Luego
de miles de muertas, al menos 1 mil 997 asesinadas durante el gobierno
mexiquense de Enrique Peña Nieto, el Sistema Nacional para Prevenir, Atender,
Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres admitió emitir la alerta
de género los 11 municipios más poblados de la entidad. Si bien algunos
partidos reconocen en esta declaratoria un avance, ya festejado por el Gobierno
del Edomex como un logro sin precedentes, las organizaciones feministas y
especialistas en el tema consideran que la medida es insuficiente, que ellas
viven en peligro y mueren de la peor manera en las 125 demarcaciones del
estado.
¿Por
qué asesinan a las mujeres en el Estado de México? La respuesta no es sencilla
y será un propósito del equipo de especialistas que integren la comisión. Pero
el cúmulo de respuestas, dos aspectos pueden considerarse como elementos
permanentes en el estado gobernado por Eruviel Ávila y presumido, en la
propaganda oficial, como una “potencia económica”.
Uno
de estos factores que impulsan el feminicidio, el que sea, terminó con la vida
de una chiquilla en el oriente de la entidad. La crónica a continuación da
cuenta de esa mezcla explosiva (impunidad, machismo, corrupción, etcétera) que
ha llevado al Estado de México a hacer historia… por la mala: es el primero en
la historia en el que se declara Alerta de Género…
La
tragedia del Edomex. Foto: Eduardo Loza
Chimalhuacán,
Estado de México, 28 de julio (SinEmbargo).- La madre de Reina enviudó y la
vida se le hizo sofocante, con el hambre siempre al acecho.
Recogió
a algunos de sus hijos de su pueblo, Asunción Nochixtlán, Oaxaca, y los trajo a
un pedazo de Chimalhuacán, entonces, más que hoy, un llano de salitre y cascajo.
Inicialmente
dejó a Reina en la milpa, pero la trajo cuando consideró que necesitaba quien
le ayudara en la ciudad. Empleó a su hija de ocho años primero en el cuidado de
sus pequeños primos y después en un puesto de tamales que colocaban afuera del
estadio Neza 86; cada día la niña caminaba cuarenta minutos por los llanos
polvorientos. Hoy, Reina, de 41 años de edad, no recuerda un día de su vida que
no haya trabajado.
En
su adolescencia conoció a un hombre con quien quiso huir de la casa de su madre
y de la doble servidumbre a la que estaba sometida con sus hermanos varones y
los dueños de las casas en que trabajaba. Casó con Ángel e hicieron su hogar en
casa de la madre de él, por lo que Reina quedó sujeta a sus patrones de siempre
y a una desconocida.
En
ese tiempo Ángel era ayudante de albañil; tenía las manos duras y pesadas como
tabiques y las lanzaba contra lo que fuera cuando inhalaba solventes, lo que
hacía casi a diario además de beber. La golpeó desde el primer día: cuando supo
que su Reina sostuvo un noviazgo con su hermano antes de conocerlo a él,
enloqueció.
La
golpiza dejó a la mujer en cama durante un mes. No necesitaba mucho para
maltratarla: el sabor de la comida, la manera en que ella caminaba en la calle,
el desliz de la blusa que dejaba al descubierto un hombro; la cara de miedo de
Reina, porque le recordaba su propia miseria.
De
1988 a 1991, entre tundas y palizas, nacieron cuatro hijos: Ángel, Érika, Diego
y Sonia.
La
vida era más dura que las manos de Ángel.
Los
muchachos estrenaron poca ropa: casi todo lo que vistieron en su infancia
fueron prendas usadas y regaladas por las hermanas de Reina o por las señoras
para las que trabajó en el Distrito Federal.
Cada
fin de año Ángel les compraba un par de zapatos, un pantalón, una chamarra y
nada más; eso era todo. Luego de varios años Reina compró, hace medio año, un
pantalón nuevo de mezclilla.
Sonia,
por ejemplo, nunca fue al cine. Era feliz con unas muñecas pelonas, una de
ellas con aspecto de recién nacida, vestida con un mameluco. Reina compró una,
nueva, en un tianguis, y la otra fue un obsequio de la dueña de la casa para la
que trabajaba en ese tiempo y adonde la mujer podía llegar con su hija pequeña.
Alguna
vez conoció el Zócalo de la Ciudad de México y existen fotografías de ella muy
pequeña en el Bosque de Chapultepec. Con esas excepciones, todos los minutos de
su vida transcurrieron en Chimalhuacán. En su adolescencia tuvo unos tacones
cafés, un par de tenis y su tesoro fueron unas botas negras que su mamá compró en
abonos.
Las
penurias se hacían más intensas cuando Ángel se embrutecía al grado de
desaparecer durante un mes; su mujer e hijos sentían algún alivio excepto por
la permanente hostilidad de la madre de él. Y el tipo siempre volvía más
violento que la ocasión anterior, listo para que su madre le pellizcara la
rabia con cualquier chisme sobre el comportamiento de su esposa.
Reina
consiguió el milagro del ahorro y compró un terreno de unos veinticinco metros
cuadrados cerca de un río de aguas negras. Ángel construyó un cuarto de bloques
de cemento y láminas dividido en tres espacios, cocina, sala y una sola
habitación en que dormían los seis. No hubo dinero para construir una barda y
en su lugar sólo quedó una malla de alambre que no representa ningún obstáculo
para cualquier persona ajena que quiera llegar hasta la puerta. Al inicio
carecían de agua potable, drenaje y luz eléctrica, servicios a los que
accedieron apenas en 2011.
“Seguían
los golpes y maltratos hacia mis hijos y hacia mí. En 2000 corrí a mi esposo
porque quiso abusar de mi hija mayor cuando ella tenía catorce años”, recuerda
Reina ese día en que se descubrió valiente, pero después revive también las
constantes apariciones de Ángel para levantarle la mano, gritarle, advertirle.
—¡Andas
de puta, todos me dicen que andas de puta!
Reina
y sus cuatro niños sobrevivían cada día con el equivalente actual de cien
pesos. Dos de sus muchachos estudiaban la secundaria y los otros dos la
primaria: no había manera de estirar ese billete con la cara del rey Nezahualcóyotl
estampada.
“En
las tardes me iba a planchar a otra casa, con eso salía el pasaje para que se
fueran a la secundaria. Soñé con el diploma de uno de mis hijos colgando en la
pared de mi casa.”
Una
historia de familias en la pobreza. Foto: Eduardo Loza
Reina
iniciaba cada día con la esperanza de que terminara con el estómago de sus
hijos lleno. Siempre ha trabajado como empleada doméstica por los rumbos de
Taxqueña y Rojo Gómez. Cierta ocasión quiso seguir la misma ruta de algunos de
sus hermanos, a quienes la miseria soltó hasta que llegaron a Nueva York. Ya
separada de Ángel, uno de ellos le propuso dejar México.
—Oye,
hermana, ¿por qué no te vienes para acá y le echas ganas con tus hijos para que
sigan estudiando?
Reina
aceptó inicialmente, pero su madre se opuso recordando que tres de los niños
aún estaban muy pequeños. En ese tiempo Sonia cursaba el cuarto año de
primaria.
—¿Qué
te parece si mejor se va Ángel? —propuso la madre.
Ángel
tenía quince años, y por ser menor de edad, los trabajos a los que podía
aspirar eran aún peor pagados que a los adultos. Al plan se agregó que el
muchacho estudiaría por las mañanas y se ocuparía como barrendero y lavatrastes
en el mismo restaurante en que su tío trabajaba.
El
plan se concretó y Ángel voló a Nueva York. Aunque el dinero que el joven
lograba enviar a Chimalhuacán era poco, la situación de Reina mejoraba porque
era una boca menos en su casa. Érika, la mayor, suplía a su madre en el cuidado
de sus hermanos, quienes cursaban la primaria.
Reina
llegaba en la noche y se enteraba con preocupación del aumento de la presencia
de drogas ilegales en el vecindario y en la escuela en que estudiaban sus
muchachos. Estaba convencida de que la educación que le faltó a ella les daría
a sus hijos un mejor futuro. Se sentía ausente de casa y quería participar más
decididamente en las actividades escolares de los niños, pero su empleo le
imponía salir durante todo el día.
Encontró
trabajo como afanadora en el turno de noche del aeropuerto de la Ciudad de
México. Volvía de mañana con la esperanza de aguardar a sus hijos con la comida
recién hecha y asistir a las reuniones convocadas por la dirección de la
escuela, pero apenas llegaba a casa, la madre lidiaba inútilmente por
mantenerse con los ojos abiertos, así que volvió a la ocupación de doméstica.
Por
esos mismos días Erika, con catorce años de edad, dejó la secundaria para hacer
vida con su novio. Reina se desalentó: se sentía culpable de la pobreza que
había empujado a dos de sus hijos a la deserción escolar, pero se animaba con
la esperanza de colgar el título universitario de los restantes. Además, sintió
un nuevo alivio en el bolsillo y la casa pareció crecer un poco; en una cama
dormía Diego solo, y en la otra madre e hija se abrazaban hasta la mañana. Era
el mejor momento del día para Reina, cuando apretaba a su niña contra su cuerpo
y le calentaba las plantas de los pies con los suyos.
***
En
2007 Sonia comenzó a salir con Miguel, un muchacho mayor que ella, a quien la
unía el vecindario de piedras y cascajo. Se conocieron gracias a la relación
que tenían Diego, hermano de ella, y una prima hermana de él.
La
mayor coincidencia consistió en que sus madres, Reina y Marina, llegaron de
Oaxaca perseguidas por el empobrecimiento del campo y la pauperización de los
indígenas. Ambas provenían de la región mixteca, pero llegaron en distintos
momentos de sus vidas.
Reina,
más joven, fue traída de Asunción Nochixtlán a la periferia de la ciudad
durante su infancia. Desde entonces la lengua mixteca dejó de serle
indispensable, al contrario: el estigma de ser indígena en la Ciudad de México
le impuso el olvido de las primeras palabras aprendidas. Junto con el idioma se
deslavaron las costumbres, algunas particularmente relacionadas con la limitada
independencia de las mujeres.
Marina,
de mayor edad, proviene de una familia más próspera que la de Reina,
propietarios de animales en San Miguel, a unas cuatro horas de Asunción, distancia
suficiente para la existencia de variaciones lingüísticas y de tradiciones. La
mujer llegó a una edad más avanzada y no sufrió de la misma manera la presión
económica de salir de casa. Aprendió poco el español, al que recurre por
necesidad; cuando bebe, y lo hace con frecuencia, parece que la pica el diablo
y grita y mienta madres en mixteco.
El
noviazgo de Sonia y Miguel prosperó. Él se mostraba firme en la intención de
formalizar el amorío y propuso a la muchacha que ambas familias hablaran al respecto.
Ella, con catorce años de edad, aceptó propiciar la reunión sin tener
exactamente claras las implicaciones.
Reina
siempre volvía cansada y malhumorada por el espeso tráfico en que fluyen los
habitantes del Estado de México hacia el Distrito Federal para trabajar por la
mañana y, nuevamente, para volver a casa y dormir por las noches. Sufre dolores
de cabeza desde un accidente que sufrió cuando viajaba en una combi de
transporte público que fue golpeada por un camión repartidor de la Cervecería
Modelo que se negó a ayudarla de cualquier manera.
Una
de esas tardes, Sonia se acercó y con su voz infantil le pidió atender unas
visitas.
—Mami,
van a venir unas personas
—¿Unas
personas? ¿Y ahora qué pasó? ¿Ahora tú qué hiciste, Sonia? —emprendió Reina la
reprimenda.
—No,
nada, quieren hablar contigo.
—¿Quién?
—Una
señora por allá —señaló hacia la calle.
—¿Qué
señora? Diles que se pasen —accedió Reina cuando notó que las visitas estaban a
la espera de la invitación.
Cohibida
por el poco español que habla, Marina no solicitó la formalidad del noviazgo.
La solicitud fue presentada por una tía del muchacho con más dominio del
idioma.
—Buenas
noches, ¿usted es la mamá de Sonia? —inició la tía de Miguel sin entrar a la casa.
—Sí,
yo soy la mamá de Sonia, dígame qué se le ofrece —contestó Reina,
desacostumbrada a la rigurosa formalidad.
—Mi
sobrino Miguel quiere pedirle permiso para andar de novio con Sonia.
—¿Sabe
qué? Pásese a mi casa —propuso Reina cuando notó a las vecinas ansiosas por el
chisme.
Entraron
y se sentaron en la salita.
—Somos
de San Miguel —dijo la mujer en referencia a la relativa cercanía de su pueblo
con Asunción Nochixtlán.
—Pues
Miguel es mucho más grande que Sonia —retomó Reina el tema. La niña apenas
alcanzaba los catorce años y el muchacho sentado en su sillón se veía cerca de
los veinte.
—Vivimos
aquí cerca. Yo soy tía de Miguel y vengo porque su mamá no puede hablar muy
bien español, ella habla mixteco. Yo siempre he pedido a las novias de mis
sobrinos, de los hermanos de Miguel.
—Pasa
que mi hija está estudiando y su papá no está enterado. Mi esposo no está en
México, está en Estados Unidos. Si ustedes gustan hablar con mi esposo, yo me
comunico con él.
—No…
es que Sonia le comentó a Miguel que no quieren saber nada de su papá.
—Es
que no sé —Reina mantenía el miedo a su esposo a pesar de la separación y
también le inquietaba la diferencia de edad. Era previsible un embarazo y el
consecuente abandono de la escuela de su hija menor tal como había ocurrido con
la mayor, Érika.
—Él
la va a respetar y la va a esperar a que termine de estudiar —pareció leer la
mente la otra mujer, tan convencida en su papel formal que, en ese momento,
aliviaba las dudas de Reina.
—Está
bien. Te voy a tener esa confianza —aceptó Reina en el entendido de que el
noviazgo ocurriría a escondidas de Ángel, el papá de la niña.
Los
novios sonrieron y propusieron brindar. Miguel corrió a la tienda de la esquina
y volvió con un cartón de cerveza.
“¡Por
los novios!”, repitieron a cada trago.
Entusiasmado,
Miguel mencionó sus planes de trabajar en Nueva York, donde vivían algunos de
sus hermanos mayores, para luego casarse con Sonia.
—Pero
todavía no, ella primero va a estudiar —repitió el muchacho.
De
cualquier manera todo iba tan rápido y la niña se veía tan pequeña que nada se
podía tomar demasiado en serio.
***
El
recuerdo y las muñecas. Foto: Eduardo Loza
Desde
el inicio Miguel se mostró celoso. Le irritaba que la muchacha saliera sin él o
que no atendiera de inmediato las llamadas al teléfono celular. Reina y Marina,
las suegras, coincidían en las reuniones convocadas por la familia del novio.
Platicaban de sus pueblos, de las costumbres.
Reina
veía con preocupación el comportamiento posesivo de su yerno. Se recordaba
torturada por los interrogatorios y las sospechas de Ángel, pero mantenía la
amabilidad. En un lugar en que el conflicto es costumbre, ella intenta llevar
relaciones cordiales, lo que impone mantener el equilibrio consiente entre la
cercanía y la distancia y, de estas dos posibilidades, Reina casi siempre opta
por lo segundo en el vecindario.
Un
día, la niña llegó con la cara triste, los ojos aguados. Se le acurrucó en el
pecho a Reina.
—Ya
no quiero a Miguel. Me regaña, me insulta.
Reina
sintió pesar por la decepción amorosa, la primera que debería sufrir su hija,
pero a la vez se fortalecía su continuidad en la escuela. El asunto continuó y
empeoró. Miguel proporcionó a Sonia un teléfono celular al que la muchacha
siempre debía atender o, de lo contrario, sería acusada de alguna absurda
infidelidad.
Una
noche, el muchacho entró a casa de Sonia con gesto grave. Pidió hablar con
Reina.
—Señora,
me voy a Nueva York, pero se queda Sonia. Sigue siendo mi novia, la relación
sigue. Ella se queda estudiando acá como usted quiere, pero yo me voy a
trabajar. Cuando ella termine la prepa, yo regreso y me caso con ella.
—Bueno,
está bien, Miguel —asintió Reina a manera de trámite, confiada en que la
distancia y la juventud pondría fin a un asunto que, era claro, no hacía bien a
su hija.
Durante
el año que siguió, Sonia concluyó la secundaria, inició la preparatoria y conoció
nuevos amigos.
Miguel
estableció un régimen de conversaciones telefónicas. Cada sábado por la mañana,
los pequeños sobrinos de Miguel caminaban las cuatro calles que separan las
casas de Reina y Marina y, sin excusa, la niña debía atender una llamada. Sin
pretexto debía responder el teléfono celular en el momento que fuera. Además,
cuando Sonia informaba a su novio que visitaría a su tía, una hermana de Reina
residente en Valle de Chalco, Miguel marcaba a esa casa para constatar que,
efectivamente, la muchacha estuviera ahí.
Durante
cada llamada, Miguel advertía a Sonia que no debía hablar con ningún varón. Las
peleas eran evidentes y Sonia confió a su madre que los reclamos de fidelidad
del muchacho se habían convertido en amenazas.
—No
puedes salir de tu casa, no puedes tener amigos o cuando regrese te irá muy mal
—habría blandido Miguel.
En
las noches que dormían juntas, Sonia dijo algo más a su mamá.
—La
señora me dijo: pídele cinco mil pesos a Miguel y dile que es para ti.
—¿Cuántas
veces ha hecho eso la señora?
—Ay,
mami, pues siempre que voy sola. Me dice: “pídele siete mil”, “ahora pídele
tres mil”, “ahora pídele 5 mil”.
Reina
decidió intervenir y reclamó a Marina.
—¿Es
cierto que pidió esta cantidad? Porque si se entera mi esposo le va a ir muy
mal a Sonia y mi hija no tiene que pedir dinero. Su hermano está en Estados
Unidos, ella no necesita dinero, él nos manda.
Marina
recordaba que mataba puercos y reses para vender la carne en el pueblo y que
habría una matanza de antología para la boda de los muchachos. Redactó una
lista con los aspectos cárnicos del enlace: un cerdo, quince guajolotes y
veinte pollos serían sacrificados. Mostró el papel a Reina, para quien el
asunto tenía una relevancia diferente, menor, básicamente porque ella no había
crecido en la mixteca y no sopesaba de la misma manera esos detalles.
La
boda se celebraría en Chimalhuacán.
—Mire,
para empezar, yo no sé cuántos animales usted crea que están bien, porque
ninguno de mis hijos se ha casado —subrayó Reina su desapego en las usanzas del
pueblo.
Marina
insistía en el tema para llevar las cosas al compromiso indefectible lo que
ocurriría si se acordaba la compra de los animales para el banquete, la
recepción de dinero por parte del novio o la admisión del vestido de novia.
Miguel
se mantenía informado de todo lo que ocurría en casa de Sonia. Contaba con las
confidencias de su prima, la novia de Diego; los chismes que con generosidad le
prodigaba una tía, y, más importante, con la constante labor de espionaje de su
madre, Marina Zertuche.
Reina
seguía con preocupación el desarrollo de esa relación que comparaba con la
suya. Las alarmas se encendieron cuando supo, por su propia hija, que Miguel
había añadido la escuela a la lista de prohibiciones y comenzaba a exigirle a
la niña que se preparara para hacer el viaje como indocumentada a Nueva York.
—¿Sabes
qué? —Reina avisó a Sonia—. Tú no te vas a ir a ningún lado, te quedas aquí. Si
sigue exigiendo, yo le voy a decir que hable con tu papá —amonestó con la
esperanza de que su hija temiera a Ángel padre tanto como ella.
Sonia
se aplomó y terminó la relación con Miguel, cuya mala reacción quedó chica ante
el escándalo emprendido por su madre. Marina se emborrachó y buscó a Sonia para
confrontarla.
—¿Es
verdad que ya terminaste con Mickey? Pues fíjate que no, porque en mi pueblo
cuando se da la palabra de novios es porque se van a casar. Aquí no hay que
tener otro novio, nada más hay que tener el que decidimos hablar con sus papás.
¡No te hagas pendeja! Mi hijo está trabajando mucho para regresar y casarse
contigo. Ya te mandó el dinero para tu vestido de novia.
“Mentira”,
diría Reina años después en entrevista. “Mi hija pedía dinero a Miguel y él se
imaginaba que todo era para ella, cuando Sonia nada más recibía cinco o diez
pesos y eso a veces que la señora le daba para comprar un litro de leche y eso
era todo”.
Reina
volvió a tomar camino a casa de Marina. Tocó la puerta y obvió el saludo.
—Mi
hija ya no quiere saber nada de Miguel. Aquí terminó todo, deje de molestarla.
Que Miguel ni le hable ni nada. Ya terminó.
—¡No,
Sonia nunca va a dejar a Miguel! Primero muerta antes que dejar a Miguel. Mi
hijo toma mucho, no come por Sonia cuando se dejan. En mi pueblo, cuando ven a
una mujer así la golpean, medio la matan y ella tiene que estar en su casa y no
salir hasta que el hombre decida.
—Pues
yo también soy de Oaxaca y aquí es Chimalhuacán. Son otras las costumbres y no
creo que su papá permita eso.
—Sonia,
primero muerta antes de que deje a Miguel. Ella se va a casar con Miguel y ya
le mandó el vestido y ya hasta tenemos los animales que vamos a matar para la
comida.
—Es
que Sonia ya no quiere y yo no la puedo obligar.
—Pues
en mi pueblo no es así…
—Sonia
se va a ir a Chiapas con uno de mis hermanos para que no haya problemas de que
si tiene o no tiene novio.
—No,
no va a dejar a Miguel.
Marina
se mantuvo en pie de guerra. En cada oportunidad insultaba a Sonia, se le
acercaba y le disparaba una ráfaga en mixteco y español mientras le agitaba la
mano cerca de la cara.
—Sonia,
mi hijo te mandó dinero y ya lo tengo guardado, ¿me acompañas a cobrarlo?
—No
—se resistía la muchacha y se preparaba para el vendaval oloroso a aguardiente
que seguía.
—¡Qué
pendeja, qué estúpida eres! ¡Chingas a tu madre!
Hoy
Reina considera que el empecinamiento y el tono ofensivo obedecieron a que en
el vecindario se le considera una mujer sola, sin hombre, y en consecuencia
débil. De vez en cuando Miguel marcaba al celular y repetía las frases.
—Esto
no se va a quedar así, nadie se burla de mí ni de mi mamá. En mi pueblo no
acostumbran eso —lo escuchaba ebrio y llorando.
***
En
los últimos meses de 2007, Diego abandonó la escuela por la situación económica
de la casa y se ocupó como albañil. Durante algún tiempo, su relación con la
prima de Miguel se había agriado por los conflictos familiares avenidos por la
ruptura de Miguel y Sonia, pero se reconciliaron.
En
alguna salida de casa descubrió que le gustaba un muchacho, Giovanni, quien
correspondió las sonrisas de la niña. Con su madre y su hermano en el trabajo,
Sonia permanecía sola durante casi todo el día por lo que el contacto con el
nuevo muchacho era frecuente.
De
vez en cuando, el teléfono timbraba y ella respondía con la esperanza de que
Miguel le dijera que, finalmente, cada quien haría de su vida lo que quisiera.
—Sonia,
ya voy a llegar y nos vamos a casar. Ya voy a estar allá y nos vamos a casar y
no me importa que tengas novio —y luego la repetición de las amenazas.
El
enamoramiento con Giovanni ocurría a escondidas, porque Sonia no quería
terminar la relación con Miguel. Eso molestaba a Reina, lo que llevaba a los
enamorados a esconderse más. La mujer cambió su opinión cuando Giovanni la
visitó un día y le pidió permiso para cortejar a la muchacha.
—Hija,
tú no estás comprometida a nada. Sólo son novios —observó Reina, que además
cargaba con el miedo de que Ángel, el padre de sus hijos, supiera de la trama
amorosa de Sonia.
En
noviembre de 2007, Reina llegó a casa una noche y se encontró a su hija
llorando.
—Mami,
quiero que vayamos allá con Giovanni y con su tía porque quieren hablar contigo
—sollozó Sonia.
—Es
que estoy muy cansada. No quiero salir, no quiero ir.
—Mami,
vamos con Giovanni.
—Sonia
está embarazada —soltó Giovanni sin preámbulos—. Termina la prepa y nos
juntamos.
—Ni
por error me digas eso, ni por error, porque eso no puede ser. Para empezar,
ella tiene novio. Sí vas a salir con ella, pero nada más como amigos o como
quieras, pero no vas a abusar de mi hija, porque ella tiene que estudiar —Reina
se escuchaba ausente.
—Yo
sí quiero a Giovanni —atajó Sonia.
Reina
quedó en silencio. No hacía falta que dijera nada más. Estaba furiosa. Salió a
la calle y lloró por la calle, un río de piedras y pedazos de fierros oxidados.
La muchacha caminó detrás de ella, también callada.
Migrantes
por la miseria. Foto: Eduardo Loza
Reina,
Diego y Sonia pasaron la última noche de 2007 en casa de Martha, hermana de
Reina, en Valle de Chalco. Martha, en mejores condiciones que su hermana en
Chimalhuacán, tenía teléfono, al que Miguel se comunicaba para platicar con
Sonia.
Cuando
timbró el aparato, Sonia tragó saliva y asentó el tono.
—¿Sabes
qué, Miguel? Estoy embarazada. Ya, ahora sí definitivamente ya no quiero nada
contigo. Ni tú ni tu mamá nos dejan en paz. Estoy embarazada —repitió a
quemarropa.
—No
importa que estés embarazada, yo voy a ser el padre de ese niño —suplicó el
muchacho.
—No,
porque él tiene a su papá. Ya olvídate, ya se terminó. Mi mamá ya sabe todo.
Y
colgó.
La
cena se terminó de aguar cuando Diego puso sobre la mesa que su novia, la prima
de Miguel, también estaba encinta, lo que no le importó para mostrar su
reprobación a la maternidad de su hermana. Se levantó con fastidio de la mesa y
dejó la casa de la tía Martha para pasar el resto de la Nochevieja con sus
suegros.
Las
mujeres despertaron el primer día de 2008 con la sensación de un pedazo de
metal oxidado en la boca.
—¿Qué
voy a hacer? No tengo dinero —Reina dejó de contener el llanto—. Vivimos al día
—dijo frente a la sopa recalentada.
Para
Reina es literal eso de vivir al día. La mujer no trabajaría la primera semana
de 2008 porque la familia para quien hacía el aseo saldría de vacaciones y,
aunque fuera causa ajena a la servidora, no recibiría la paga de esos días.
—¿Por
qué no me acompañas al rancho? —Martha propuso ir al hogar común de las
hermanas, en Oaxaca—. Necesito pagar el impuesto predial. Nos vamos hoy y volvemos
mañana.
—Sí,
vamos —se secó las lágrimas.
Reina
tomó el teléfono y habló con Diego.
—Diego,
¿estás bien?
—Sí,
mami.
—Llego
a la casa como a la una. Quiero que estés ahí porque voy a Oaxaca con tu tía
Martha, la voy a acompañar a pagar el predial.
Reina
pensó en su hija embarazada, en el hostigamiento de Marina y la furia que
debían sentir en ese momento la mujer y su hija. Recorrió con la memoria la
calle oscura y su casa sin ninguna barda. Recordó que Diego salía entre cinco y
cinco y media de la mañana, un par de horas antes de la salida del sol al
inicio del invierno.
Quería
que Sonia la acompañara, pero se avergonzó de pedir a Martha que también se
hiciera cargo del pasaje de la muchachita. Volvieron a Chalco y la dejó en su
casa.
—Sonia,
te vas a quedar —le comentó la decisión a su hija—. Yo regreso mañana, no me
voy a tardar mucho.
—Sí,
mami, voy a estar aquí.
Diego
cruzó la puerta y Reina se sintió un poco más segura.
—Te
vas a quedar con tu hermana. No salgan, se encierran, y si tocan la puerta,
sólo se asoman por la ventana —repitió Reina las instrucciones que daba desde
hacía algunos años cuando un hombre entró a la casa y sorprendió a la mujer
mientras lavaba. Tomó algunas cosas e intentó violarla, pero no logró concluir
el ataque porque los gritos alertaron a sus hijos, quienes llegaron a la
carrera.
Esa
tarde, como muchas otras, la familia carecía de agua. La falta del líquido es
constante y el desabasto se atenúa con la instalación de una cisterna, pero
Reina carece de medios para construirla. Recorrió el vecindario con la mente y
supuso que en casa de la chica embarazada por Diego les podrían obsequiar
algunas cubetas.
—Sí,
manita, llévate los botes que quieras. ¿Te vas a ir a Oaxaca? —indagó la suegra
de Diego.
—Sí,
te encargo mi casa.
—¿Para
qué la casa? Mejor a los niños —jugó la mujer.
—Sí,
es cierto, mejor a mis hijos. Que se lleven la casa —replicó Reina.
—Oye,
Sonia, ¿tú qué vas a hacer si mato a tu bebé? —subió el tono de la broma la
otra.
Sonia
sonrió incómoda. Días después, Reina regresaría al comentario una y otra vez
con la sospecha de que había ido más allá del simple mal gusto: a final de
cuentas, la suegra de su hijo Diego era también pariente de Miguel.
Martha
y Reina abordaron el autobús en una parada junto a la vieja cárcel de mujeres
del Distrito Federal.
Sonia
y Diego se quedaron en casa viendo una película. Esa misma noche, la muchacha
cocinó la merienda y la comida del día siguiente de su hermano.
—Sonia,
no le abras a nadie, ya me voy a trabajar —susurró Diego antes del alba.
Ella
respondió entre sueños que no.
—Mi
mamá llega de Oaxaca en la tarde —recordó él antes de cerrar la puerta. Ella
siguió dormida.
Esa
mañana, Martha llamó desde Nochixtlán a su hijo para avisar que habían llegado
con bien y ponerse al tanto.
—¿Mi
tía Reina está bien? —preguntó el hijo de Martha en Valle de Chalco.
—Sí.
—Quiero
que se vengan ya, a mi tía Reina la busca la Procuraduría. Es urgente que venga
mi tía —urgió el muchacho—. La mamá de Miguel… —se contuvo—. Todos están en la
Procuraduría. El papá de Sonia, sus padrinos, todos mis tíos. Todos están ahí.
Algo
más escuchó Martha que Reina no supo en ese momento, pero ya no dejó de
temblar. Corrieron a la central camionera del pueblo. No encontraron boletos.
—Martha,
¿y ahora cómo nos vamos? —preguntó Reina a manera de trámite.
—No,
Reina, es que nos tenemos que ir ahorita porque algo pasó.
—¿Qué
pasó?
—Es
Sonia.
—¿Pero
qué le pasó?
—No…
ella está bien, está bien, tu hija está bien. Vámonos en taxi de aquí a la
central de Oaxaca —propuso refiriéndose a la capital del estado.
Viajaron
calladas. De vez en cuando Reina encendía su teléfono celular para revisar la
señal del aparato, pero tampoco hubo suerte. Cuando entraron a la zona
conurbada de la Ciudad de México, en la pantalla del aparato aparecieron veinte
mensajes. “Te estamos localizando.” “Es urgente.” “¿Dónde están?” “¡Reina!”
“¡Reina!” “¡Reina!”
—¿Qué
pasó, Martha? ¿Qué tiene Sonia?
—Ella
está bien —tartamudeó la otra.
Timbró
el celular de Reina.
—¿Por
dónde vienen? —averiguó uno de sus hermanos.
—Estamos
por la cárcel de mujeres.
—Bájense
ahí, yo pago el taxi. Vénganse a Chimalhuacán, porque urge tu presencia.
Reina
reconoció a su familia afuera de la oficina de gobierno, con las caras largas y
la mirada en el piso.
—Diego,
¿dónde está tu hermana?
El
muchacho quedó en silencio. En su lugar respondió el padre de Sonia.
—¿Sabes
qué, Reina? Mataron a Sonia.
—¿Mataron
a Sonia? Ayer me fui.
—Pues
sí, pero de seguro te fuiste con un güey o con tu amante, para que hayas dejado
a mi hija; ahora no está y es tu culpa —reclamó Ángel.
***
“Me
puse mal, ya no tuve sentidos, ya no supe nada. Ya no vi a mi hija. La familia
de mi esposo me culpa. Él todavía no me cree que fui a Oaxaca, con todo y que
cuando declaré mostré los boletos; hasta trajimos la boleta del predial que
fuimos a pagar, mi hermana dijo que era cierto lo que yo decía, y todo eso
dijeron de mí.”
Érika,
la hermana mayor de Sonia, quiso acompañarla y tomó a su hijo de brazos.
—Vamos
a buscar a tu tía Sonia para que desayunemos, porque está solita y mamá Reina
se fue a Oaxaca.
Alrededor
de las diez de la mañana, Érika abrió la puerta de la casa y encontró revuelta
la estancia; luego notaría que sólo las cosas de Sonia estaban tiradas. Se
sorprendió por el desorden.
—Sonia,
ya levántate; ya sabes que mami regresa en la tarde, te va a regañar por el
tiradero que tienes. —No hubo respuesta—. Levántate, vamos a la tienda para que
desayunemos y luego haces el quehacer.
Notó
que en el pequeño cuarto contiguo Sonia seguía acostada, envuelta en las
cobijas, y caminó hacia ella; se aproximó y se inclinó hasta alcanzarla con la
mano. Jaló una sábana y descubrió un cuchillo hundido en el cuello de su
hermana. Jadeó y gritó; tomó al niño, cerró la puerta y gritó por la calle
hasta llegar a su domicilio. Avisó a su marido, con quien volvió a casa de su
madre. La puerta estaba abierta: entraron despacio y se aproximaron a la
muerta. El cadáver seguía casi en la misma posición, pero el arma ya no estaba
dentro del cuerpo sino en la mesita de la cocina.
El
cuchillo con que asesinaron a Sonia era el mismo con que había cocinado la
víspera de su muerte, un cebollero propiedad de la familia. Quien entró,
realizó un hurto único: el teléfono celular de Sonia.
“Una
vecina me dijo que vio a mi hijo a las cinco y media de la mañana en la calle,
y después, a las siete y media miró que la señora salía de la casa. El forense
dijo que a mi hija la mataron entre las siete y las siete y media de la
mañana”, repetiría Sonia en entrevista lo que afirmó ante el Ministerio
Público.
Una
herida fue en el vientre y recibió dos golpes más en el cuello. El médico
determinó que Sonia murió por la hemorragia.
“La
primera puñalada fue en el vientre, me imagino que para matar al bebé. ¿Cómo no
voy a estar segura de que fue la señora Marina? ¿Qué otra persona quería
sacarle el niño?”
La
misma vecina explicó que vio a Marina desde la azotea de su casa, cercana a la
de Reina, y describió a la madre de Miguel: alta, delgada, morena, con blusa
roja, pantalón de mezclilla y pelo lacio y negro, sujeto en chongo como
siempre.
—Marina
salió de su casa —dijo a Reina—, pero después regresó. Si yo le puedo ayudar a
usted en algo, la voy a ayudar.
“Creemos
que la señora Marina estaba ahí, escondida en la cocina, cuando mi hija Erika
buscó a Sonia. Tal vez Érika, de lo mal que se puso, no cerró la puerta y creyó
hacerlo, pero estamos completamente seguras de que ella no le sacó el
cuchillo.”
La
mujer que detalló las supuestas salidas de Marina de la casa la mañana del
asesinato habría declarado, pero esto no es claro del todo porque los
funcionarios de la Procuraduría del Estado de México a cargo del caso se
negaron a dar copia a Reina de cualquier documento relacionado con la
investigación.
Los
agentes mexiquenses descalificaron las sospechas sobre Marina con el argumento
de que no existían testigos; escuchaban las historias sobre los novios de Sonia
y asentían con la cabeza, como si todo quedara entendido. Hasta donde Reina
sabe, nadie se preocupó por tomar huellas dactilares en su casa la mañana del 1
de enero de 2008, ni siquiera del cuchillo con que asesinaron a Sonia.
“Al
poco tiempo de que mi hija falleció, detuvieron a la señora Marina. Supimos que
declaró que los judiciales le habían pegado y dijo muchas cosas, pero eso no
puede ser porque casi no habla español, habla casi puro mixteco y nadie estuvo
con ella para traducir. Nos enteramos de que dio 75 mil pesos y fue por ese
dinero que nos dejaron sin justicia. Ella misma lo presume cuando se emborracha
y grita como loca que asesinó a mi hija.
”Un
día se apareció bien tomada en la cocina en que trabaja mi hija, llevaba un
cuchillo y la amenazó: ‘¡Sírveme, pendeja! O qué, ¿tú también quieres tu
merecido?’. Se alocó y la agarró, se la quitaron de encima las personas que
trabajan en el mercado. Por eso yo ya no le voy a buscar más, ya no. Yo no
tengo dinero, tal vez la señora sí, porque a mí no me hicieron justicia. Yo
dejé esto por la paz, ya no quería seguir porque ya no quería tener problemas o
perder a mi otra hija. Ya me mató una, sé que me puede matar a la otra y nada
pasa.
”Lo
último que le compré fueron unas botas negras con una vecina que vende Price
Shoes, y eso fue en pagos: daba cien pesos cada quince días. Los tuve que
seguir dando varias quincenas después de que mataron a mi hija.”
Sonia
dejó Chimalhuacán después de muerta, su madre la enterró en el panteón de
Nochixtlán. Sin dinero, Reina no pudo colocar capilla ni lápida sobre la tumba
de su hija. Sobre la niña sólo hay tierra floja y una cruz de aluminio.
“La
vestí de blanco y la enterré con sus muñecas pelonas. Ya difunta, le tomaron
unas fotos que todavía conservo…
No
sé para qué las tengo. Me he enfermado y enfermado porque me siento.”
Hasta
ahora, cuando se encuentra con Ángel, el padre de sus hijos, el hombre le
advierte:
—Ya
no te salgas. ¿Quieres que también te maten a tu otra hija? *
(SIN
EMBARGO.MX/ Humberto Padgett/ julio 28, 2015 - 21:00h)
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