VALLE DE SAN QUINTÍN, B.C.
(apro-cimac).- De madrugada y en penumbras, María se despabila de un sueño que
apenas duró cuatro horas y se levanta de su desgastado colchón, para iniciar
desde las tres de la mañana su labor como jornalera en este valle del estado de
Baja California (BC).
A esa hora, el viento frío
congela esta orilla del Océano Pacífico, a 170 kilómetros al sur del municipio
de Ensenada. María vive en un pequeño cuarto con paredes de concreto y techo de
lámina. Con las manos entumidas, la mujer deja arder en una diminuta estufa
eléctrica unas tortillas que hizo a mano para el “lonche” (almuerzo) de su
familia.
En su bolsa tejida, típica de
su natal Oaxaca (al sur del país), María acomoda dos “burritos” (tacos de
frijoles y arroz) que comerá al mediodía, cuando el “mayordomo” (capataz de los
campos agrícolas) apenas le dé media hora de descanso para almorzar. En ese
instante podrá relajarse un poco de las horas que ya llevará en la pizca de la
mora en un rancho de alguno de los agricultores de la región.
Como María, todas las
jornaleras –antes de llegar a los campos agrícolas– se visten con un trapo en
la cabeza y una gorra para soportar el calor; un paliacate que les cubre nariz
y boca para no aspirar los productos tóxicos con los que se fumiga la cosecha.
También se ponen una sudadera
larga para no espinarse los brazos; un pantalón de mezclilla para que resista
el desgaste de andar en cuclillas; calcetines para que las plantas no les
rasguñen los pies, y una falda encima del pantalón para que los hombres no les
miren el cuerpo y las acosen.
Después, la jornalera se
despide de sus hijos, a quienes deja dormidos sobre el mismo colchón del que
ella se levantó. Empuja un pedazo de madera con tres clavos que ingenió a
manera de puerta y cerrojo de su casa.
María le grita a su vecina
que ya se va, que le encarga a los niños y la casa. Afuera la esperan otras
mujeres que se acompañan entre sí para no caminar solas los cientos de metros
sin alumbrado público que recorren desde sus comunidades hasta la carretera
Transpeninsular, principal vialidad de la zona, donde tomarán el camión que las
llevará a los campos agrícolas.
A las cinco de la mañana, el
parque de la delegación San Quintín, sobre la oscura carretera Transpeninsular,
tiene más vida que a cualquier otra hora.
Los trabajadores del campo
llegan del norte o sur del Valle y se
aglutinan frente los juegos de metal que las y los habitantes pidieron hace
pocos años al Centro de Gobierno para que sus hijas e hijos cuenten con
espacios recreativos, aunque las mismas jornaleras tuvieran que “dar
cooperación” y pintar los columpios.
“La nueva” del grupo
Maricia –joven de 20 años que
acaba de llegar del Estado de México, y dejó sus estudios por falta de
recursos– intenta acercarse a un grupo de mujeres que tiemblan de frío mientras
esperan que un transporte de personal las lleve a trabajar a un campo.
Pregunta a las trabajadoras
sobre las actividades del campo; la ignoran con hostilidad y a la vez con temor
porque piensan que ella podría quitarles su lugar en la pizca.
Maricia espera sola a que
alguno de los camiones que pasan por el parque se detenga, abra sus puertas y
deje asomar al conductor (también trabajador del campo) que ofrece empleo: “Voy
por semana, nada más, ya no hay por día”.
“¿Pa’ dónde sale?”, preguntan
las y los jornaleros que se arremolinan porque quieren saber a qué rancho
podrían ir a trabajar ese día. La experiencia les dirá qué centro de trabajo es
más “canijo” (explotador) que otro; de eso depende que las trabajadoras suban o
no al camión.
“Voy pa’ lo mismo, a la pizca
de bolita (col de bruselas) de 130 pesos el día”, responde el conductor que se
distingue entre el resto de trabajadores por ir mejor vestido y más limpio.
“¿Y cuándo pagas?”, insisten
las mujeres entre los apretujones de otros jornaleros. “Pagamos el viernes,
pero no el que viene (en cuatro días) sino hasta la otra semana”, contesta el
hombre sin esforzarse por insistir, ya que en cinco minutos (tiempo de espera
máxima del transporte) las trabajadoras –sin estar convencidas– de todos modos
subirán al camión.
Maricia deja pasar esa
oportunidad y espera otras ofertas. Quince minutos después, y entre la angustia
de los que no han subido a un camión, se van abrir otras puertas: “Voy a la
mora, es por día de a 120 pesos, pero necesito que traigas papeles”, dice otro
conductor (otra vez un hombre joven, de rasgos indígenas, recién bañado).
El empleado no explica para
qué quiere los papeles, pero necesita un acta de nacimiento y la credencial de
elector de Maricia.
“Acabo de llegar al Valle y
todavía no me han mandado mis papeles”, explica la jornalera. “Entonces no se
puede”, advierte el conductor y cierra la puerta detrás de los brincos
apresurados de las trabajadoras que aceptaron subir por los 120 pesos por día
que recibirán al terminar la semana.
Pasan más de 20 minutos entre
varios intentos frustrados. El día ya asoma sus primeros rayos mientras las
últimas jornaleras alargan sus cuellos morenos en dirección a la carretera en
espera de los últimos transportes.
Un jornalero de nombre
Mauricio, no mayor de 30 años y originario del DF, se acerca a Maricia. “Es
pura pantalla, los están pidiendo después de la huelga de jornaleros para hacer
la finta de que están dando de alta en el Seguro Social, pero esos papeles
nunca los piden”, le dijo a la joven.
“Yo voy a la pizca de
‘bolita’, pero es lo más difícil: tienes que aplastarla con la palma de las
manos, ya después de mediodía; cuando juntes como unas seis cubetas, te andas
sentando en una piedra para empezar a cortar”, explica el hombre que emigró al
norte del país hace cinco años.
El jornalero insiste que el
campo “no es vida” y que una mujer joven sin experiencia en la agricultura,
como Maricia, no va a aguantar ni el primer día porque la jornada es tan
desgastante que algunas personas se desmayan.
“Acá lo mejor es irse por ‘el
diablo’, o sea por día, porque si te vas por ‘tarea’ –como hacen la mayoría de
las mujeres para llegar temprano a sus casas para estar con sus hijas e hijos–
es más duro, necesitas hacer todo más rápido para sacar más (dinero)”, le dice
el jornalero.
Y continúa: “No te vayas por
semana porque tardan mucho en pagarte o luego te dan menos; mejor por día en lo
que aprendes y te la llevas con calma, pero eso sí, entras ahorita (entre seis
y siete de la mañana dependiendo el trayecto hasta el campo) y sales hasta la
cinco o seis de la tarde”.
En vista de los distintos
fracasos de Maricia para encontrar trabajo por un día, el jornalero propone
decirle al “bato” que conduce el camión de personal que él espera que “haga
paro”, y también se lleve a trabajar a la joven inexperta.
Mauricio ruega al conductor
mientras los otros jornaleros (que ya tienen asegurado su lugar en el camión)
empujan a Maricia para que se quite de la puerta, ya que esta vez sólo irá el
mismo número de personas que fue al campo el día anterior.
La joven se acomoda en uno de los primeros
asientos del transporte; aunque el paliacate sólo le dejaba descubiertos los
ojos, varios hombres que pasan a su lado le sueltan comentarios sexistas.
El jornalero junto al que
ella se sienta saca uno de sus dos burritos por si durante la jornada no le da
tiempo de “echarse un taco”.
El camión avanza apenas dos
minutos; la “mayordoma” (de no más de 20 años y con estatura de niña) observa
al grupo, identifica a Maricia y de inmediato ordena: “La nueva que se baje; la
nueva no va”.
Su voz silencia el transporte
y aunque Maricia ruega, la “mayordoma” se niega a llevarla y la baja a cuadra y
media del parque. Una vez abajo, alrededor de la joven unas 20 jornaleras de
más de 50 años esperan otro camión con su bote de 20 kilos en el que echarán
los productos del campo.
Las adultas mayores “no
sirven”
Rafaela Domínguez, jornalera
cuyas arrugas cerraban sus parpados, caminó desde las 4 de la mañana para
llegar al parque. Ahora tendrá que caminar de regreso una hora porque no
consiguió trabajo.
Ninguno de los 15 camiones
que Rafaela vio pasar esta mañana la quiso subir porque “ya no puede, no sirve,
no acaba sus tareas y otros la tienen que ayudar”.
Lleva más de 30 años
trabajando en el Valle de San Quintín, y aunque dejó parte de su vida en los
ranchos, la mujer no tuvo derecho a una jubilación, nunca estuvo inscrita al
IMSS.
“¿Cómo le va hacer para comer
hoy, doña Rafaela?”, le pregunta Maricia que camina junto a ella en dirección a
la comunidad El Papalote. “Me voy hacer mis tortillas a ver si las puedo
vender, pero mañana regreso otra vuelta a ver si ahora sí me llevan”, le
responde, mientras desploma al costado de su cuerpo encorvado sus manos
callosas a las que no coloca guantes porque –dice– podrían maltratar las
plantas que le dan trabajo y alimento.
(PROCESO/ ANGÉLICA JOCELYN SOTO/
REPORTAJE ESPECIAL/ 6 DE MAYO DE 2015)
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