
“Es especialmente preocupante
la imposibilidad del Estado de proveer los cuidados necesarios para las
personas inimputables que se encuentran internas, ya que la falta de
infraestructura, marco normativo y atención especializada atentan contra los
derechos humanos y la dignidad de los recluidos, de acuerdo con lo establecido
por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH)”, denunció el organismo
en un boletín.
(PROCESO / LUCIANO CAMPOS GARZA/
10JUNIO,2016/ REPORTAJE ESPECIAL)
No hay comentarios:
Publicar un comentario