Se subió al taxi en
el aeropuerto y le dijo al conductor, agarra pa la Hidalgo. Colonia o calle,
preguntó el del volante. Colonia. Quiero que tomes todo el malecón viejo,
derechito, derechito, y ya en Las Quintas subes por la Revolución. Por ahí te
digo dónde me dejas. Como guste, respondió el otro mirándolo por el retrovisor.
El cliente traía una
maleta pequeña. Casi a escondidas, agachado, tratando de cubrirse bajo su
espalda encorvada, la abrió. Sacó billetes: algunos sueltos, amarrados
torpemente, otros con una tira de papel que indicaba el monto. Parecía contar,
separar. Contar y separar. Dos, tres veces: un avaro cerciorándose de su
inamovible tesoro.
El taxista lo miró
de reojo y entre parpadeos. Intentó disimular pero no pudo. Supo al instante
que ese hombre traía mucho dinero y que por el color de los billetes no eran
pesos. Trató de sacar plática. Caer bien y parecer simpático puede significar
buenas propinas. Mucho trabajo, le soltó. Mucho y también muchas broncas. Pero
aquí hay, mire. Hay pa resolverlas. Pues qué bueno. Lo malo sería que no
tuvieran solución, oiga.
Se fueron
conversando sobre el clima, los retenes del ejército y hasta el precio de la
gasolina. Ta muy caro todo, oiga. Uno apenas saca para la papa y la escuela.
Los morros crecen. Tengo tres y van a la escuela y es una chinga juntar para
mantenerlos. Entiendo, le respondió: yo pasé por ahí y sé muy bien de lo que me
está hablando. Uno por los hijos da todo.
La plática fue
suspendida abruptamente cuando un vehículo los rebasó y con la misma violencia
les cerró el pasó. Ay cabrón, gritó el taxista. Bajó un joven con un arma corta
y empezó a disparar contra el pasajero. El conductor quiso bajarse pero no
encontró la manivela ni superó la temblorina. El otro gritaba y se escabullía
entre los respaldos, queriendo meterse bajo los asientos. Fueron unas diez
detonaciones. El cristal frontal quedó perforado, también la lámina del lado
del copiloto y la ventana de esa parte había desaparecido.
Vidrios en el piso
del carro. Billetes con sangre. Un cuerpo, el del pasajero, inerte, tirado en
la parte trasera. El joven dio dos pasos hacia el frente. El taxista quiso
salirse y al fin sus manos, que volverían loco al sismológico, encontraron la
palanca y jalaron. Saltó y corrió hasta refugiarse entre los carros.
El pistolero se
asomó. Lo vio tirado. Volteó hacia los que lo miraban desde el otro automóvil e
hizo una seña. Pareció asentir. Regresó rápido, se subió y se fueron. El
conductor, todavía medio atarantado, regresó al carro y se espantó cuando aquel
empezó a moverse. Y a gritar. Hijos de la chingada. Quisieron matarme pero se
la pelaron. Ah, pero ya sé quién fue. Compa, agarre pa la costera.
(RIODOCE/
COLUMNA MALAYERBA DE JAVIER VALDEZ/
noviembre 23, 2014)
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